Nunca llegué a saber si me reconocía. Es posible que no. A fin de cuentas, durante la infancia, jamás habíamos cruzado dos palabras. Por mi parte, ni siquiera para reírme de él, como hacían tantos otros. Como hacía, quizás, todo el mundo. No supe entonces su apellido y lo olvidé cuarenta años más tarde, como si su identidad se detuviera en su nombre. Como si ya solo eso bastara para abarcar quién...