Harold Foster (1892-1982) fue inventor de una gramática. Dos veces: con la adaptación de la primera de las novelas de Tarzan de los monos, desde el 7 de enero de 1929, a las tiras diarias (aunque ya sabemos que no lo fueron, en tanto se publicaron un año antes en Tit Bits, un semanario inglés) y dos años más tarde con las páginas dominicales en color del mismo personaje. En ambos casos Foster, que venía de la publicidad y aceptó obligado por las circunstancias de la Gran Depresión dedicarse a dibujar historietas, se encontró por un lado con la enorme ventaja que le proporcionaba su prodigiosa, casi mágica capacidad para el dibujo, y por otro que los cómics de aventuras (eso que llamamos cómics realistas o naturalistas) estaban aún por explorar. Volvería a inventar una nueva gramática para uso propio con Prince Valiant.
En las tiras en blanco y negro, todavía con los textos al pie redactados de corrido y sin calle entre viñetas, el autor canadiense luego nacionalizado norteamericano ya experimenta con las angulaciones, los planos, las masas de sombra y gris que más tarde harían famosos, por ejemplo, a Noel Sickles o Roy Crane. En la versión en color, constreñido siempre por la estructura casi inamovible de la página, muestra un Tarzan de los monos noble, fuerte sin dejar de ser proporcionado y esbelto, sereno, en constante evolución gráfica (recordemos que es con Foster donde Tarzan pierde el atuendo de piel que le cubre un hombro y reduce su iconicidad al taparrabos que desde entonces lo define) con una persuasiva exploración de tipos humanos (egipcios, árabes, vikingos, cazadores sin escrúpulos, damas enmascaradas, legionarios franceses, mujeres piloto, nativos africanos) y un continuo ir y venir de la “cámara” que enfoca las aventuras del hombre-mono, y que alterna los primeros planos con los paisajes que luego le serían característicos y los picados y contrapicados que transmiten la sensación de que la gravedad no puede con la libertad de Lord Greystoke.
Quizá Foster ansiaba también esa libertad, o comprendió que su futuro (y el del medio) estaba en hacerse con las riendas de las historias que ilustraba y los personajes a los que daba vida. Porque Tarzan, por mucho que durante una época se pusiera de moda decir que era la mejor obra de Foster, es en todo momento un material ajeno, alquilado, de empresa, con unos guiones simplistas (para colmo, redactados en pasado) que no satisfacían al narrador completo que, posiblemente sin sospecharlo siquiera, llevaba dentro. La historia de Tarzan y los vikingos es buena prueba de que ya hacia 1935 Foster buscaba nuevos pastos, ser dueño del material que producía, no un engranaje más en la rueda del United Feature Syndicate y el popular personaje de Edgar Rice Burroughs.
UFS, sin embargo, no quiso arriesgarse a que su dibujante estrella renunciara a su lucrativo salvaje selvático a cambio de experimentar con otro título. La competencia, la agencia King Features Syndicate propiedad del mogul William Randolph Hearts, sí supo jugar mejor su mano y aceptó la propuesta. Es difícil imaginar qué tiras y aflojas pudieron existir entre Foster y los mandamases de la KFS, cuántos borradores tuvo que reescribir, cómo fue capaz de dividir su tiempo entre la serie de Tarzan, que no abandonó (de hecho las dos series dibujadas por él llegaron a publicarse simultáneamente durante tres meses sin que Tarzan bajara en su calidad, sino todo lo contrario) y el proyecto de Derek, Son of Thane, el título original previsto para lo que luego conocería la historia como Prince Valiant.
La época medieval no había sido explorada aún en la historieta de aventuras (es, incluso hoy, quizá el momento histórico menos explotado en cómic), y resulta sabido que en un primer acercamiento al tema Foster pensó en situar su historia en las Cruzadas. Al comprender que eso constreñiría demasiado su radio de acción, indicativo ya del rigor con el que se planteaba su trabajo, se decidió entonces por los mitos artúricos. Presentó así el proyecto del mencionado Derek, hijo de un noble menor, un conde o thane. En el syndicate, sin embargo, con esa fascinación que los norteamericanos sienten hacia la nobleza y la realeza que ellos mismos descartaron de su declaración de independencia, pensaron que era mejor que se narraran las aventuras de un príncipe. El otro nombre propuesto por el autor, Prince Arn, fue rechazado nuevamente, y Foster acabó por claudicar ante la propuesta final, Prince Valiant in the Days of King Arthur. El nombre del personaje, en inglés, tiene en efecto las mismas resonancias un tanto ridículas que en nuestra lengua (aunque quizá no más que en alemán, donde se llama Eisenherz, “Corazón de Hierro”; o en Noruega, donde se llamó “Valemon” durante la ocupación nazi del país; o Italia, donde Il Principe Valentino intentaba igualmente ocultar su origen norteamericano a los jóvenes futuros camisas negras del Duce), por lo que no es extraño que Foster prefiriera siempre llamar a su héroe “Val”, apócope que coincide demasiado con su propio diminutivo, Hal, para pensar que se trata de una simple coincidencia. Porque Hal y Val, y basta ver las fotos del joven Foster desnudo en su extravagante, liberal y aventurera juventud, son alter egos el uno del otro. Y Prince Valiant no puede entenderse sin la ingente cantidad de elementos biográficos con los que, como la gran novela americana del siglo XX que es, Foster sazonaría las andanzas de su héroe: la naturaleza, la experiencia de la caza y de la pesca, el amor al bosque, el mar y el viaje, la relación amorosa con Aleta (basada como es sabido en su esposa Helen), la familia unida y en ocasiones separada o rota, el retrato de su amigo de correrías Eric Bergman como modelo para el jovial Sir Gawain…
Hoy, a los ochenta años ininterrumpidos de la creación de la serie, cuesta trabajo creer que quizá no tuvo siempre, pese a su innegable calidad artística, vocación de obra maestra. Mientras las grandes strips del momento ocupaban los suplementos dominicales a color, Prince Valiant se inició el 13 de febrero de 1937, un sábado, en apenas ocho periódicos, lo que indica que posiblemente no gozó de la confianza plena de los powers-that-be; pasarían meses, justo hasta el inicio de la primera de las grandes aventuras de Val, el secuestro de Ilene y la introducción del príncipe Arn, para que el título ganara su lugar indiscutible los domingos, situación que ha mantenido desde entonces.
Los primeros años de la serie, no obstante, son un ejercicio de prueba y error. Foster se decide al principio por una cuadrícula similar a la de Tarzan, para ir poco después experimentando con viñetas y formatos hasta establecerse, con las consiguientes excepciones, en la familiar retícula de nueve u ocho viñetas. Son los tiempos en que Foster se libra de las ataduras formales de su anterior serie y ofrece en grandes viñetas la caída de Val desde el pony velludo que pretende domar, la llegada a Camelot o el rompedor ejercicio de montaje del salto al foso desde las almenas del foso de Sinstar. Cada vez más cómodo con la estética la que se entrega con pasión, Foster se permite poco después momentos espectaculares que forman ya por derecho propio parte de la historia de los cómics: la defensa de Val en el puente contra las hordas de vikingos, la balada en las jarcias del drakar, el encuentro con Sligon y la pose tranquila y hermosa de un Arn enfrentado al tirano donde quizá pueda verse cómo habría sido el personaje protagonista de haber sido el príncipe rival el centro de las historias. Son ejercicios de experimentación que, sabiamente sazonados, crean en la primera década de la serie escenas álgidas que ocupan hasta dos tercios de la página: el asesinato de Aecio a los pies del templo romano, el pulpo en el pozo tan repetido y homenajeado luego, las espectaculares escenas de llegada y combate en Andelkrag, el desfile tras la victoria contra los hunos, la irrupción del elefante africano o la bella lección moral donde Valiente renuncia ante los generales de su tiempo a convertirse en un nuevo Alejandro Magno. Se sabe, no obstante, que el syndicate no dio luz verde a la publicación de una rompedora viñeta-página (la llegada de Val al remolino en su periplo por el Mediterráneo), que luego sirvió de portada en libros y reediciones (y cuyo original se perdió en un incendio): es el motivo, sin duda, por el que Foster no intentara jamás una nueva viñeta de similares características, aunque su espíritu inquieto, para nada complaciente, sí le permitió mostrarnos otros experimentos de montaje (la viñeta-página donde se muestra la charla con el gigante bonachón y los flashbacks de su pasado en escenas concatenadas alrededor; la ridícula lucha sin viñetas entre los quijotescos caballeros gordo y flaco; una página entera sin recuadros muchos años más tarde). Y es que en realidad el dibujo tan trabajado y lleno de detalles de Foster no prescinde jamás de lo espectacular en su puesta en escena, no importa qué tamaño tengan sus viñetas: cada una de ellas, especialmente las escenas de masas, están cargadas de elementos narrativos y cada uno de sus personajes, como en un cuadro, tiene su importancia y su protagonismo.
Lo cual nos lleva a la segunda de las molestas acusaciones que se hacen a Harold Foster[1]: el estatismo de sus viñetas. Basta leer la serie en la espectacular reproducción-restauración del portugués Manuel Caldas para advertir que el dibujo, en blanco y negro, es muchísimo más suelto y nervioso de lo que se percibe en las reediciones en color y fotolitos quemados, que hay líneas cinéticas, se percibe un acabado muchísimo menos estatuario de lo que puede pensarse, y que debido al gran tamaño de los originales (el llamado “efecto globo”) Foster utiliza el pincel, a su modo, tan libremente y de manera tan suelta como pudiera hacerlo Milton Caniff, un buen amigo con quien estéticamente podríamos considerar que está en sus antípodas.
La grandeza de la serie se fue haciendo con los años. No por la calidad de los dibujos, insisto, sino por lo exquisito de su propuesta. Prince Valiant no fue nunca un cómic para niños, sino que ya desde sus inicios se planteó como una historia seria, adulta, rigurosa, una novela-río en toda regla (lo que hoy llamaríamos una “novela gráfica” aunque los popes del término no quieran reconocer que todo estaba ya inventado en la historieta y que incluso lo que potencian como características únicas del término está ya, y explotado a conciencia, en Prince Valiant) con proyección de futuro épico: la profecía de la vieja bruja Horrit (“Horrid” la primera vez que se la menciona) indica ya los sueños de futuros posibles que albergaba Foster, sueños que no siempre se cumplieron, en tanto el elemento fantástico al que apuntaba la profecía con “el unicornio, el dragón y el grifo” (y plasmado en el monstruo antediluviano en los pantanos, la colosal tortuga, el cocodrilo gigante, los poderes mágicos de Merlín y Morgan le Fay, la guardiana de la Cueva del Tiempo, la misma bruja Horrit) acabaría por dejar sitio a un acercamiento mucho más realista al medievo, tiempo de supersticiones pero donde la razón contemporánea es lo que explica, con cierta ironía en ocasiones, la falsa percepción de lo insólito.
Foster, en todo caso, es siempre fiel a la estructura narrativa que elige desde el principio: la narración cuasi-novelada, los textos al pie (aquello de que los personajes en Prince Valiant “no hablan”) y la eliminación de los bocadillos de diálogo y de pensamiento. Pero, ya desde el principio la serie añade un elemento moderno que la pone por delante de la otra gran serie que Foster había dejado atrás: donde los textos de Tarzan aparecen redactados en pasado, en Valiente están en presente, lo que comunica mejor la sensación de inmediatez y calidez. Lo que está sucediendo en las imágenes (que se complementan siempre a la perfección con lo escrito, de modo que no puede entenderse la historia sin una y otra) tiene lugar en el ahora del lector, no en una ubicación pasada que, rémora de la novela, aleja innecesariamente lo que la historieta cuenta.
Foster elige, pues, y la mantiene durante décadas, una difícil conjunción entre palabra escrita e imagen dibujada, lo que redunda en beneficio de una narración diferente, no tan acelerada como pudieran ser las andanzas de Flash Gordon, su competidor estético más inmediato, que osciló continuamente entre el bocadillo y la narración al pie, sino pausada, al ritmo de una página semanal donde puede incluso pasar mucho tiempo entre una escena y otra, especialmente en los abundantes momentos viajeros de la serie, todo ello sin olvidar el consabido cliffhanger de la viñeta final ni la sinopsis escrita en la primera viñeta de cada entrega, donde Foster experimenta en ocasiones con su cáustico sentido del humor.
¿Cuándo rompe Prince Valiant los corsés que amarraban y aún amarran buena parte del medio? La primera llamada de atención se produce con el desenlace del secuestro de Ilene por parte de los piratas vikingos. La que parecía destinada a ser la novia eterna del protagonista, rubia, angelical y adolescente como él, muere ahogada en un naufragio: las viñetas que muestran la desesperación de los dos jóvenes pretendientes, Val y Arn, son desoladoras. Todavía estaba lejos el impacto de la muerte de Raven Shermann en Terry and the Pirates y, por supuesto, las de Gwen Stacy o Jean Grey en The Amazing Spider-Man o X-Men. Foster no se anduvo con chiquitas: el amor adolescente de Val desaparece de escena y el joven príncipe vikingo tiene que rehacer su vida: una inyección de realismo y tragedia inesperada que marca el tono de lo que está narrando con su tira: la misma vida.
El cantar de gesta que es Prince Valiant tiene su segundo giro rompedor cuando, negando cualquier tipo de compromiso con el inmovilismo narrativo-temporal de las series aventureras al uso, Valiente y la reina Aleta contraen matrimonio el 10 de febrero de 1946. Y ya nada sería lo mismo, porque el irónico humor que había sido contrapunto de la épica de la serie se vuelve ahora cotidiano, familiar, mucho más cercano, un retrato casi biográfico de experiencias que todos hemos conocido: Foster, una vez más, sabe de lo que habla más allá del retrato de caza y pesca en bosques y su descripción de la naturaleza. Y los lectores se identifican con las situaciones, los contrasentidos, los pequeños momentos de absurdo o felicidad de los personajes. Lo que podría haber sido una decisión peligrosa en el devenir aventurero del personaje (¡un héroe casado!), se convierte en el mayor de sus triunfos.
Y, luego, consecuente una vez más con la historia que ha trazado, Foster concede un hijo a la pareja. Un hijo que es el primer niño nacido en los cómics (en tanto Skeezix, de Gasoline Alley, era un expósito luego adoptado), el príncipe Arn, nacido en Canadá como el mismo autor, un homenaje que redondea la incursión de Val y sus vikingos en Norteamérica.
Todo viene en consonancia, naturalmente, con la idea que está en la superficie de Prince Valiant desde su primera página: el paso del tiempo. En la presentación de la trama apenas vemos a Val niño en segundo plano, y no es hasta el final de la tercera de las páginas cuando la imagen se centra en él, con un texto que, de puro claro, resulta abrumador: “Para el joven príncipe la vida comienza entonces”. Y eso nos va a contar Hal a partir de entonces: la vida de su alter ego Val, a quien veremos ir pasando por la niñez y la adolescencia, sufrir la muerte de su madre, enamorarse, sentir la pérdida de ese amor primero que fue Ilene, entregarse a la batalla y ser armado caballero, reconquistar el trono de Thule, salir a la aventura, conocer a Aleta, sentirse hechizado por ella y rechazarla primero para después secuestrarla, casarse al final de una aventura que mezcla Ilíada con Odisea, tener hijos (muchos hijos), convertirse en un respetable caballero de edad indefinida pero ya no joven, conocer a un plantel de secundarios como no se había visto antes ni después (y definidos a la perfección con apenas unos trazos), e ir siendo testigo del paso de las estaciones y los años.
De la primavera al otoño de su personaje, Foster se permite el lujo de mostrar el más bello tempus fugit que jamás hayan creado los cómics, un ejercicio de poesía e imágenes, luego “homenajeado” en múltiples ocasiones, pero jamás con la fuerza ni el sentido de la maravilla de la escena original. Me refiero, naturalmente, al gran momento mágico de la saga, si no es una ilusión, cuando el joven príncipe, a la aventura tras descubrir lo aburrida que es la paz en Thule, y a punto de vivir las más épicas y emocionantes páginas de su historia, encuentra a la hechicera de ojos de lechuza de la Cueva del Tiempo e, hipnotizado o drogado, se enfrenta al mismísimo Padre Tiempo, que lo hace envejecer y marchitarse en su lucha de una página. La huida de Val y el regreso a la juventud (y el bello momento en que, desperezándose, se sabe en la flor de su vida) quedan como uno de los grandes hitos de la serie… y del medio.
Foster fue fiel al estilo narrativo que inventó para su historia. Lo fue durante todo el tiempo que estuvo al frente y lo han seguido siendo quienes han continuado su obra, o lo han intentado al menos. Hay un afán de experimentación constante en la serie que quizá no haya querido verse, en tanto en el mundo de la historieta tendemos demasiadas veces a centrarnos en el dibujo en detrimento de lo que se propone o investiga desde el guión. En un caso tan flagrante como Harold Foster, donde el dibujo es apabullante y perfecto durante décadas, no se es justo con la admirable capacidad de Hal como guionista. El excelso dibujante se completa con uno de los mejores guionistas, si no el mejor, de la edad de oro de los cómics, un hombre que estuvo siempre muy por delante de modas y corsés, y que trató a su personaje y las situaciones en las que iba metiendo a su personaje con la seriedad y el rigor con que se escribe una novela.
Tal es la grandeza de Príncipe Valiente que casi no captamos los grandes momentos experimentales que el guionista prepara y va soltando, bombas de profundidad que, por inesperadas y sutiles, casi pasan desapercibidas: el juego escénico de estar teóricamente basándose en los pergaminos escritos por uno de los personajes, Arf/Geoffrey; el irónico carpetazo que traslada a los personajes en el tiempo narrativo porque uno de esos pergaminos (redactados en latín) se ha perdido, por lo que el cronista contemporáneo (el propio Foster) sólo puede especular mientras coloca a sus personajes en un nuevo tablero narrativo; la aparición de dos eruditos de la época augusta que examinan muy serios otras páginas de esos mismos legajos…
Prince Valiant fue, en suma, la historia de dos vidas. La de Valiente y la de Foster. Uno embelleció la del otro, le dio significado al otro. Leída hoy la serie, desde sus inicios hasta el momento en que el dibujante, por su avanzadísima edad, deja los bártulos, ante nuestros ojos se despliega un fresco vivo y vibrante de una Edad Media ficticia, pero hermosa, terrible, pero noble, a través de un protagonista y unos secundarios que no son, en ningún momento, de una sola pieza. Foster no mira la historieta para hacer historieta, sus referentes no están en los cómics: su estética procede de los grandes maestros ilustradores (dese Leyendecker a los prerrafaelistas), su literatura bebe de sus gustos como lector (Lord Dunsany, James Branch Cabell) y de su propia experiencia como aventurero, cazador, pescador, esposo y padre: “Vivir para contarla”, que dijo García Márquez. De ahí que podamos decir que la grandeza de la serie se debe precisamente a que se toma en serio a sí misma y nunca rebaja su nivel de auto exigencia, a nivel gráfico ni a nivel argumental.
La paradoja: siendo una serie que se lee de corrido, donde apenas hay separación clara entre una historia y otra (el concepto, ya saben, de novela-río o gran novela americana contemporánea que en el fondo es), el lector contemporáneo que aborde hoy Prince Valiant desde las muchas y nuevas ediciones que se ofrecen por fin con un mínimo de calidad y justicia al trabajo original quizá no puede atinar a comprender ni saborear qué significó, durante décadas, la experiencia de leer las aventuras de Val de una semana a la siguiente, la sorpresa de sus dibujos, los quiebros argumentales, el guiño cómplice continuado o la magistral alternancia entre los momentos épicos y los domésticos. Leer en apenas tres o cuatro años un trabajo de casi cuarenta, en efecto, nos descubre cierto abuso del secuestro como detonante narrativo, o nos chocan los momentos en que (aprovechando Foster algunas vacaciones) se repiten durante unas semanas momentos álgidos de historias ya publicadas veinte años atrás, o incluso que en algún detalle puntual lo que Val (o Foster) recuerda del pasado remoto de la tira no coincida exactamente con lo que en realidad sucedió. Son, en todo caso, insisto, concesiones al esplendoroso pasado del título, y una manera de recordarnos que la lectura no tendría que hacerse con ojos de lector contemporáneo que bebe de un tirón un par de años de narración, sino que fue una serie pensada y puesta en marcha con un sentido del ritmo adecuado a su cadencia de publicación dominical.
Poco importa, en todo caso, cuando el viaje al que el lector se suma es tan rico, tan plagado de anécdotas y emociones, tan sincero y humano, tan absorbente y enriquecedor. Foster sabe tocar las teclas de lo sensible sin ser sensiblero, de lo humorístico sin ser sarcástico. Muestra tipos humanos y los mima y los cultiva, llenándolos de matices que se expresan en su lenguaje corporal y se complementan con la narración escrita, que a veces es contrapunto que los redondea. El juego escénico de Aleta y sus mil peinados, la gestualidad de los niños, los momentos de salvajismo guerrero de Val y su contrapartida como sumiso esposo, las payasadas de Sir Gawain complementadas con sus momentos como recio guerrero a tomar muy en serio siempre, el desfile de villanos (muchos de los cuales están llenos de matices positivos, como Sligon, o son presentados de manera que pueden entenderse sus motivaciones personales), el rico muestrario de criados y escuderos llenos de cualidades nobles que los ponen en ocasiones por encima de sus amos, la seriedad que el poder marca en el ceño de Arturo o de Aguar de Thule, la espectacularidad de los paisajes y las escenas de grandes batallas, el juego escénico que proporciona siempre el viaje y la descripción de la naturaleza. Todo ello hace de Prince Valiant un águila que vuela muy por encima de los cómics al uso, entonces y ahora: un título que busca siempre la coherencia, el rigor, la diversión. La obra maestra del medio para la eternidad.
DE POESÍA Y ÉPICA
Harold Foster comienza el tercer año de su serie cortando amarras con el pasado y, sabiéndolo o sin ser consciente de ello, revolucionando el medio de la historieta para siempre. A nivel estético, y quizá desde poco antes de la llegada a Camelot, la serie ya había volado muy alto, y en el juego de prueba y error de encontrar un estructura dramática semanal para contar sus historias ya hemos visto, en el libro anterior, momentos de extraordinaria belleza plástica. El argumento del primer año y pico, sin embargo, tarda en arrancar, quizá porque ya desde el principio Foster es consciente de que se embarca en una novela-río y necesita tiempo para ir desarrollando a sus personajes y buscar el tablero adecuado en el que colocarlos.
La serie, lo saben ustedes, comenzó a publicarse un sábado, no un domingo, y cada sábado sería publicada hasta el que se me antoja momento crucial en el desarrollo de los argumentos: la bella plancha en que Val, desesperado al saber que la gentil Ilene va a casarse con un desconocido príncipe rico (Arn, que había sido el segundo nombre rechazado para el personaje cuando King Features Syndicate tampoco aceptó el de Derek, Son of Thane), se emborracha y, en la soledad de la noche, es arropado por un paternal Gawain, que lo cubre con su manto (Gawain aún no es el personaje tarambana y divertido, aunque temible en el combate, que sería luego). Puede que el cambio a los domingos se deba a que, por fin, ya Prince Valiant no coincidía en su autoría con Tarzan, o que el tono siempre exquisito de la serie llamara la atención de nuevos periódicos-clientes y a partir de ahí Foster sintiera la motivación de esforzarse aún más en su trabajo y redondear sus argumentos, pero lo cierto es que a partir de esa aventura a la búsqueda de Arn y luego Ilene, el enfrentamiento con los vikingos en el puente, la canción en las jarcias del drakar, la llegada a Thule y el encuentro con Sligon, el temible descubrimiento del destino final de la muchacha, el dolorido regreso a Camelot y la derrota en combate contra Tristán, la vuelta a la casa en el exilio en los pantanos y la nueva visita a Horrit, esta vez acompañado por “la espada que canta”, la pulmonía que lo lleva a las puertas de la muerte y, por fin, el fuego de la revuelta y la reconquista que logra insuflar en los corazones de los viejos exiliados que acompañan a su padre el rey (aún sin nombre) en el destierro, la serie inicia una escalada de calidad continuada semana a semana y página a página de la que ya no daría marcha atrás en muchos, muchos años.
Y así, si fue capaz de acabar de un plumazo con el tópico de la novia eterna que salpicaría a los cómics durante décadas, también en las primeras páginas de este libro vemos cómo Foster no se corta y, consecuente con la evolución temporal y personal de su protagonista, acaba con las aspiraciones de ser nombrado caballero de la Tabla Redonda y, tras la victoria contra Horsa y los invasores sajones, el propio Arturo lo acepta con honores entre las filas de los héroes privilegiados de su leyenda. Es el momento en que Valiente se hace definitivamente adulto… aunque aún no ha cumplido (lo hará más tarde, en el Mediterráneo), los dieciocho años.
Es un príncipe sin reino que heredar, y también Foster se encarga pronto de resolverlo. La vuelta triunfal a Thule (que todavía no es un reino vikingo, aunque vikingos hayan sido sus súbditos, y que en los primeros años de la serie no se encuentra en Noruega, sino en Dinamarca, de ahí que Val pueda llegar a Andelkrag sin cruzar de nuevo el mar) se salda con la violencia justa, dando por primera vez al título un enemigo con quien el lector puede empatizar: el hartazgo de Sligon el tirano que evita un derramamiento de sangre y tiñe el ejercicio del poder de una pátina de melancolía que quizá va en contra de los tiempos, donde la Alemania nazi y sus ansias de conquista y sumisión ya nublan el horizonte.
De los buenas intenciones, lo dijo André Gide, solo se hace mala literatura. Establecido en la paz de Thule y la “democratización” del país (un tema, la civilización contra los usos bárbaros, a los que Foster volvería siempre que regresara a la tierra natal de Valiente, ya establecida como país vikingo y bautizado su rey), el joven Val experimentaría en carnes la misma desazón y el mismo ennui del tirano Sligon, por lo que tras un encontronazo con su padre, rey cabal y consciente de sus responsabilidades políticas, parte a la aventura convertido en caballero andante. Podríamos marcar este momento como el inicio de la era de gloria de la serie, con un Val pletórico en su juventud al encuentro de entuertos que deshacer: el más bello tempus fugit jamás visto en la historia de los cómics, tantas veces homenajeado luego, y donde la hechicera de la cueva del tiempo y sus ojos de lechuza darán al príncipe (y a los lectores) una dura lección sobre la futilidad de las cosas y el invencible paso del tiempo.
Pero las lecciones se olvidan con la fuerza de unos brazos jóvenes, y Foster guarda en la recámara el que vendrá a ser el momento épico más importante de todas sus décadas de producción: el episodio de Andelkrag, la ciudad de los poetas caballeros asediados por los hunos invasores. Hay una lección que todavía hoy, o quizá precisamente hoy, tiene la fuerza eterna de su mensaje: ante la imposición y la intolerancia, la libertad y el respeto a las propias costumbres. Comorán y sus fieles seguidores, y sus esposas nunca dispuestas a ceder ante el empuje de los bárbaros, no se arrodillan ante el chantaje y prefieren morir de pie. Es el momento más épico, más hermoso, más lucido de la serie, un canto a la epopeya y la poesía, a la libertad y la gloria.
Y en seguida, el contrapunto descarnado con el gran Slith, descreído, taimado, tramposo, un alter ego inverso a quien el propio Val recurriría muchas veces en el futuro. Atentos al juego escénico del mensajero Hulta, siempre en segundo plano en las escenas y siempre (una vez conocemos su secreto) diciendo a las claras cuál es su condición. Y atentos a la bella declaración de intenciones de Valiente ante los generales del mundo que quieren, con él a la cabeza, iniciar una guerra de expansión a la que nuestro héroe renuncia.
Nunca voló más alta la historieta que en los dos años que componen este libro. Se avecinaban en el futuro tiempos oscuros, se ha querido ver en los enemigos hunos un reflejo simbólico de los nazis que ya asolaban Europa, aunque Foster lo negara con la boca pequeña y, cuando ya Estados Unidos interviene en la Segunda Guerra Mundial, su personaje está en otras batallas y otras historias. Pero la lucha contra la opresión y la barbarie, la defensa de la cultura y las artes sigue estando aquí, como un tesoro, en esta declaración política eterna.
En el futuro, el Mediterráneo.
En el futuro, Aleta.
HÉROE DE UN TIEMPO QUE NUNCA EXISTIÓ
La Edad Media que describen estas páginas es ficticia. Es una ensoñación, una invención, un constructo, un resumen, una visión poética si ustedes quieren. Un juego escénico que sirve a su autor, Harold R. Foster, para contar sus historias. Lo que no quiere decir, naturalmente, que no haya detrás una investigación de muchas décadas, la experiencia de la búsqueda y el encuentro del dato, la necesidad de ser fiel a una estética. No deja de resultar irónica la célebre fotografía de Foster, ya muy maduro y con muchos años de experiencia como autor de Prince Valiant detrás, tomando notas de una armadura real, cuando ya habría dibujado, sin duda, miles de ellas.
Las historias de Valiente y los caballeros de la Tabla Redonda se centran, como manda la tradición, en el siglo V de nuestra era. Val es nombrado caballero en el año 433, cuando apenas tiene dieciséis o diecisiete años. Ser fiel a la leyenda artúrica hace que Foster no dude (¿o sí?) en mezclar las estéticas y las costumbres de varios siglos de Edad Media: se nota, por ejemplo, en la visión un tanto edulcorada y limpia de la primera muestra de Thule, antes de que se decidiera a convertirlo en un reino puramente vikingo; o en los momentos casi renacentistas (la influencia de los prerrafaelitas, posiblemente) que hacen que Val con su pañuelito al cuello, Camoran, y sus galantes caballeros parezcan casi héroes sacados del Romanticismo inglés.
Ser fiel a la época lleva a Foster a incluir personajes históricos: más allá del mítico Arturo (cuya propia leyenda lo convierte en el rey que expulsó a los romanos de Britania), ya hemos conocido al general Aecio y al seboso emperador Valentiniano, y la sombra de Atila, aunque no llegue a aparecer, planea en todo el largo y bellísimo episodio de la guerra contra los hunos. La parada y huida de Roma llevan a Foster y a Val a mostrar un contraste que tendría que chirriar a los lectores: los caballeros con armaduras del siglo XII, por lo menos, conviviendo o combatiendo con los centuriones y soldados romanos, la aparición de las togas, las espadas cortas y los cascos empenachados. El arte de Foster, sin embargo, su riguroso acercamiento a lo que cuenta, su naturalismo, consiguen que nada de todo eso nos chirríe.
Pasa otro tanto con el periplo mediterráneo en el que Val se sumerge en las páginas de este libro. El viaje por el mar de las leyendas lo lleva al mundo clásico, posiblemente tal como fuera quinientos años antes de la época en que Valiente vive. Da lo mismo. La belleza de la escena de la ciudad al borde del remolino, el periplo por las islas que vigilan el paso del despistado príncipe o, más adelante ya, la llegada cargado de odio a las Islas de la Bruma con sus templos griegos y su crisol de pretendientes (ese gran momento de la serie aún por venir, donde Foster consigue tejer un tapiz que une a la vez a la Ilíada y la Odisea) dejan tan boquiabiertos al lector como suponemos que, boquiabierto, debió de quedar nuestro Val al contemplar por primera vez la resplandeciente Tambelaine y la belleza de la misteriosa Aleta.
Y es que la obra de Foster es tan personal, tan cuidada, que esas disonancias históricas no solo se perdonan, sino que son su más acusada característica. No se trata de errores, sino de decisiones conscientes. La serie, sí, es una serie “realista”, lo que no quiere decir que describa la “realidad”, sino la visión de la realidad que su autor quiere y necesita. Detrás de cada uno de los conceptos hay una investigación, y si bien se dice que Foster escribía primero la historia y luego la reducía a un tercio para que fueran los textos al pie de sus viñetas, no podemos eludir tampoco la enorme documentación que el autor aporta, y que en ocasiones cuenta de pasada, sin detenerse a dar detalles.
Estamos en un momento crucial de la historia: la Segunda Guerra Mundial. Pese a las súplicas de Winston Churchill, Franklin Delano Roosevelt aún no ha embarcado a los Estados Unidos en la contienda. Es tiempo de héroes y de villanos, de personajes con dos caras. Y esos personajes abundan en esta serie, sobre todo en este periodo: un rey que puede ser justo y a la vez colérico, capaz de condenar al casamentero Valiente a la húmeda mazmorra donde lo hará trizas un pulpo gigante (y adecuadamente naturalista); un pirata que roba a Val la Espada que Canta y lo esclaviza, pero que luego se hace su amigo y donde los pecados se perdonan; otro pirata vocinglero y cínico, heredero directo del shakespeariano Falstaff (preludio de lo que luego serían Hagar, Obélix o Volstagg), el entrañable Boltar el vikingo, rey del mar, uno de esos personajes más grandes que la vida que acompañará a Val en sus aventuras en muchos momentos futuros.
Foster está haciendo una novela. Lo que hoy llamaríamos “novela gráfica”: si hay un ejemplo en la historia de la historieta a la que pudiéramos aplicar ese nombre, es en este título, existente (como Terry and the Pirates de Milton Caniff) mucho antes de que el término se acuñara. Es imposible leer esta serie sin regodearse en las imágenes, pero las imágenes están incompletas sin los textos, llenos de momentos de alta tensión épica y, en especial en los resúmenes de cada primera viñeta, de elementos jocosos que en ocasiones ponen en solfa la tragedia que está contando. Foster sabía ser humorista sin ser payaso.
Sabía también que estaba haciendo un productor adulto. A medida que la serie avanza en años, las aventuras del joven e intrépido príncipe se van haciendo más maduras, su vida se complica con matrimonios, hijos y viajes. Existe la violencia, pero también existen momentos de paz y de alegría. Foster está describiendo un tiempo duro y no se amilana, pero elige sus imágenes y decide sus textos con un tacto exquisito. Miren ustedes en las primeras páginas de ese mismo libro: cuando los marinos de Val irrumpen en la isla y toman al asalto el poblado, el texto usa la expresión “abusan de las mujeres”, que comunica perfectamente el horror de lo que hacen. Val, que ha sido esclavo, no duda en vender como esclavos en Jaffa a los hombres del barco que ha capturado: tiempos duros, líneas que se cruzan.
Lo mismo sucede con ese momento aparentemente inicuo que es la búsqueda en el desierto de Angor Wrack, que ha ido en busca de una espada de Damasco a realizar “extraños y sangrientos ritos” que Foster no explica. Pero según la leyenda, para conseguir una espada de Damasco había que templar la hoja al rojo vivo atravesando con ella, al amanecer, el cuerpo de un esclavo para que su fuerza se transmitiera a la espada.
Sin entrar en más detalles, Foster deja a la curiosidad del lector qué significan esos ritos. Hoy los llamaríamos asesinatos rituales.
Con estas páginas, Foster vuelve además a África. Es, en cierto modo, un reencuentro con el escenario del Tarzan que ya había dibujado hasta un lustro antes. Y puede, así, con la ironía característica, dibujar lo que con Tarzan no pudo hacer: mostrar un elefante africano o un gorila que no es un simio inventado.
Aunque los llame monstruos u ogros.
Esta no es una historia realista.
… Y ALETA
Ahora ya sabemos que está inspirada en una persona real, la esposa del propio Harold Foster, Helen, quizá el motivo de que la pequeña reina de las Islas de la Bruma sea griega. La maestría del autor, una vez más, vuela muy por delante de lo que se había hecho hasta entonces en el mundo del cómic, dada su capacidad de crear un personaje femenino como nunca lo había habido antes… y como muy pocas veces ha habido después. Podemos decir que muy pocas mujeres en la historieta han sabido hacerle sombra a Aleta, ni en belleza, ni en delicadeza, ni en la redondez de su personalidad. Foster, una vez más, engrandece el arte del cómic al acercar a sus personajes a los matices psicológicos de los que carecía, emparentándolo de nuevo con la novela.
Igual que gran parte de los personajes masculinos de los cómics, las mujeres del medio eran esquemáticas, estereotipadas, bonitas tontorronas en el caso de las buenas, bellezas desalmadas en el caso de las malas. Todas ellas de hermosura sin igual, algunas más sexys que otras, el descanso del guerrero o su acosadora. Recordar nombres (Narda, Dale Arden, Diana Palmer, Daisy Mae, Dragon Lady) es recordar mitos de la historieta, personajes irreales que permanecen casi siempre en segundo plano detrás de los héroes cuyas aventuras adornan. No es extraño que el matrimonio frustrado de muchas de ellas se convierta en tortura despechada cuando la enamorada al uso pertenece al bando de las villanas.
Con la introducción de Aleta en la serie de Prince Valiant, Foster da varios pasos de gigante que revalidan de nuevo su valía como autor, los inmensos hallazgos narrativos por los que fue ampliando las fronteras del medio de los cómics. De la épica medieval, Foster pasa al romanticismo más desaforado, y de ahí, sin cortarse un pelo, a la comedia de costumbres. Y luego, de nuevo, a la más pura épica. Foster ya había huido del concepto de la “novia eterna” cuando la gentil Ilene de los primeros meses de la serie perece ahogada en el naufragio del barco vikingo, y aunque los personajes femeninos no abundan en la saga, dada su temática guerrera más que aventurera, hay varios de ellos inolvidables: Sombelene, Melody, la bruja de la cueva del Tiempo, la burlada Bernice, las intrigantes Claris e Ingrid (ambas vikingas y ambas, paradójicamente, morenas), la atontolinada Katwein y la gélida Sigrid, por citar solamente a las solteras. Ninguna de ellas hace mella más que tangencial en el corazón del príncipe errante, porque ya el 2 de febrero de 1941 se había cruzado en su camino Aleta.
Leer de corrido, hoy, las aventuras de Val quizá no nos sitúa demasiado bien en el contexto en que la historia es entregada, página a página, semana a semana. Aleta aparece en un par de páginas y desaparece para regresar meses o años más tarde, una sombra rubia que participa, desde su primera aparición, de esa mezcla de ninfa y de hada que la convierten en un ser casi sobrenatural. Tiempo tendría Foster de hacer de ella la más terrenal y humana de los personajes femeninos de la historieta, pero es de nuevo un tributo a su capacidad de storyteller cómo nos hurta su rostro ya desde el principio, nublado por sus largos cabellos rubios, en consonancia con el delirio que Val sufre, náufrago en los mares griegos.
El segundo encuentro entre Val y Aleta, casi diez meses más tarde, trae consigo el malentendido de su enfrentamiento. En dos páginas, Foster nos muestra ya claramente el rostro sereno de la muchacha, la serenidad con que lava sus cabellos en el estanque y cómo recibe sin parpadear el reproche airado del príncipe, para ayudarlo de nuevo, sin que él lo pida, a escapar de la isla.
Valiente continúa sus aventuras por el mundo, y Foster se las arregla a la perfección para mantener en él, y en nosotros los lectores, la llama del amor incomprendido hacia un rostro que apenas hemos visto un par de veces. El melodrama de la búsqueda y la confusión de la atracción del joven príncipe entre su amor y la hechicería se potencia con el oportuno accidente que lo priva de la memoria, las fiebres que contrae en el viaje y, sobre todo, la muerte del fiel escudero Beric. Cuando Val aparece como un fantasma shakespeariano, Ulises redivivo, Paris medieval, para interrumpir la ceremonia en que la joven reina va a elegir esposo, la serie se zambulle de nuevo en la tragedia.
Y es entonces cuando Foster tiene por delante la tarea más difícil: convertir a Aleta no en un rostro hermoso, ensoñado y odiado, adorado y temido, sino en un personaje que pueda trocarse, a partir de ese momento, en parte inseparable de la historia del Príncipe Valiente. Quienes reprochan a Foster su sentido clasicista de la narración no han leído a conciencia, y estudiando cada plano y cada escena, la continua lección que son las páginas que comienzan con el secuestro de Aleta y culminan con la boda en el bosque italiano entre los dos personajes. Constreñido por la escasez de papel, y temiendo que la plancha dominical de los periódicos se redujera a dos tiras y no volviera nunca a recuperar su tamaño cuando terminara la Segunda Guerra Mundial, Foster se saca de la manga una serie menor, El castillo medieval, una serie de anécdotas sobre la vida de dos familias inglesas (¡y donde uno de los protagonistas, el señor del castillo, ni siquiera tiene nombre!), como parapeto para conservar la página entera en los periódicos donde se publica Prince Valiant. Lo que podría convertirse en un handicap, contar el romance sui generis entre Val y Aleta, se vuelve gran hallazgo narrativo: las seis viñetas escasas (a veces cinco, a veces hasta tres) donde Foster hace avanzar su trama cada semana posibilitan, de este modo, un cliffhanger continuado, que cuenta la ordalía en el desierto y las continuas peripecias de una manera que impulsa a seguir leyendo con el corazón en un puño.
Foster sabe que en esta aventura se está jugando el destino de su personaje, y de manera muy inteligente arrincona a Valiente y, durante todas las páginas en las que secuestrador y secuestrada recorren el desierto, es Aleta la que lleva, literalmente, las riendas de la historia. Val está enfermo, enloquecido, debilitado. Y Aleta, sin perder nunca la calma, es la que se las apaña para que ambos sobrevivan al tiempo que consigue que los lectores empecemos a admirarla y a amarla. La tragedia da paso a la comedia, Aleta se revela como una mujer inteligente, valiente, decidida… e intrigante. Nunca un beso ha sido más esperado en la historia de los cómics… y nunca la felicidad de dos personajes, hasta Steve Canyon décadas más tarde, ha sido más retrasada que por la aparición de Donardo, el emperador ladrón.
Foster está haciendo un cómic adulto, y alejado de tópicos, de ideas ñoñas y de infantilismos, describe el serrallo de Donardo, su intento de violación a Aleta, la homosexualidad de su delicado hijo, igual que luego aborda el adulterio entre Ginebra y Lancelot sin medias tintas o muestra la depravación de los nobles parisinos. Hay una delicadeza infinita en la escena en que Aleta confirma a Val, separados ambos por la muralla, que sigue siendo doncella: “¡Mi corazón es tuyo solamente y por ti esperaré hasta el final de los tiempos, mi príncipe!”.
Rompiendo de nuevo barreras, Foster casa a Val y Aleta, y a partir de entonces la serie gana en realismo doméstico, ensalzando tanto la vida en la pareja como la aventura épica. Igual que en el retrato de la vida en los bosques, las trampas de caza, las construcciones, los barcos se nota que hay detrás una experiencia vivida y amada, el matrimonio del príncipe y la reina se llena de jugosas anécdotas, peleas y reconciliaciones, separaciones y guiños amorosos que suenan a reales porque sin duda fueron de verdad. Foster no es sólo un gran observador de su entorno, sino del ser humano, y sin duda Helen, su particular Aleta, era el ser humano que más cerca tenía.
Aleta proporcionará momentos humorísticos (observen la genialidad de la escena del oso en el estanque de la página 489), y momentos de pura épica que nos esperan en el próximo número: el encontronazo con Ulfrun, la llegada a América, la maternidad, donde Foster mostrará a Aleta más bella que nunca, con esa mirada de felicidad que sólo quien ha sido testigo de esos ojos y ese momento es capaz de retratar.
There never was a woman like Gilda, que decía la propaganda de la inmortal película. Nunca hubo, en la historieta, una mujer como Aleta, la reina de las islas de la Bruma, la de los cabellos rubios en los que tan magistralmente se recreaba su autor. Aleta, que sin duda causó entre las demás mujeres del mundo de los cómics la misma impresión de envidia y admiración que, entre las damas de Camelot, provocó su llegada desde el cálido sur de luces doradas y aguas azules y sonrisas de diosas.
AMÉRICA, AMÉRICA
Homero ya sabía, y lo contó y lo cantó en La Ilíada y La Odisea, que la vida del guerrero no tiene sentido si no se acompaña de la placidez de la vida cotidiana y el amor de la familia. La épica, y lo olvidamos en ocasiones, procede de la poesía, y a veces recurre a ella para reforzar lo que narra.
Nunca mejor que en estos años de Príncipe Valiente, cuando la épica da paso a la lírica y la serie entra de lleno en los terrenos de la búsqueda total de la belleza.
Para ventaja de los lectores, la felicidad que la bruja Horrit negó a Val se ve torpedeada una y otra vez por momentos donde los interludios plácidos estallan y obligan al caballero de Arturo a tomar de nuevo las armas y luchar por lo que es suyo y lo que ama. El punto débil de Valiente es, acaso, el mismo punto flaco que Ulises, no el de Aquiles: su familia. Y por eso, una vez más, es el secuestro de Aleta lo que impulsa la aventura. Un secuestro que, esta vez, parece más terrible que nunca, en cuanto Ulfrun es un pirata despiadado, casi un Wolverine adelantado a su tiempo, la gravidez de Aleta la pone a su merced (aunque por poco tiempo), y ahora no se trata de asaltar ciudades amuralladas, sino de escapar a lo desconocido, poniendo mares por medio, allá donde, en la época en que se desarrollan estas historias, aún no había osado navegar ningún hombre.
La implacable persecución por mar desde Thule al norte de lo que hoy llamamos América (y que Harold Foster identifica con sus nombres contemporáneos para situar la verosimilitud de su aventura) crea una tensión que aumenta con la locura de Ulfrun y su progresiva pérdida de control. No tenemos apenas tiempo de conocer los entresijos del viaje (eso quedará para muchos años después, cuando el joven Arn repita el camino de sus padres y Foster nos cuente cada detalle de la navegación y las peripecias de los marineros). Es una persecución en toda regla, tensa y emocionante, donde no hay tregua a pesar de que se extiende durante semanas en el mar. Y, al final, dando una vez más una lección de sabiduría narrativa (Foster, no nos cansaremos jamás de decirlo, es mucho mejor guionista que ya dibujante… y ya sabemos qué nivel tenía como dibujante), cuando llega a ese momento culminante que llevamos tanto tiempo y tantas páginas esperando, el enfrentamiento final del joven esposo que es Val con el secuestrador que ha osado rebelarse contra su rey y codiciar a la mujer de su príncipe, Foster nos regala esa magnífica viñeta donde elude los textos y muestra el final del pirata vikingo como un acto casi insignificante dentro del ambiente majestuoso que los rodea: alejando la cámara, regodeándose en la impresionante belleza del paisaje, la muerte anodina de un cobarde en mitad de una tierra salvaje que empequeñece los problemas y sinsabores de los hombres.
Siguiendo la tradición de los viajes vikingos a América del Norte, pero adelantándola varios siglos a la historia, Valiente y los suyos llegan al nuevo mundo, ese viaje inesperado donde la aventura medieval de pronto presenta tipos y paisajes que hemos asociado con el western. Es un homenaje de Foster a su tierra y su país, o a su tierra y sus países, porque la aventura se desarrolla en la zona que delimitan hoy Canadá y Estados Unidos.
Foster se equivoca, sí, al llamar indios a los nativos, pues no tiene necesidad de buscar un término alternativo que no esté marcado por la historia, pero la manera en que retrata sus rostros y abalorios, sus costumbres y viviendas, marcarían la manera de trasladar a la historieta a los nativos norteamericanos.
Y es que nadie, en toda la historia del medio, ha dibujado mejor los rostros de los indios, sus ojos sabios, sus expresiones de reflexión o de alegría. Hay mucho de experiencia personal en este momento de la serie, quizá incluso recuerdos de la aventura privada que, con su esposa Helen, y durante su viaje de luna de miel en canoa por escenarios muy parecidos o quizás estos mismos. Las deliciosas meteduras de pata de Aleta, su encuentro con animalillos aparentemente indefensos o su relación con el entorno, majestuoso y a la vez temible que la rodea, solo pueden ser fruto del asombro y el temor de quien se ha sabido humano y frágil ante la desbordante naturaleza salvaje de estas tierras, lo que el poeta que ya es Foster bautiza como “el Manitú”.
Nunca como en este periodo de la saga de Valiente ha tenido tanto peso el paisaje. A la emoción de la batalla, a la placidez de los elementos románticos y cotidianos, al conocimiento profundo del ritmo de los viajes se le suma, aquí, la fuerza del entorno. Unos paisajes que de pronto se nos antojan tan novedosos y vívidos, tan reales, como tuvo que parecerles a los vikingos desplazados de su tierra y aislados, al menos durante el invierno, en un mundo nuevo. Foster está dibujando de memoria, de su vida, y los bosques y calas, la importancia de los árboles y los rápidos, la nieve y las hojas de otoño, marcan uno de los periodos más hermosos e íntimos de la serie. El paisaje tiene fuerza en la impresionante viñeta de la muerte de Ulfrun y no abandona este segmento hasta el regreso a Europa. Queda además para la historia el momento culminante en que Aleta contempla el espectáculo único de las cataratas del Niágara. Y, naturalmente, siendo Foster como era, se nos ofrece una visión del impresionante paisaje tal como tuvo que ser (y así se explica en una nota en la misma viñeta) en aquella época, cuando la erosión y la fuerza de las aguas habían dejado una impronta distinta en su orografía.
No es, en ningún caso, una aventura más de las muchas aventuras que hemos visto en los diez años anteriores de la serie ni en los años que vendrán. Hay un enorme componente emotivo en este viaje y este reencuentro entre Val y su esposa, ahora considerada diosa por los indios. El paso de gigante que supuso la boda entre ambos tiene ahora su continuación natural: el nacimiento de Arn, su primer hijo, y nada menos que en las tierras canadienses donde el propio Foster había nacido y vivido. Es el primer niño que nace en la historia de los cómics de aventuras, y es también la primera indicación de que el tiempo va a pasar y va a marcar a partir de ahora las andanzas de Val y Aleta. En un tono intimista y preciosamente familiar, el lector asiste al invierno en el bosque, al silencio, a la belleza de la soledad en una tierra salvaje, al colorido de las hojas de otoño y el manto blanco de la nieve que las sustituye: es quizás, en toda la larga existencia de la serie, el episodio donde el color tiene más peso y sentido, maravilla y recuerdo. Las estaciones cambian y de pronto todo es luz y belleza. La propia Aleta, y el mismo Foster lo dice en sus textos cada vez más líricos, adquiere una hermosura nueva que se refleja en la luz de su mirada. Ya no es una chiquilla bonita, sino una madre, y el artista la retrata en todo momento como tal, aumentando si cabe su belleza y jugando con sus cabellos (casi cincuenta veces cambia Aleta de peinado en estas páginas).
El nacimiento de Arn está narrado con mimo y con sorna, con conocimiento de causa y con amor. Foster juega cuatro semanas más tarde a cambiar el punto de vista del narrador, entregándolo por dos veces al pequeño Arn y su experiencia vital. Con su paciencia característica, recupera el nombre que quiso para su personaje en el hijo de éste, y en un claro caso de continuidad con lo anterior, volvemos a visitar al príncipe Arn original, compañero de andanzas de Val en los primeros meses de la serie. Foster sintetiza lo ocurrido y altera levemente la verdad ya mostrada diez años antes, pero la alegría del reencuentro con el viejo amigo y rival es más fuerte que cualquier pega que pudiera ponérsele, teniendo en cuenta que en el ritmo de publicación de la serie las licencias poéticas no podían ser captadas por su público.
Casado y padre de una familia que con el paso de los años será numerosa, la vida aventurera de Valiente no le permitirá descansar y atender a su esposa y a su prole como sin duda querría. El deber lo llama. Para tranquilidad de los reyes a los que sirve y disfrute de generaciones de lectores.
El ESCUDERO Y EL PRÍNCIPE
Doce años después del inicio de la serie, Prince Valiant era ya un título que se movía dentro de unos parámetros únicos dentro del mundo de la historieta. Harold Foster conoce y domina perfectamente los resortes de su narración. Ha estilizado su prosa y también ha estilizado su dibujo, prescindiendo de buena parte de los fondos y aceptando por primera vez la colaboración de ayudantes (uno de ellos su propio hijo).
A contracorriente siempre, Foster seguía sintiéndose cómodo con su personaje y con el mundo que rodeaba a su personaje, un mundo que se había ido haciendo más grande, más perfecto, con la inclusión de comparsas memorables y, sobre todo, desde el matrimonio de Valiente con la bella Aleta, que añadió a la épica de las historias la dulzura y la ironía de lo cotidiano (y que, de paso, atrajo al título a multitud de lectoras). Los héroes de los cómics, en su mayoría, no sabían ni supieron prescindir de sus novias eternas, y en esto Foster, como en tantas otras cosas, les sacó ventaja. Doble ventaja, ciertamente, pues ahí está el nacimiento del príncipe Arn y el resto de la prole para demostrar que la historieta podía avanzar en el tiempo y parecerse sin complejos a eso que ahora está tan de moda y que ya existía entonces: la novela.
Vemos aquí, quizá inconscientemente, un par de regresos a los orígenes, o quizás Foster desarrolla más a placer los elementos únicos de su narrativa que antes habían quedado esbozados. Es el caso de la magia y la brujería, cuya aparición siempre liviana en los primeros años de la serie queda aquí ahora al descubierto: los espectrales habitantes del castillo de Illwynde utilizan teatro y máscaras para asustar a sus vecinos y protegerse… un subterfugio que el propio Val ya había empleado con la máscara de piel de pato contra el ogro de Sinstar. También, el emocionante pasaje de la lucha contra los pictos en la muralla de Adriano (y habría que recordar que siempre que viaja al norte Val acaba al borde de la muerte) remite al bellísimo momento del asedio de Andelkrag, el enfrentamiento de la barbarie contra la civilización, la delicadeza de las damas frente a la rudeza de los pictos (o los hunos, en aquel caso), y hasta encuentro personalmente un claro paralelismo entre la viñeta 5 de la plancha 663 con la viñeta 4 de la 124: entre ambas vemos el paso del tiempo, cómo el joven que desafiaba a la muerte desde la serenidad está a punto de sucumbir. A partir de este momento, los rasgos de Val ya no serán los de un muchacho, sino los de un hombre adulto.
Pero lo más importante de estos años es la presentación del joven Geoffrey. Todo caballero necesita un escudero. El príncipe Arn es todavía apenas un bebé, pero sin duda Foster ya imagina cómo será la vida futura de sus personajes cuando el rubio hijo de Valiente y Aleta pueda compartir aventuras con su padre. Geoffrey (o Geoff, o Geff, parece que Foster nunca tiene muy claro cómo llamar al muchacho… hasta que lo resuelve más adelante dando un giro total a su historia) es en cierto modo un recuerdo al Val juvenil, escudero a su vez de Sir Gawain, y un borrador de lo que pueda ser Arn adolescente, como si Foster tuviera prisa y no quisiera esperar doce o quince años a que el hijo de Val y Aleta entre en el periodo de la adolescencia. Valiente y atolondrado, fiel y nervioso, capaz de saltarse a la torera las normas, Geoff acompañará a Val y sus caballeros y sus familiares durante varios años, como si fuera una especie de hijo adoptivo. A través de sus ojos de sidekick admirado veremos muchas veces el descubrimiento de los paisajes y los países, los peligros y las miserias del ser humano, los elementos humorísticos y también, cuando llegue el momento, la tragedia de la impotencia. Geoff es un buen chico con aspiraciones de ser un gran guerrero como es Val, pero el destino le tiene preparada otra grandeza, y Foster, que se encariña con el personaje (hasta el punto de utilizarlo para reparar un desencuentro con su propio hijo) lo hará con el correr de los tiempos parte inextricable de la leyenda del príncipe Valiente. Geoffrey es la excusa para que Foster recicle momentos de la saga de Val mientras aprovecha para viajar y gozar de unas merecidas vacaciones con su esposa, un recurso que los lectores del momento no captan como repetitivo (en tanto las historias que el príncipe narra a los suyos están, en el tiempo editorial, quince años más atrás) y que sirve para ir apuntalando ya el gran juego escénico de la historia “verdadera” del príncipe Valiente y su versión escrita (¡en latín!) para mayor gloria de su leyenda.
Un príncipe Valiente que, atolondrado en ocasiones, perderá al final de este álbum, y durante muchos meses, su look más característico. Y es que hay cosas con las que no se juega… como bien habría sabido de fijarse más en cómo le fue a Oom Fooyat con sus experimentos pseudo-científicos. Nunca hay que tomar el nombre de Merlín en vano.
LOS AZARES DEL VIAJE
El viaje define a los personajes, como define, a veces, a las personas.
El viajero que regresa no es ya el mismo que partió, porque lo que ha vivido y conocido, lo que ha padecido y disfrutado, lo observado y aprendido han hecho de él una persona distinta, más sabia en ocasiones, o más frustrada quizás, más cínica o más vieja.
El viaje compone buena parte de las aventuras de Príncipe Valiente, y la peripecia continua de sus servicios al rey Arturo y la búsqueda caballeresca de la aventura se multiplican desde el momento en que Val y sus acompañantes se convierten en habitantes de tres patrias: Camelot, las Islas de la Bruma, y Thule. La necesaria presencia de Aleta en el Mediterráneo, o de Val en Vikingshölm, o su situación como caballero de la Tabla Redonda del Rey Arturo permiten a Hal Foster alternar los tres escenarios y dar al viaje, ya sea por mar o por tierra, la necesaria presencia para dotar de vida al título y permitirle mostrarnos diferentes paisajes y diferentes culturas.
El viaje, se ha dicho más arriba, modifica al viajero, y si ya el regreso de América, el nacimiento de Arn y el servicio de Tillicum había alterado significativamente el statu quo del joven matrimonio entre la reina griega y el príncipe vikingo, es ahora Arf quien experimenta y sufre en propia carne la dureza de atravesar una Europa convulsa.
Lo terrible del viaje en un tiempo de peligros se acrecienta con la imposibilidad de franquear los pasos y las durísimas condiciones del viaje en invierno. La fatiga, el frío, las huestes de bandidos y soldados desesperados se acrecienta con la necesidad de cumplir la misión encomendada y traslada al lector a lo dificultoso de la empresa cuando Arf sucumbe al frío de las montañas y su vida y sus aspiraciones de convertirse en guerrero cambian para siempre. La narración de la tragedia del muchacho es inusitadamente dura, y sabe suponer que causó una auténtica sorpresa entre los lectores de los años cincuenta, pero no olvidemos en todo caso que la Segunda Guerra Mundial está todavía muy reciente en el recuerdo y que son muchísimos los veteranos que han regresado al hogar lisiados como el joven escudero de Valiente.
Como con otros personajes anteriores y posteriores, Foster nos enseña una lección de humanidad: un lisiado no es menos hombre por serlo, y la salida de eliminar a Arf como escudero de Val (una función, la del joven aprendiz, que pronto recaerá por derecho propio en el Arn pre-adolescente, ahora que su madre tiene a las dos gemelas para entretenerse), le sirve al autor para jugar la pirueta pirandeliana de hacer que el muchacho cambie la espada por la pluma. El amor interviene (un amor adolescente que se recuperará muchos años más tarde), y Arf deja de ser un aprendiz de guerrero para convertirse en historiador y poeta. Y Foster, generoso siempre con sus personajes, le concede el honor de ser, en su ficción, el Cidi Hamete Benengeli de la biografía de Valiente, dándole el cargo de historiador oficial de la leyenda del Príncipe Valiente, cuyos supuestos pergaminos (y aquí vemos cómo funciona una rudimentaria imprenta de cera) son la base sobre la que se cimienta la historieta.
Arf, que había sido utilizado por Foster para ponerse en contacto con su hijo Arthur a través de los periódicos, suplicándole que volviera a casa, vuelve al hogar paternal en la ficción. Conocemos aquí a su padre, un hombre maduro y barbudo, noble y culto, rodeado de libros. No se parece a Foster, pero ocupa quizá el nicho del propio Foster en la historia de su personaje: su frente y su perfil recuerdan a la auto-caricatura donde el autor sostiene en la mano a su personaje.
Sorprende, sobre todo a aquellos que hemos leído de corrido toda la larga saga de Prince Valiant, devorando en un par de años lo que tardó décadas en realizarse, el subterfugio del flashback donde, casi en la voz de Val, repasamos la emocionante historia de la reconquista de Thule y la caída de Aldelkrag. Pero, poniéndonos en el ritmo real de lectura de la serie, estas páginas repetidas se producen casi quince años más tarde que su publicación original. La excusa argumental es perfecta, en cualquier caso: Val relata a Arf y su familia el lance y los lectores conocen así aquella historia o, como mucho, igual que nosotros hoy, la recuerdan. Es un subterfugio que Foster utilizará en alguna ocasión más, y no cabe duda de que, además de su engarce con lo que está contando sobre los personajes, tiene un motivo en el mundo real: cinco o seis semanas que permiten al autor descansar (no olvidemos la edad que tiene aquí ya Foster) viajar por Europa y el cercano oriente (el viaje, siempre) y sin duda documentarse para nuevas historias. Las semanas de repaso narrativo permiten que nuestro autor recupere el tiempo en otras cosas, y es posible que al ponerse al día necesite contar mucho en pocas viñetas, de ahí que la aventura de Boltar y Tillicum en el secuestro del pequeño Arn que cierra este libro esté en ocasiones algo saturada de texto.
¿Se equivoca quizá Foster en algún momento de este álbum? Cuando Val recibe la flecha en el cuello, su atacante justifica que lo ha confundido con el tirano Sigurd Holem. Sin embargo, más adelante vemos que a quien más se parece el tirano es a Rufus Regan, y en cualquier caso el juego de parecidos lo explota Val, siempre teatrero, al usurpar la personalidad bajo disfraz de Jarl Oder.
Foster adopta en estas páginas una tímida defensa del cristianismo frente al paganismo vikingo, reconociendo la importancia para la cultura y el fin de la barbarie del evangelio que el rey Aguar quiere que se predique en el norte. Y sin embargo, casualidad o no, la espectacular plancha donde Val vive la alucinación del arco iris y los dioses paganos se publica la misma semana de Navidad…
DE NOBLES Y VILLANOS
Tanto como un rival al que plantar cara, el protagonista de una historia (no ya solo el héroe) necesita de un comparsa, un acompañante, un reflejo o un opuesto que le de la réplica, le permita lucirse con sus disquisiciones o sus proezas, se convierta en su alumno o incluso su maestro, y que de vez en cuando le de una lección moral que lo convierta en un poco más humano. De esto Miguel de Cervantes o Charles Dickens sabían un rato. También lo supo y lo explotó a placer Harold Foster.
En las andanzas del príncipe Valiente lo hemos visto cruzarse con enemigos (algunos de ellos auténticos canallas tridimensionales llenos de matices) a los que habitualmente despacha para siempre jamás, pero también en su periplo por los tiempos medievales ha encontrado personajes maravillosos, dechados de simpatía o con una historia detrás que no desmerece a la narración del noble príncipe cuya vida y obra estamos siguiendo. No olvidemos a Camorán, el irredento líder de Andelkrag, ni al pícaro Slith, ese personaje que, siendo la antítesis pícara de Val, se convierte en un recuerdo al que Val imitará en historias futuras (en este mismo libro, en la aventura en Cornualles donde Valiente sustituye la espada por la palabra… y la mentira). Destacan sobre todos el fiel Beric, siempre silencioso y noble, como un padre protector a la sombra de su caballero (¿es casual que Foster lo dibuje con cierto parecido a Aguar de Thule?), cuya muerte supone un mazazo tan grande como la de la bella Iléne en los primeros años de la serie.
Los secundarios de lujo son tantos y tan agraciados que hacer una lista de ellos sería labor de titanes: Foster los crea y los descarta cuando su momento de gloria ha pasado y Val se dirige a otra aventura. Y los crea redondos, con matices, cultivándolos no solamente con lo que dicen los textos o expresan los personajes, sino con los dibujos, con sus poses, sus presencias. Foster nunca olvida a un secundario: basta buscarlos en las escenas, en segundo plano, fieles a su personalidad.
En este libro aparece uno de esos grandes secundarios, Alfred, villano por demás en el sentido etimológico, gordinflón, inexperto, bonachón… y capaz de uno de esos momentos de generosidad y entrega, en la escena del faro y la tormenta, que no han sido igualados jamás y siguen poniendo los pelos de punta.
Pero el gran secundario de la serie, gallardo y calavera, es Sir Gawain.
Hijo de reina hada, aunque el detalle pase por alto en la saga, sobrino del rey Arturo y hermanastro a su pesar del traidor Mordred, escocés de isla pero latino de corazón, el jovial Sir Gawain es el personaje que, sin ser familia directa de Valiente, se convierte en la serie en lo más parecido a un padre, primero, a un hermano mayor, más tarde, y en ocasiones incluso a un atolondrado hermano pequeño.
Llama la atención en Sir Gawain la riqueza de sus matices, que no sólo no resultan contrapuestos sino que crean un personaje de pies a cabeza, con sus contradicciones y sus grandes momentos de lucimiento. Caballero noble al principio, blanco de brujas rijosas (en la leyenda, su propia tía), secuestrado o herido para dar oportunidad de lucimiento a su escudero con ínfulas de caballero andante, Sir Gawain encarna el sentimiento (recordemos cómo cubre con su capa a un Val desesperado ante el matrimonio de Ilene) mientras que la razón y los consejos sabios pertenecen a Lancelot.
Es a partir de la aventura contra los hunos cuando, formando trinca con Val y Tristán, Gawain empieza a convertirse en contrapunto cómico. Noble, sí. Mujeriego, también. Pero capaz de momentos de ridículo que, en cualquier otro personaje, parecerían indignos: recordemos el incidente con los jugadores de dados y la escandalosa mala aventura con el barreño. Pero, ah, no nos descuidemos: Gawain es un caballero de la Tabla Redonda. Puede ser gallardo y calavera, como el Errol Flynn en quien parece en ocasiones inspirarse, pero tras su sonrisa y su pose hay un guerrero letal.
Gawain puede dejarse llevar por la molicie y el alcohol, abandonar a Val y su misión porque le divierten más los cantos de sirena de los nobles echados a perder, pero se redimirá justo a tiempo de salvar a su amigo de la tortura y la muerte. Ese es el juego del personaje, la eterna pulsión del lado oscuro, una psique que se adivina torturada y que, en el futuro de la serie, llevará a enfrentamiento directo con el otro gran caballero, Lancelot, tan pecador como él bajo la apariencia de un santo.
En los dos años que abarca este volumen, quizá por influencia de la película dedicada al Príncipe Valiente y el protagonismo de Sterling Hayden, que lo encarnó en la pantalla, Gawain tiene sus principales momentos de gloria. Lo vemos visitar Thule, recorrer el Mediterráneo y peregrinar a Tierra Santa, y enfrentarse a los hombres del desierto sin perder la sonrisa, encandilar con sus tirabuzones a la hermosa hija del caíd bandido, sufrir los amores juveniles de una chica feminista adelantada a su tiempo y, sobre todo, dar muestra de su valía como guerrero (hombre de hierro lo llama el texto) en dos duelos con los que asegura, ante un difícil pero honrado enemigo y ante un pisaverde con ínfulas de gloria, la estabilidad del pequeño reino de Aleta.
Tiempo tendrán Gawain y Val para salvarse y rescatarse mutuamente en el futuro. No sabemos, eso sí, si el jovial caballero vestido de verde, en desquite, llamó alguna vez “Sir Valiente” a algún perro de caza inquieto y ladrador. No me extrañaría nada, desde luego.
UN CAMINO DE IDA Y VUELTA
La perfección formal de las viñetas de Hal Foster en su Príncipe Valiente no fue óbice, sino más bien acicate, para impulsar el desarrollo y la constante evolución de la serie. En el periodo 1955-1956 que cubre este libro, a prácticamente veinte años de la creación de la tira, el autor ya ha establecido los parámetros sobre los que vertebrar su relato: un día acción, otro la familia. Y, más allá de eso, el viaje que siempre ha sido la marca natural de las aventuras de Val y compañía se estructura en tres puntos establecidos, lo que permite que las historias alternen y, distanciadas en el tiempo por la publicación semanal de una sola página, no parezcan repetitivas: aventuras en Camelot, en Thule y en las Islas de la Bruma, con escarceos secundarios en misiones a Irlanda, batallas contra vikingos díscolos o excursiones por Tierra Santa.
Quizá consciente de ello, Foster evita en este periodo el viaje por mar o por el corazón de Europa, que los personajes ya han realizado con diversos reveses de fortuna antes, y echando mano a la información sobre la cultura vikinga que empieza a asomar cada vez más en la serie (Val se vuelve “bersekr”), relata lo que hemos traducido por “la gran ruta por tierra”, el titánico esfuerzo por remontar los ríos del este europeo hasta el norte cargando con los barcos allá donde no hay cauces de agua. Es, quizás, el viaje más arduo que jamás realizaran Valiente y los suyos, incluso más terrible que su periplo hacia América, y el autor lo relata con la habitual minuciosidad, explorando el territorio y comunicando la dilación en el tiempo y el esfuerzo que supone ese azaroso regreso a casa. No deja de resultar sorprendente que sea ahora Katwin, la doncella de Aleta, presencia secundaria en la serie desde prácticamente su aparición, quien se revele también como mujer aguerrida capaz de prestar su sabiduría a Val y su rubia reina y ayudarles a aprestar los barcos que necesitarán para el regreso al lejano norte y de indicarles cuál es el camino que tendrán que seguir para hacerlo, pese a los contratiempos y las tribus de nativos que verán en ellos invasores de su territorio y, al mismo tiempo, jugosa promesa de botín.
Han pasado casi veinte años desde el inicio de la serie y vemos a Val más falible que nunca: no sólo porque dispare una flecha de manera imposible (página 942, viñeta 6), sino porque lo vemos herido y vuelto a herir, renco, debilitado, pasajero de segunda en su propia serie, un héroe desvalido que recurre a contar su pasado a sus hijos, subterfugio que permite a Foster ganar unas semanas de tiempo (dedicadas, según parece, a viajar por los escenarios futuros de sus personajes), y quizá recordar a los públicos que aún acudían a ver la película de Henry Hattaway cómo fueron en realidad los primeros años de Valiente. Es un truco narrativo que Foster utilizará en alguna ocasión más en el futuro, durante un par de meses a lo sumo, lo que le permitirá documentarse in situ o descansar del extenuante trabajo semanal al que dedicó su vida. Sorprende comprobar cómo la estética de serie y personaje, a veinte años de distancia, comparando el flash back y la acción contemporánea, apenas ha cambiado desde 1937 a la fecha en que fueron dibujados las páginas de las aventuras en curso, una nueva prueba de cómo el autor partió ya entonces de una perfección formal de la que no se separaría nunca.
Pero es quizás, a partir de ahora, cuando Foster se sabe mayor y, con él, su personaje es consciente de que ya no es un jovencito ambicioso con deseos de ser armado caballero.
Asoma por tanto la posibilidad del relevo: el príncipe Arn deja de ser un niño y empieza a transitar el camino de la adolescencia. Es el joven aguilucho que despliega con gallardía sus alas, abandonando el nido, y una vez más la maestría de Foster el narrador, ese que hace biografía de tantas de nuestras vidas, nos cuenta la desazón de los padres, el silencio y el vacío. Pocas viñetas son más hermosas, en la historia de la serie (y en la historia de los cómics) que esa panorámica de la página 1007 donde Val y Aleta ven a su hijo alejarse en la barca que lo lleva a su futuro.
Nunca reconoció Foster a Dickens entre sus influencias, pero en los criados patosos y de buen corazón parecen encontrarse ecos del Club Pickwick. Hay una clara simpatía del autor hacia estos personajes desmañados, metepatas y cobardes: sin ellos, lo vemos siempre, ni Val ni Gawain podrían correr sus aventuras. Les sirven de cocineros o de espías, les sanan las heridas y a la vez los desconciertan. Son objeto de chanza y desespero pero los caballeros bien saben que no pueden vivir sin ellos. Val, que nunca ha olvidado sus orígenes humildes, conecta rápidamente con las clases populares, y los mira no sólo desde el respeto, sino desde la admiración, y es de suponer que también Gawain comprende que debe mucho de lo que es a la presencia y las torpezas de Pierre y Jax, los dos criados que le han tocado en suerte, nobles también a su modo, una versión cómica de la amistad que él mismo y Val comparte.
La trágica historia de Alfred y el desprendido sacrificio que hace en las últimas páginas de este libro es, para mí, el momento más heroico y más hermoso de todos cuantos contó Harold Foster.
POR EL HONOR DE LA ESPADA
Los lectores de Príncipe Valiente atesoramos el goce de aquellos momentos épicos, líricos, dramáticos, poéticos o incluso humorísticos que su autor, Harold Foster, nos regaló a lo largo de sus más de tres décadas al frente de la saga: la sorpresiva muerte de la gentil Ilene, la lucha contra su propia mortalidad en la Cueva del Tiempo, el secuestro y cortejo de Aleta, el viaje a América, el traspiés que hace que un arrebato de vanidad acabe con él en la fuente o los perdurables efectos de la explosión que lo deja sin su peinado característico y el pelo chamuscado durante muchas semanas.
Nos encontramos en este libro con dos de esos momentos especiales de la saga. Y los dos, curiosamente, se basan en una crisis de fe del personaje. Por un lado, el abochornado regreso a Camelot tras su incursión en Cornualles asumiendo la falsa personalidad de Sir Quintus, cuando se cree deshonrado tras hacer su juramento de servicio a un nuevo rey loco cuyas mazmorras y torturas quizá remiten a los campos de concentración de Adolf Hitler, y sin duda el impactante momento de epifanía en que, horrorizado por su arrebato de salvajismo y su sed de vengar al joven escudero torturado, arroja al mar la “espada que canta” (un momento que he creído ver homenajeado, por cierto, en la película de Ridley Scott, Éxodo: Dioses y reyes). La primera de estas dos crisis de espiritualidad se resuelve de una manera que los lectores contemporáneos podemos encontrar absurda y poética, en tanto el concepto del honor que mantiene en pie a la Tabla Redonda del Rey Arturo nos resulta ya lejano: pero cómo emocionan los ojos velados de Val cuando acepta convertirse en garante de una fracción del honor de sus amigos caballeros. El otro ejemplo funciona, quizá, a la inversa: es el lector de hoy el que se proyecta en Val y la matanza que realiza, abjurando como él del horror que siembra la “espada que canta”, pero es de nuevo la vida cotidiana de esa Edad Media en la que vive el personaje la que lo lleva de nuevo a su oficio y su misión, y a nosotros a comprender con él que eran tiempos distintos con valores diferentes. Sabio siempre, Foster elude mostrar la segunda escabechina que un redimido Val lleva a cabo cuando recupera, junto a su espada, su cota de mallas, su blasón y su casco. No son los únicos momentos que ponen un nudo en la garganta, a la espera de la prodigiosa escena en el desierto entre el pícaro griego y la tártara vagabunda que nos espera en el futuro: no puede olvidarse la escena del descubrimiento del joven aprendiz de caballero muerto en el potro y el detalle del pañuelo de aleta aún ondeando en su cuello, ni la serena locura del patricio romano que espera inútilmente un regreso a la grandeza.
Los personajes de los cómics, incluso antes de la aparición de los superhéroes, se definían como iconos, buscando ser reconocidos a primera ojeada: así, los lectores sabían, aunque no conocieran sus aventuras, quién era Popeye por su atuendo de marinero, su ojo tuerto y su pipa, que el detective de la sempiterna gabardina amarilla era el sabueso Dick Tracy, o que el héroe rubio de los pantalones de caballería era Flash Gordon. Nuestro Valiente, si acaso, se identificaba por su corte de pelo medieval (no era un capricho, sino una necesidad medieval para poder encajar bien el casco), y el blasón del caballo rojo en su pecho: durante dos décadas largas lo hemos visto cambiar de atuendo según requiriese la ocasión.
Es una paradoja, por tanto, que justo cuando Foster juega una vez más a alterar la fisonomía y el reconocimiento inmediato de Val, rapándolo y dejándole barba para disfrazarlo durante semanas de Sir Quintus, sea cuando introduzca inmediatamente después al gran caballo de guerra, Arvak, que acompañaría a partir de entonces al personaje. Veinte años largos tras el inicio de la serie y por fin el icono se completa: Val montará al caballo que simboliza su propio blasón y su estampa será ya la definitiva: aunque todavía vaya a disfrazarse en el futuro, no cambiará el aspecto de su vestimenta. O quizás es que, a la vejez viruelas, Val deje de preocuparse por la moda, que es como todos sabemos una de las debilidades de Aleta.
Foster ya es un hombre que supera la sesentena en estos años, pero su pulso narrativo sigue siendo envidiable. Ha aprendido, sobre todo, a manejar las emociones y a impresionar a sus lectores, y sigue explorando y estudiando el medievo e incorporándolo a su saga. Nunca como en estos años se advierte mejor aquel axioma con el que definió su trabajo en la serie: una semana la familia, a la siguiente la guerra de nuevo. Las aventuras de Val y su prole (quizá porque es la época en que Arthur, el hijo de Foster, está a punto de terminar su difícil colaboración con su padre en la tira, Arn empieza a adquirir más protagonismo, como si Foster se decidiera por el hijo de su hijo de ficción, al tiempo que ya se aboceta la personalidad de las gemelas) se diversifican y alternan los momentos de humor con los de dramatismo (Aleta que espera y se preocupa por el destino de Val, Aleta que cuenta con la complicidad y la ironía del narrador para dejar en evidencia a su esposo, Aleta que consigue romper el hielo de una sensual reina Ginebra).
Quizá de estas historias surge el Cuarto Mundo de Jack Kirby y el intercambio de hijos entre Thule y las Tierras Interiores inspire el de Apokolips y Nueva Génesis: no olvidemos que el rey Kirby era un gran fan del emperador Foster y que, aparte del claro homenaje de Etrigan al Val adolescente que se disfraza con la máscara de ganso, los Tres Guerreros de Asgard, Frandal, Hogun y Volstaag, remiten a Gwain, Tristán, y Boltar, mientras que Odín recuerda en su físico al mismísimo Arturo.
Quizá también, del trote ridículo del caballo Flor de Mayo surge la divertida escena de Lee Marvin apoyado borracho (en una montura también ebria) en la película La ingenua explosiva (Cat Ballou, 1965)
¿Estuvo Foster estudiando la épica española en estos tiempos? Las escenas en que Sir Quintus y Alfred cabalgan por los yermos páramos de Cornualles remiten a Don Quijote y Sancho, y hasta el estilo de entintado recuerda a las ilustraciones de Gustavo Doré. Al final del libro, curiosamente, Val adquiere una nueva personalidad trovadoresca: elige el nombre de Cid… cuando acaba de conocer a un joven petimetre llamado Ruy.
AL SERVICIO DE SU MAJESTAD BRITÁNICA
Los años cincuenta que en este ejemplar se despiden habían sido una década de asentamiento para los Estados Unidos y buena parte del mundo occidental que de ellos dependían. Una guerra mundial ganada, un nuevo mapa geopolítico, unos veteranos que habían vuelto del frente un tanto cansados del exotismo y la popularización de nuevos héroes más apegados a lo normal, quizá por el mismo hartazgo de la aventura cuya falsedad habían comprobado en carnes o porque el formato televisivo que se imponía ya en los hogares norteamericanos no daba para muchos sobresaltos por su perpetuo problema de presupuesto.
En la historieta se fueron afianzando personajes cotidianos, mucho más cercanos al lector (siendo Peanuts el máximo exponente de su momento; cito a Peanuts porque Hal Foster ya expresó su fascinación por este título y el minimalismo de su propuesta artística y narrativa), héroes más desaforados (como The Phantom o Flash Gordon) se hicieron más realistas y hasta autoparódicos; la ciencia ficción y el terror tuvieron la zancadilla de la caza de brujas y se puso de moda el policíaco.
Todo eso estaba a punto de saltar cuando llegara la nueva década, la prodigiosa, los años sesenta, cuando los comic-books de colorines trajeran a los superhéroes y al pop al primer plano. Pero antes, en estos mismos años cincuenta, previo paso al cine que lo haría popular, un personaje que se convertiría en icono ya había empezado a socavar la moral bien pensante. Le debía muchísimo a los cómics (ahí tienen ustedes el paralelismo con nombres, personajes estambróticos y situaciones al límite de Johnny Hazard o las cínicas réplicas de El Hombre Enmascarado), aunque ya no se le reconozca, y nos mostró a un agente secreto amoral y misógino con licencia para matar y beber a cascoporro. Dicen que Kennedy tenía sus libros en la mesilla de noche.
Puede que también Harold Foster leyera las novelas de James Bond, el agente británico de Ian Fleming, como hacía casi todo el mundo en estos tiempos. Porque su personaje, el Príncipe Valiente, mil quinientos años antes, allá en la misma Gran Bretaña, se convierte en estos años finales de la década en el chico para todo del rey Arturo: en su mano derecha, su agente encubierto, su explorador, su general. Se le encargan todo tipo de misiones y Val las resuelve (o no) con su habitual descaro y su buena suerte. La aventura ya no le sale al paso: él mismo va a buscarla porque se lo ordenan desde arriba. Val (y Gawain en menor medida) se han convertido en funcionarios.
Foster juega con cierto distanciamiento formal en esta etapa; une el descreimiento con el humor, la aventura bélica con el horror. Si Valiente, disfrazado de Cid, es capaz de engañar a un señor feudal que mantiene prisionero a su amigo Gawain, es éste quien sigue tomándose la vida a risa y se dedica a seducir y estafar y hasta a partirse la cabeza contra escuderos y leñadores en un torneo de segunda categoría. Foster, aquí, una vez más, y en varias ocasiones en estos años, toma partido por los desheredados de la tierra: los criados de Gawain, los forajidos perseguidos y mutilados por capricho de un señor feudal tan convencido de su superioridad que ni siquiera tiene resquemores morales por su conducta. El descreimiento de Foster lo lleva a trazar una historia de amor que podría haber sido romántica y apasionada como si una comedia de Clark Gable y Claudette Colbert se tratara: no hay nada menos romántico que una parejita perdida en los caminos, empapada por la lluvia y sucia por el barro. Foster se ríe del amor y nos hace reír del romanticismo con esa historia tragicómica tan de novela caballeresca, el noble que se hace pasar por villano por conquistar a una dama a la que ha sido prometido y no conoce. El contraste del idealizado amor y la dureza y el frío de los caminos suponen uno de los momentos más llamativos de los treinta y tres años de existencia que tiene ya a estas alturas la serie, como si la ordalía del desmemoriado Valiente y su periplo por el desierto con la secuestrada Aleta hubieran quedado ya en el olvido de otros tiempos.
Pero la tragedia espera al héroe a la vuelta a Camelot. Una riña tonta entre Val y Aleta provoca que nuestro caballero haga algo que hoy nos parece aterrador: azotar a su esposa. Y este acto, contado en principio con despegue y naturalidad, sin que Foster parezca condenarlo en un principio, acaba convirtiéndose en un terrible detonante que va a afectar no sólo al matrimonio protagonista, sino a la cordura de nuestro príncipe. Es, lo decimos desde el hoy sin justificarlo, el reflejo de otros tiempos, donde no había héroe de los cómics o rudo varón del cine que no “pusiera en su sitio” a una mujer propinándole una azotaina contra sus rodillas. Fue, en abundantes ocasiones, aunque no aquí, un recurso humorístico para hombres. Por suerte, Foster es más inteligente y no se para en la anécdota, sino que explora sus consecuencias.
Nuevamente, arrepentido y confuso por su acto, Val tiene un ramalazo bersekr que da miedo y a punto está de acabar con su vida. Es el pago a su terrible pecado y su salud depende del perdón de su esposa. Aleta se convierte una vez más en dama angelicata que acude a salvar a su amado y a sí misma. Nos suena esta historia: un punto de ruptura similar se resolvió años atrás con el nacimiento de Arn meses más tarde.
A los momentos íntimos, a las estrategias de batallas e ingenio, se suma un momento triste y hermoso, de esos que se clavan para siempre en el recuerdo, cuando Arn, en su periplo de la infancia a la edad adulta, se enfrenta a la terrible verdad de la vida cuando, aprendiz de guerrero a fin de cuentas, tiene que matar por primera vez a un hombre.
Y, siguiendo el ciclo establecido de la Tabla Redonda, en una nueva misión de Arturo, Val emprende la búsqueda del Santo Grial… o más bien la prueba detectivesca de su existencia o su falsedad. La solución al enigma que nos da Foster no deja de ser inaudita. Y es que el veterano autor sabe bien que entre el hecho y la leyenda tiene siempre más peso la leyenda, sobre todo si va a acompañada de un ideal de mejora.
Foster ahora juega otra vez la carta de Hulta, cuando ocultó el físico del mensajero en la guerra contra los hunos, basando su maestría narrativa solamente en los dibujos y sin incidir en los textos, pues hacerlo sería revelar una sorpresa cuyo resultado veremos en nuestro próximo número. También decide no contar lo que está pasando en los textos, pero las viñetas son harto elocuentes y en sus poses Aleta cubre con capas y gasas, en toda la última parte de este libro, su cuerpo. Un gran secreto que, a la postre, resolverá el dilema de Arn y las casas reales de Thule y las islas de la Bruma.
UN CÓMIC COMO NUNCA HA HABIDO
A menudo me preguntan qué tiene Príncipe Valiente que lo haga tan atractivo para su legión de seguidores (y, acaso, tan denostado por quienes se empecinan en considerar que no es un cómic, como si el término y lo que el medio abarca pudiera simplificarse a una sola manera de abordar sus recursos y no a multitud de ellos; como si hubiera alguien en todo el mundo, a lo largo de los ciento y pico de años que tiene la historieta que pudiera ser capaz de dar una definición, una guía, un santo y seña, un canon de creación… o, si lo hay, como si fuera creíble que ese canon de creación, ese santo y seña, esa guía, esa definición fuera lo que ellos y solo ellos quieren y dictan, lo que a ellos les gusta; fin de la digresión, gracias). La respuesta no es fácil, o es quizás la respuesta más fácil de todas: Príncipe Valiente no es un cómic como los demás cómics. Porque es un cómic que, desde casi su inicio en 1937 y hasta que su creador Harold Foster lleva las riendas de la narración de sus historias, ha sabido reflejar como ningún otro en su largo periplo, y como muy pocos desde entonces y hasta ahora, eso tan ubicuo, terrible y maravilloso: la experiencia de la vida.
Lo hemos dicho mil veces, pero conviene recordarlo una vez más: Foster es al mismo tiempo un grandísimo dibujante y un grandísimo escritor. Se decide por una forma de contar la saga de su personaje (que es su saga personal, sin duda, nuestra propia saga) y es fiel a esa decisión durante décadas: si su alumno, rival y colega Alex Raymond, por poner un caso, esteta inquieto donde los haya, cambia continuamente de estilo y de forma de narración, usando textos al pie o bocadillos según le plazca o lo necesite la velocidad de la historia, evolucionando en su dibujo y sin pararse quieto ni un momento (y ahí tienen ustedes las tiras diarias de su obra maestra, Rip Kirby, donde con un ojo puesto a su propia historia artística y con el otro en la forma de narrar de Milton Caniff, usa abundantes estilos de sombreado de tira en tira o incluso de viñeta en viñeta, acercándose a sus caprichos estéticos… y dificultando enormemente la posibilidad de reproducir su arte con todos sus matices).
Foster es un observador de la realidad, y esa realidad que crea a su vez se compone de momentos culminantes en los tres estratos en los que vertebra sus historias: lo épico, lo doméstico, lo humorístico. Y, siempre permeando los tres estratos, la poesía inherente, el paso del tiempo, el camino como empuje vital que mueve a unos personajes que viven impulsados por los muchos deberes a los que se deben.
En este libro que nos ocupa, los tiempos de las grandes gestas, aplacado el ardor juvenil de Val, y con Arn todavía en la recámara (pero Foster, ay, no volvería a ser joven) se solapan con los momentos de grandes viajes y grandes misiones a lo largo de Europa, el próximo Oriente y el Mediterráneo a la espera del futuro regreso de Arn a la tierra donde nació, quizá el último gran esfuerzo épico del maestro. Las aventuras de Valiente nunca tuvieron un principio y un final claro: se continúan semana a semana, engarzándose a la perfección, ocupando siempre el tiempo que su autor quiere. Y es en ese periplo de semana en semana por mares y desiertos donde Val y sus acompañantes se encuentran, como bien se observa en este nuevo volumen, con la posibilidad de cruzar su historia con otras historias, salpicando la crónica de compañeros de viaje. En el cruce con los personajes que dan vida a la tira durante semanas Foster pasa de la novela-río al relato breve incrustado dentro del opus magnum.
Y qué vida tienen esos personajes, qué asombrosa la capacidad del autor para llenarlos de matices con apenas un par de pinceladas: el despertar al sexo de Diana (un atisbo del que Foster se vale para contar-sin-contar cuál puede haber sido su destino una vez secuestrada y vendida como esclava); la niña ciega que vive engañada en un cuento de hadas; el guerrero harto de guerras que no sabe que busca la paz; el maestro artesano que da suelta a su fantasía desbordante tallando monstruos de escayola, como si Foster reconociera que el cristianismo medieval se enfrenta al oscurantismo y lo potencia al mismo tiempo como arma; el despreocupado aristócrata que, pese a su inutilidad como gobernante, pasa a la pequeña historia de su tierra; la crítica al engaño religioso de un predicador bienintencionado… y siempre respetando al que es de raza o creencias diferentes. Cada uno de estos personajes entra en escena, comparte pan y viaje, aventura y peligros, y desaparece en la bruma del recuerdo. Dos de ellos, en uno de los momentos más desconcertantes y hermosos de la serie, de manera literal.
Foster se vale una vez más del formato que ha elegido para narrar su historia y sabe que cada semana de relato puede equivaler a un momento, si le place, o a muchos meses, si es necesario. Así vemos la narración en paralelo del viaje comercial de Val y Arn hacia Tierra Santa y más allá y el exilio de la bella mongola hacia el oeste: sabemos que se cruzarán en algún momento, pero Foster retrasa la acción a su gusto, reforzando cada escena, creando personajes nuevos en cada uno de los caminos, desechando por la propia característica de la historia todos los que Taloon encuentra, y centrándose en el joven griego Nicilos y el joven árabe Ohmed en el viaje de Val y su hijo. Nunca se cuenta qué ha hecho que sea expulsada de su tribu, pero el tono de la serie es lo bastante adulto como para que podamos imaginar que no sea ninguna tontería. Sola en un mundo de hombres duros que la desprecian y la humillan, no es extraño que Taloon venga a fijarse en Valiente, ni que los celos a tres desencadenen esa tragedia que Foster, con su sabia manera de colocar los encuadres, ni siquiera relata en directo. Y, por si fuera poco, arrepentido el pícaro Nicilos (una especie de Slith sin alma), ese encuentro en el paso entre montañas y ese final en suspenso que, lejos de dejar al lector chafado, revalida el peso de la narración. Sólo los más grandes son capaces de crear personajes tan vivos y desecharlos a las pocas semanas. Pero es que Foster, lo sabemos desde hace ya décadas, está reflejando la vida a la manera de las grandes novelas de todos los tiempos, y quizá por eso su estatura como autor ha tenido pocos epígonos en el mundo de la historieta, porque a Foster, quién sabe, sólo se le puede homenajear desde la literatura.
LA MELANCOLÍA DEL VIEJO GUERRERO
Quizás porque uno se conoce al dedillo la saga de Valiente y sabe lo que nos espera en el devenir de la serie durante los pocos años que restan para que Harold Foster pase el testigo a John Cullen Murphy, se me antoja que estas historias van acompañadas de una indisoluble sensación de melancolía. La épica apasionada de años anteriores va convirtiéndose poco a poco en la contemplación del paso del tiempo, la merma de las fuerzas y la llegada de una nueva generación de caballeros. Camelot se nos muestra por primera vez no como un lugar de ensueño, sino como un castillo un tanto anquilosado, ciego en su propia placidez y sus estructuras de poder, convencido de que el reino de felicidad y armonía que Arturo Pendragon ha instaurado será eterno y satisface a todos sus habitantes. Aquella hermosa escena de la no menos hermosa película Camelot (Joshua Logan, 1967), cuando los habitantes de una de las ciudades entregan al rey las llaves de sus casas “porque ya no son necesarias”. Pero esa arcadia feliz de caballeros desprendidos y damas maravillosas que juegan a casar a sus pupilas es, y aquí lo vemos perfectamente, un hervidero de envidias y descontentos donde la llama de la disensión es avivada por la ambición de Mordred.
Nunca sabremos si alguna vez Harold Foster planeó ser fiel a la leyenda artúrica y contar el final de la orden Tabla Redonda, pero las semillas de la discordia aparecen en este libro como nunca se han mostrado antes, cuando el taimado Sir Mordred inicia un nuevo asalto contra el status quo del reino de su padre (aunque nunca es reconocido como tal en esta versión de la leyenda), y reutiliza el viejo plan de infidelidades que ya desbarató en su día Aleta. No deja de ser curioso que el jardín de la mencionada película sea tan parecido al que en estas historias de Prince Valiant sirve para poner en evidencia los planes de defenestración del rey bueno que, a la postre, causarían como todos sabemos la caída final de la hermandad y el principio de su leyenda eterna.
La enemistad entre Gawain y Lancelot se ha superado, pero ahí está la idea por germinar del conflicto interno del valeroso Gawain, su contradicción entre la fidelidad a su clan familiar y el honor de su rey. Es, por cierto, la única vez en la larga historia de la serie en que se apunta que Gawain, en momentos de tensión nerviosa, revierte a su acento escocés, por desgracia inaudible e intraducible para los lectores españoles.
Estamos ya en la década prodigiosa, cuando un nuevo ideal de Camelot empezaba a asomar en América, para ser destruido estrepitosamente con el asesinado de JFK y el conflicto de Vietnam. Era una América nueva, y quizá Foster es consciente de ello y lo refleja a su modo en estas páginas, sabiendo que el mundo pertenecía a los jóvenes y eran los jóvenes los que querían hacer oír su voz y ocupar su protagonismo.
Val no está cansado, y el grafismo de Foster, pese a la edad que ya tenía en estos años, tampoco. Cierto que el fragor épico de décadas anteriores flojea un tanto, y que las guerras que se cuentan en este libro parecen contadas un tanto de lejos, confiando en los ejércitos enfrentados más que en las peripecias particulares del príncipe: la batalla de la colina de Badon contra los sajones de Hengist, paralela a la batalla en los pantanos donde Val ayudó a la derrota de Horsa y fue nombrado caballero, recuerda aquellos momentos, pero la “cámara” de Foster narra esta guerra casi desde lejos. La impresión que comunica la lectura de esta época de la serie es que, una vez más, el paso del tiempo es inmisericorde y que unos llegan y otros se marchan. Arn va dejando poco a poco de ser un niño y empieza a acumular protagonismo en las historias. Ya no es, como dice uno de los textos, un aguilucho, sino que empieza a desarrollar sus propias alas de águila.
Es ley de vida. El relevo, siquiera durante un tiempo, cuando el propio autor quizá empieza a plantearse que su personaje (o sus personajes) le sobrevivirán: en apenas siete años, como es sabido, Foster entregaría los lápices a John Cullen Murphy, aunque permanecería haciendo bocetos y controlando el destino de la serie hasta 1980. Quizá esa es la idea, luego nunca llevada a cabo del todo, porque Prince Valiant se había convertido ya en una serie coral, de hacer de Arn en el centro del viaje iniciático por la vida que su padre ya había realizado, como sucederá a menudo en el futuro, pese a que Arn no es su padre y su función en la serie, una vez dejada atrás el paso por la niñez, no llegue a hacerse el hueco en el corazón de los lectores que sin duda logró, desde el principio, su padre. Arn es mucho más serio que Val: ha heredado la intrepidez y el ingenio, pero tiene la cabeza más puesta sobre los hombros que él: es nieto de Aguar y, sobre todo, es hijo de Aleta.
Aguerrido y todavía ingenuo, Arn está empeñado en seguir los pasos de su padre y no defraudarlo. Y, lo veremos en el próximo número, de cumplir la promesa de su madre en el gran aliento épico que marcaría el último tramo de la serie.
El aguilucho ya tiene alas. Y lo demostrará viajando a su cuna, América.
EL HONOR DE UNA PROMESA
Harold Foster se maravilló más de una vez de su longevidad. Más asombroso es, todavía, que durante tantos años supiera mantener el pulso narrativo y su calidad como dibujante. En un medio donde, al menos hoy, los artistas se queman en apenas un lustro, el ejemplo de supervivencia autoral de creador y título reivindica una vez más lo serio y coherente de su propuesta. Que hoy, más de ochenta años después de su creación, aún se publique Prince Valiant en los periódicos dominicales, cuando otros personajes y otros autores han sido devorados por el paso inmisericorde del tiempo, y aunque este Príncipe Valiente de hoy se enfrente al reto imposible de mirarse en su pasado, indica una vez más que el título siempre fue algo distinto, un cómic de autor al que luego se han acercado otros autores.
Foster, con todo, debió ser consciente que los mejores años de la tira, como los mejores años de su vida, ya habían quedado atrás. Y, consciente de que uno de los grandes hallazgos de la serie era el paso del tiempo y su efecto sobre los personajes, parece que intenta cerrar círculos y cumplir ciclos. Aunque en el mundo real habían pasado más de los catorce años que el príncipe Arn tiene al principio de este libro, la historia se vuelve a uno de sus momentos mágicos y míticos: el viaje a América donde el muchacho nació y donde Foster entregó el momento lírico más bello de su larga serie. Sin embargo, no se trata de un “remake” de aquella otra historia (aunque Foster, quizá cansado, quizá buscando la rima narrativa, repita alguna que otra viñeta con los indios observando desde el bosque o corriendo a comunicar la llegada de los hombres blancos), sino de completar un argumento que posiblemente incluso los lectores habían olvidado ya: Arn (y Foster con él) se disponen a cumplir aquella promesa de Aleta de que su hijo volvería al lugar donde vino al mundo y lideraría a los pueblos indios a la grandeza.
La serie asoma, brevemente, a la ucronía. Sabemos que los vikingos llegaron (más tarde en la historia) a Groenlandia y quizás a las costas de América, pero lo que Arn y su expedición pretenden se acerca peligrosamente a una realidad alternativa donde el reino de Thule entabla relaciones comerciales con la gran nación algonquina. Con su habilidad maestría, y aprovechando el lapso narrativo que permite la narración semanal, ese peligro pronto se olvida. Foster, en todo caso, juega a no jugar con lo ya narrado diecinueve años atrás, sino que relata la aventura de Arn, Gundar Harl, Tillicum y Hatha como una exploración en toda regla. Si la llegada primera de Val y Aleta a las tierras limítrofes entre Canadá y Estados Unidos tuvo como detonante el secuestro y la persecución, ahora Foster nos narra el viaje tal como podría haberse producido en aquellos tiempos sin brújula ni astrolabio, deteniéndose en los problemas de abastecimiento de agua y víveres, el peligro de los icebergs, el avistamiento de nuevas tierras y, por fin, la búsqueda de la cuna de Arn. La épica de la aventura se sustituye por la épica del descubrimiento, y ese descubrimiento se cierra también cuando, a la vuelta, encuentran la corriente del Golfo.
Se nota que Foster se halla a sus anchas en estos paisajes. Nadie, en la historia del cómic, ha dibujado mejor a las tribus indias, pero el retrato de los tipos humanos va más allá. Estamos en 1965-1966, y Foster es ya un anciano. Su obra no ha sufrido la deriva ideológica de otros miembros de su generación como Al Capp o Milton Caniff. Sorprende el respeto con el que se muestran a los indios y, especialmente, la defensa de la naturaleza y el respeto al medio ambiente que destilan estas páginas: el asombro de Arn ante los modos de vida de los indios y su relación con el bosque y el río sorprende incluso cincuenta años más tarde. Pero Foster, perro viejo, genio en todos los aspectos, no se ciñe a contar la historia de unos buenos salvajes que viven en armónica sintonía con la naturaleza. Fiel al concepto de “la batalla una semana, la familia la siguiente”, es capaz de mostrar ese retrato ideal del hombre fusionado con su entorno natural y, un par de páginas más tarde, mostrar a ese mismo hombre salvaje matando, torturando y esclavizando a sus semejantes.
¿Estaba preparando Foster el reemplazo de Val por su hijo Arn? Así parece. Durante el largo periodo de la serie en que la historia se centra en Arn y sus acompañantes no se echa en falta a Val. Luego, tras la vuelta a casa y el inevitable regreso a Camelot, se recurre una vez más a Mordred y sus aviesos planes contra el rey Arturo. Todos sabemos cómo terminó la utopía de Camelot, aunque Foster no pudiera contarla nunca. Las pistas, sin embargo, están ahí. No olvidemos que, a partir de los libros de T.H. White (The Once and Future King y sus continuaciones, 1938-1940) se llevó al teatro una exitosa versión musical, rebautizada Camelot, y que un año después de estos cómics Joshua Logan haría la versión cinematográfica. Foster debió conocer los libros (ahí están Hugh el Zorro o la enemistad luego resuelta entre Gawain y Lancelot para atestiguarlo), posiblemente también el musical, y no me cabe duda de que vería la película: el incidente del jardín donde quedan encerrados Aleta y Lancelot tiene su paralelismo en la historia de White. Mordred, siempre en un plano muy remoto durante buena parte de la serie, adquiere en los años sesenta el papel de malo recurrente.
Y, atención al detalle: hasta estos momentos siempre había sido sobrino de Arturo, no su hijo ilegítimo, fruto del pecado. Es en las páginas finales de este libro cuando Foster, por fin, hace mención al misterio de la relación entre el noble rey y su némesis.
EL OCASO DEL DIOS PADRE
Dicen los sabios que las obras de arte no se terminan, sino que se abandonan. Esto, que se cumple con la pintura, o la escultura, o la literatura misma, tiene una aplicación más difícil en el mundo de la historieta, donde hemos visto cómo los autores se marchan o fallecen y sus personajes (sí, su obra) los sobrevive. A veces, pocos años. En ocasiones, durante décadas.
En algún momento determinado de su larga labor creativa, por ley de vida, Hal Foster tuvo que ser consciente de que se acercaba el final. Y, como padre bien preocupado por sus hijos, debió de hacer mil y una cábalas sobre el futuro de Príncipe Valiente y su rico teatro de personajes. Desde el principio, cierto, el entorno histórico de la serie tiene fecha de caducidad, el gotterdamerung de la Tabla Redonda, la muerte de Arturo, la dispersión de la hermandad, el hundimiento de la sociedad en las tinieblas. Se sabe que Foster lo tuvo en cuenta. Pero terminar así, de esa triste manera, incluso en los desnortados y dolidos años sesenta, habría sido poner un punto final épico inigualable a la serie… pero una frustración terrible para sus lectores.
A cuatro o cinco años vista del retiro parcial de Foster, el autor, ya con 75 años, puede que sopesara mil y una maneras de colgar los bártulos. Y es posible que en este tomo que comprende los años 1967 y 1968 se confiese como nunca antes habíamos leído en sus páginas. Porque, verán ustedes, si hay un episodio extraño en el devenir de la tira desde 1937, si hay un personaje cuyo canon estético prácticamente no coincide con los parámetros visuales del estilo fosteriano, si hay una historia que sea una loa al amor y el carpe diem es la que abre estas páginas: la triste situación del príncipe Harwick, que abandona las responsabilidades del trono al que está obligado y que vuelve al redil tras una experiencia traumática. La responsabilidad por encima de la necesidad propia. Harwick, fíjense bien, es rechoncho, con bigotito que no parece de la época, entusiasmado por la pesca con caña, enamorado de una criada por la que ha renunciado a su destino como rey. Harwick, fíjense bien, tiene un físico que recuerda al del propio Hal Foster, comparte su bigotito que no parece de la época, es un entusiasta de la pesca con caña, y está profundamente enamorado de una mujer (su esposa Helen) que por aquellos tiempos empieza a tener problemas de salud. ¿Es posible, entonces, que Harwick y Harold sean trasunto uno del otro? ¿Es posible que Foster, ya un anciano, fantaseara con la idea de renunciar a su trono y lo proyecte en su argumento? En cualquier caso, es significativo que sea el senescal, y más aún, Valiente, quienes lo convenzan para retomar su camino.
Pero las dudas de Foster no acaban aquí. El mayor enemigo de la historieta, como lo es del hombre, es el tiempo. Foster quizá no se cree con fuerzas para continuar el tono épico de su serie (podríamos considerar que el último gran aliento guerrero fue la aventura del príncipe Arn en América que vimos el tomo anterior), y nuevamente fantasea con un Val y una Aleta más jóvenes, de ahí el juego de dobles que presenta entre Reynold y Lady Ann, una historia un tanto desangelada que solo se explica, hoy, desde la necesidad, consciente o inconsciente por parte de Hal Foster, de buscar manos y mentes más jóvenes que continúen adelante su obra.
Advierto, como traductor, algunas sutiles diferencias de estilo en los textos de la serie en estos años. Las frases son más largas, el vocabulario estrictamente medieval (al menos en versión original) se hace más acusado, los “Nuestra historia” se integran de una manera diferente en la narrativa, completando la oración y no como un mero anuncio, e incluso tenemos abundantes viñetas donde no hay frase y réplica, como de costumbre hasta ahora, sino frase, réplica y contrarréplica. Nadie puede asegurarlo, pero parece como si los textos hubieran sido redactados o corregidos por otra mano anónima.
Como se me antoja, también, algún tipo de injerencia editorial en la terrible historia donde Arn, drogado, se vuelve berskr y asesina a la vieja bruja y su hijo deforme. Si en la idea original eran Horrit y el ogro de las marismas, habría sido una bella manera de cerrar el círculo y romper el maleficio de Valiente, el hijo tomando el lugar del padre y emprendiendo su propio camino.
Todavía, en estos años, parece posible que Arn herede el protagonismo de la serie y Val quede en segundo plano, como quedó el propio Foster, apenas tres años más tarde.
LA CHANSON DE VALIENTE
El viaje había comenzado el sábado 13 de febrero de 1937, y acompañaría a su autor durante el resto de su vida, igual que acompañaría a sus lectores de todo el mundo durante varias generaciones. Y lo que queda.
“Nunca pensé que viviría tanto”, confesó Harold Foster a Arn Saba en la que es quizás su última entrevista. Es imposible que no supiera que ya había conseguido la eternidad.
A lo largo de poco más de 33 años, en Príncipe Valiente narró la historia de su personaje protagonista, su tránsito de la niñez a la edad madura, sus deseos de gloria y justicia, su nobleza y picardía, sus enormes cualidades de héroe y también, porque Foster escribió la que es, sin duda, la gran novela (gráfica) americana de su tiempo, sus defectos y meteduras de pata, sus momentos de egoísmo y de egolatría, sus derrotas que le enseñaron, a él y a nosotros, mucho más que sus victorias. Hemos acompañado a Val por el mundo, hemos sufrido y reído con él, hemos llorado la muerte de su primer amor y sonreído y amado al amor de su vida, la reina Aleta. Hemos visto cómo un tebeo, a razón de una página cada semana, era capaz de convertirse en un bellísimo cantar de gesta donde el rigor del dibujo iba siempre acompañado por el rigor de su puesta en escena. Príncipe Valiente nunca fue un cómic al uso. Fue, y es, otra cosa.
Foster debió ser consciente, durante mucho tiempo, que tarde o temprano tendría que dejar que sus personajes vivieran más allá de su vida. Dicen que sopesó terminar la serie con el gotterdamerung de la Tabla Redonda y que King Features Syndicate lo disuadió. Habría sido, en efecto, una bella manera de terminar la chanson de Valiente, pero los personajes de historieta están bendecidos con la capacidad de sobrevivir a sus autores.
En los últimos años de su estancia en la serie, Foster parece querer hilar cabos sueltos. Ya vimos la historia del rey que renuncia a su trono por amor y que, sin embargo, recupera su sentido de la responsabilidad y acaba de nuevo dirigiendo su reino, un esbozo tal vez de que Foster sabía que tendría que dejar los lápices a otro. Poco a poco, Val ha ido apareciendo menos en su cabecera: la titularidad de las aventuras, ley de vida, parece durante semanas centrarse en Arn, su heredero natural, a quien ya vimos remedar a su padre en su propia aventura americana.
En estos dos últimos años que ocupa este libro, Foster resuelve la vida de la fiel Katwin, como si fuera consciente de que también él, como Aleta, la han descuidado un poco. Arn, ya casi un adulto, corre aventuras por su cuenta, y es significativo que lo viéramos de niño necesitando de la experiencia del cazador Garm para sobrevivir en las montañas y aquí ya sea capaz, él solo, de sobrevivir cazando y pescando. El reflejo de su padre lo guía siempre, y no debe de ser casual que lo veamos, en esa historia donde, esclavizado, burla con sagacidad familiar al malvado bandido que lo aprisiona, lavarse en la fuente (página 1721) con una postura casi idéntica a la de su padre, cuando fue también esclavo por primera vez en el desierto. Si en libros anteriores vimos cómo Arn era drogado por una bruja que bien podría haber sido Horrit (pero Foster tal vez no se atrevió a dejarlo claro), ahora vemos cómo su rito de madurez se completa cuando, prisionero de Morgan Le Fay, es capaz de escapar de las garras de la malvada hechicera como hiciera su padre dieciocho años antes en la ficción (lo que nos da una idea, a poco que queramos sumar, de la edad que tiene Val en estas historias, 33 años).
El viaje se termina como termina el de Sir Gawain, una de las hazañas picarescas más divertidas para quien es, sin duda, el gran personaje secundario de la serie y uno de los más logrados de la historia del cómic. La larga aventura de Dale Makinnie en el castillo Marvyn y su resolución con un happy end con boda (¿una nueva humorada de Foster?), nos alejan de Val, como si el autor estuviera intentando hacerse a la idea de que tendrá que renunciar, ley de vida, a su criatura, como si su característico físico necesitara distanciarse de dibujarlo para que quien lo sustituyera, y quienes lo leyeran desde entonces, no tuvieran que recurrir a la comparación, forzosamente injusta y dolorosa.
Al menos tres dibujantes probaron suerte para sustituir al maestro: Gray Morrow, John Cullen Murphy y Wally Wood. Foster se decantó por Murphy, quizá porque lo tenía más cerca, porque confiaba en su capacidad de trabajo y sabía que no fallaría en las entregas. Podemos pensar que no fue posiblemente la elección ideal, pero el tiempo le daría la razón al viejo Foster, pues Murphy estaría al frente de la serie durante 34 años, hasta su retiro en marzo de 2004, cuando fue sustituido a su ver por Gary Gianni.
Anciano y todo, Foster siguió al frente de la serie en un segundo plano, escribiendo las historias y abocetando las páginas que Murphy siguió más o menos fielmente, hasta su retiro definitivo en 1980. La página 2000 de la serie fue la última contribución de Foster a su creación.
Lo veremos en nuestros próximos números. Aún quedan décadas de aventura por delante.
Nunca mueren las leyendas. Simplemente, se vuelven eternas.
CAMBIO DE GUARDIA
Los cómics de aventuras en la prensa norteamericana murieron una muerte lenta, provocada por el cambio de los tiempos y también por la propia miopía de quienes los producían, las agencias. Fue al poco de la Segunda Guerra Mundial, cuando el envidiable número de títulos y ambientes sufrió la feroz competencia de la televisión, el enemigo en casa que eran los comic books aún por eclosionar como cauce expresivo y narrativo, y la limitación a doce o catorce semanas de las historias. Desde entonces las historias de aventuras simplificaron su propuesta, arrancando en ocasiones de manera notable, todavía, pero desembocando en finales apresurados que nunca entregaban lo prometido. Se perdió la sorpresa para que los periódicos pudieran cancelar los títulos cuando quisieran.
Todas las series experimentaron esa limitación impuesta, que junto a la reproducción cada vez más pequeña en los periódicos redujo el arte de la tira de prensa a las (muy notables) series de humor que aún sobreviven hoy en día. De la quema se había salvado, por la inigualable capacidad narrativa de su autor, nuestro Prince Valiant, que continuó siendo una novela-río donde las historias se solapan sin un principio y final definido, componiendo ese mosaico que la hizo célebre.
Hasta ahora. Harold Foster, por razón de edad y ley de vida, deja por fin su personaje a John Cullen Murphy, dibujante que había destacado en Big Ben Bolt y que, sin acercarse al maestro, empresa imposible, podía al menos cumplir sin problemas los plazos de entrega, como hizo durante las décadas siguientes. Foster, no obstante, siguió al frente de la escritura de las historias y, al menos durante unos pocos años, surtió a su sustituto de bocetos que Murphy siguió más o menos a rajatabla.
En el tintero de las ideas que no fueron queda la historia que Foster nunca realizó, o que el sindicato no le dejó realizar: el final de la Tabla Redonda y a Val aceptando por fin su papel como rey de Thule. Habría sido cerrar un ciclo, no cabe duda, pero la historia habría acabado con un tono de tristeza que habría ido en contra de lo mucho y bueno que la serie nos había entregado durante años.
Foster es muy anciano y no puede reprochársele el infinito amor que profesa hacia sus criaturas. Pero estos años de declive personal se reflejan en la serie, donde nos encontramos con momentos que, al menos a los lectores amantes del título que nos sabemos al dedillo las historias y las tenemos más frescas de las que parece que el guionista tenía, nos chocan. La mención a Alá, por ejemplo. El contacto de Valiente con el mundo musulmán ha tenido ya, a lo largo de las décadas, un par de errores menores, pero Mahoma aún está a dos siglos por nacer y extraña mucho que aquí el gazapo de ambientación histórica sea tan obvio.
Murphy sigue los dictados de Foster, y Foster le regala nada menos que la segunda conquista de la reina Aleta. Los enamorados esposos han reñido, Aleta ha vuelto a las islas de la Bruma y un cariacontecido Val, por un pecado que no cometió, tarda lo suyo en comprender que su destino está irremediablemente atado a ella. En compañía de su hijo Arn emprende el largo viaje hasta el mar Egeo, salpicado de peligros y situaciones pintorescas, con la aparición de personajes fugaces que recuerdan todavía los grandes secundarios de otros años, hasta que el reencuentro del matrimonio, un año después de su ruptura, vuelve a poner las cosas en su sitio, para tranquilidad de Val, sosiego de Aleta, y satisfacción de los lectores.
Quizá demasiado encariñado con su personaje protagonista, o queriendo llevar adelante la transición que él mismo ha experimentado en carnes, es ahora el joven Arn en quien Foster centra ahora la búsqueda de aventuras, y durante muchos meses la serie lo seguirá a él, digno heredero de su padre, incluso rememorando a su modo aventuras o amoríos que recuerdan lo sucedido al Val adolescente.
Queda mucha aventura por delante. El testigo ha sido entregado. El cambio de guardia nos asegura que todo está controlado.
La segunda gran etapa de Príncipe Valiente nos espera.
EL PRÍNCIPE TUTELADO
Los héroes de los cómics tienen en su mayoría la característica de sobrevivir a sus creadores. Esto se cumple especialmente en los cómics de aventuras, donde Austin Briggs o Dan Barry sucedieron a Alex Raymond en Flash Gordon, Wilson McCoy o Sy Barry a Phil Davis en El hombre enmascarado, o George Wunder a Milton Caniff en Terry y los piratas, por poner tan solo tres ejemplos de títulos hermanos de nuestra línea Sin Fronteras. Hay ejemplos para dar y regalar en el mundo de los comic books y los superhéroes, y tan solo en los cómics de humor podemos encontrar algún ejemplo que llama la atención por no haber tenido continuidad tras el fallecimiento o el abandono de sus creadores: piensen ustedes en los Peanuts de Charles Schultz, Krazy Kat de George Herriman o, en tiempos más cercanos, Calvin y Hobbes de Bill Watterson.
La envidiable longevidad de Harold Foster quizá hizo pensar a sus coetáneos que el guionista y dibujante de nuestro Príncipe Valiente viviría eternamente, pero rendido a lo inevitable, el coloso tuvo tiempo de sobra para meditar sobre el futuro de sus criaturas cuando él ya no estuviera presente, desde llevar el destino de la Tabla Redonda al final que conocemos por las leyendas (es decir, a la muerte de Arturo y su hermandad, quizás incluso a la de Val), o negociar un ventajoso acuerdo con King Features Syndicate que le permitió controlar durante unos años el devenir de la serie mientras podía permitirse una jubilación en Florida con su esposa Helen.
La elección del sustituto de Foster como dibujante todavía nos lleva, hoy, a la polémica. El dibujante elegido, John Cullen Murphy, dibujante de la excelente tira deportiva Big Ben Bolt, no pareció entonces, como no parece todavía hoy, satisfacer del todo a los muchos seguidores de la serie. Murphy pasó por encima de otros dibujantes de renombre que parecían más cercanos a Foster en estilo: Wally Wood y Gray Morrow, que se sepa, e incluso otros artistas que quizá habrían podido cubrir a la perfección el expediente: José Luis Salinas, Bob Lubbers o John Buscema.
Sin embargo, la prueba del tiempo dio la razón al viejo Foster, y con su tutelaje al principio y ya volando solo más tarde, Murphy se mantuvo como dibujante de Príncipe Valiente durante 34 años, que se dice pronto.
Foster, además, se reservó las labores de guionista y abocetador de las páginas hasta su retiro definitivo. El lector, por tanto, encontrará que el sentido de la narración, los enfoques de las viñetas, el ritmo, el montaje no han cambiado. Queda la duda razonable de si los textos y el argumento son en efecto del propio Foster, dada su edad avanzada y los problemas de salud que tanto él como su esposa Helen sufrían estos días: quizás la mayor diferencia con respecto al sentido de saga que hemos conocido en la serie desde 1937 es que las historias se hacen forzosamente más cortas, sobre todo al principio, sin que la concatenación de peripecias nos ofrezca una perspectiva de aventuras más grande.
Los argumentos se dividen entre Val y Arn, que tiene en estos años un protagonismo casi al cincuenta por ciento con su padre (en cierto sentido, igual que el de Korak y Tarzan en las historias que por esta misma época dibuja y guioniza Russ Manning). Arn repite, queriendo o sin querer, los mismos pasos que su padre en el pasado, y entre vikingos pendencieros, aventuras como caballero andante en los caminos, enamoramientos y la aspiración a convertirse en caballero de la Tabla Redonda como su augusto padre, lo veremos buscar su lugar en el sol, encontrarse a un pícaro escudero antes de volverse él mismo escudero de (¿quién si no?) el jovial Sir Gawain, resistir un asedio que recuerda levemente al de Andelkrag… y hasta la tragedia inevitable.
Pero todo eso le espera al pelirrojo príncipe y a los lectores en siguientes libros de esta colección.
¡Larga vida al garañón rojo! ¡Larga vida a los príncipes Arn y Valiente! (con permiso de Aleta, las gemelas Valeta y Karen y el pequeño Galan, que ya calienta por la banda para meterse en líos propios y desconcertar a sus padres).
[1] La primera, naturalmente, es la estupidez de negar que Prince Valiant sea un cómic.
El mejor cómic de la historia. Ahí me planto.
Y si no lo es lo parece (y se le acerca MUCHO). Todavía, tras tantos años mi comic-strip favorita (y no será porque no hay unas cuantas que me gustan mucho).