Una anécdota argumental aparentemente nimia sirve para contar una bella historia de amistad y desencuentros. Poesía, si quieren ustedes. Una dramedia que no recurre a efectos de humor, ni se ceba en lo absurdo y cruel de buena parte de lo que aquí narra: Es Irlanda, a fin de cuentas, la tierra donde todo puede pasar, donde la magia se esconde en cada casa y las brujas (las banshees) te salen al camino y te saludan antes de contar qué mal fario te espera en la vida.
Casi una obra teatral encerrada en sí misma, por más que abunden los bellos paisajes: Inisherin no deja de ser una isla. Un lugar minúsculo, apenas alejado de la gran isla y por tanto a salvo de lo que suceda en ella. Un micromundo donde todo está medido y establecido y cada día se repite como el día anterior: el trabajo en el campo, el paseo, la taberna.
Y el detonante; dos amigos, dos mindundis que viven felices porque no imaginan la vida de otra forma. Hasta que uno de ellos, Colm (Brendan Gleeson), sí la imagina. Y experimenta, lo sabremos al poco, un arrebato de necesidad creativa que le hace replantearse su rol en la vida, su necesidad de componer música, y de cortar amarras con Pádraic (Colin Farrell) su amigo del alma.
No por enemistad, eso no llega todavía. Colm renuncia a su amistad con Pádraic porque Pádraic aburre. Y Pádraic no se resigna a la idea. Y entre paseos, situaciones incómodas, y el enfrentamiento de cada uno de ellos a la soledad (Pádraic) y la vacuidad de la existencia sin crear música (Colm) se va desarrollando este drama absorbente al que asistimos con una sonrisa en los labios.
Quizás tampoco nosotros comprendemos los motivos de Colm, siempre ataviado y fotografiado como un pistolero del oeste. Ni la cabezonería de Pádraic, un soberbio Colin Farrel que se entrega en cuerpo y alma a su personaje. Más cerca están los otros irlandeses que recuerdan a tantos otros irlandeses que hemos visto en otras películas o leído en otras novelas: la hermana inteligente y triste, el policía abusivo, su hijo alelado, la chismosa encargada de la estafeta, la bruja (¿banshee?), a la que casi parece que falta la compañía de otras dos hermanas, el dueño del bar, los músicos que nada más necesitan, la cerveza, el whisky.
No, quizás no comprendemos esta tragedia íntima. Hasta que en el último minuto Colm y Pádraic contemplan la isla grande desde la playa y hacen el comentario.
Y entonces, y solo entonces, interpretamos la película como una metáfora.
¿De verdad que uno puede decidir cortarse los dedos sólo porque un amigo plasta quiere seguir dándote la brasa? Creo que esa reacción tan inverosímil lastra la película.
No menos inverosímil que tener una calle dividida entre protestantes en una acera y católicos por otra. O que si eres de una religión bebas Jameson y si eres de la otra bebas Bushmills.