Al final todo se reduce a dejar constancia de tu paso por la vida. A explicártela. Es lo que hace Steven Spielberg en su última película, Los Fabelman, donde se enmascara a sí mismo y a los suyos lo justo para que sea y no sea una historia autobiográfica.
De siempre Spielberg se enfrentó a la desestructuración familiar: su padre abandonó la casa. Solo muchos años más tarde, siendo adulto, conoció el motivo. La larga separación, y hasta el enfrentamiento con su padre, es una constante en algunas de sus películas: a través del cine, y sobre todo en esa otra película semiautobiográfica disfrazada de película semibiográfica ajena (Atrápame si puedes), Spielberg ha intentado reconstruir puentes, comprender a su padre, reconciliarse: no es extraño que sus películas bélicas, por ejemplo, estén dedicadas a él, ya que fue combatiente en la Segunda Guerra Mundial.
Con Los Fabelman, Spielberg da un paso más en comprender a su familia, y esta vez le toca también el turno a la figura de su madre. Con una supuesta sencillez narrativa que resulta pasmosa, a través de los ojos (y la cámara) del joven trasunto del propio Steve, Sammy, se nos presenta una típica familia americana de posguerra, relativamente bien acomodada, de extracción judía, y la amable intromisión del mejor amigo del padre en el entorno familiar.
Los recuerdos y experiencias propias le sirven a Spielberg para cambiar detalles, sin duda, pero también para explicarse cosas. Spielberg adulto contacta con su yo adolescente y nos muestra un retrato, amable pero a la vez terrible, de la sensación de vértigo del niño cuando descubre que sus padres son seres humanos normales y corrientes, y por tanto falibles.
En la familia, entre la pulsión por el trabajo del padre y la vida frustrada como concertista de piano de la madre, el cine. Spielberg recrea su famosa pasión por los trenes Lionel, tantas veces referida, su primera película (El mayor espectáculo del mundo, de Cecil B. De Mille), la necesidad de filmar los trenes de juguete descarrilando para recrear una y otra vez el momento (como hace quizás con esta misma película) sin necesidad de destrozarlos. El principio de una vocación.
Es la cámara, en un momento de maravillosa poesía, la que descubre al joven Sammy qué sucede en la relación familiar. Lo que el ojo no ve lo revela la cámara, como si solo la cámara fuese capaz de desnudar la realidad. Y es la cámara, también, la que al final, en la grabación de los estudiantes en su día de excursión previo a la graduación, la que hace que sus enemigos antisemitas descubran (aunque Spielberg no lo cuente explícitamente: no lo necesita) cuál es su relación personal, que quizás ni ellos mismos, hasta ese momento, sospechan.
Ese amor por el cine, por la creación, por el arte, se llena de significado con la llegada del tío Boris, bohemio errante que hace comprender a Sammy cuál es su destino: lo tienes o no lo tienes. Y él lo tiene. Ese amor por sus mayores, por quienes lo guían hacia su futuro que ya para él, como para nosotros, es pasado, remata con la maravillosa escena final y el encuentro, real o fingido, con un John Ford que posee el cuerpo de David Lynch,
Hay una profunda sensación de desamparo en muchas escenas. La llegada a la nueva casa, vacía, donde la madre no entra. El terrible dolor de la madre, que no comprende que pueda convertirse, sin quererlo ni desearlo, en la mala de la historia. Spielberg adulto ya sabe. Y, porque sabe, ya comprende. Y no condena a unos ni a otros, sino que acepta su pasado. Cuando adviertes que tus padres son seres humanos normales y corrientes, solo te queda asumirlo, porque tú también eres un ser humano normal y corriente.
Aunque te llames Steven “Fabelman” Spielberg.