HOMBRE Y SUPERHOMBRES

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Quizá los movió el odio de clase disfrazado de fervor patriótico. Fueron hijos de la guerra o barruntaron la guerra. Contra un enemigo que creía encarnar, o eso proclamaban, la misma supremacía vital, el mismo sueño de suprahumanidad que ellos encarnaron. Ficción filosófica contra ficción popular. Sueño por sueño,  ni siquiera el cine, ese arma de propaganda y creación de iconos tan característica del siglo veinte, fue capaz de estar a la altura de las maravillas que pregonaban. Su hogar fue un medio más humilde, igual de nuevo, denostado entonces como quizá sigue siendo denostado ahora, en tanto se disfraza una y otra vez (como los personajes mismos) y se avergüenza de su nombre original (the funnies, the cartoons, the comics) para favorecer otros términos igualmente ambiguos y que no significan nada (noveno arte, arte secuencial, novela gráfica). Entonces se les conocía solamente por “héroes disfrazados”. Los comic-books y en menor medida los periódicos fueron su casa. Superman y Batman, sus personajes más destacados, aquellos que quizá vieron antes que nadie que se avecinaba el conflicto.

Cuando estalló por fin la Segunda Guerra Mundial, actores de Hollywood y personajes de los cómics fueron por igual a combatir en defensa de su modo de vida. Contra el enemigo totalitario en su triple encarnación del Eje. Fueron los tiempos de los pintorescos Human Torch, Sub-Mariner, el patriótico Captain América. Y cientos de héroes más: apresurados, toscos, llamativos, enfundados en disfraces de forzudo de circo y enfrentados a las legiones de Hitler o Hirohito… y a veces a  Hitler e Hirohito mismos.

Las aguas volvieron a su cauce cuando se venció esa guerra. Los superhombres (todavía no tenían el nombre con el que hoy los conocemos) desaparecieron uno a uno, inútil ya (como quizá inútil fue siempre) el uso de la capa y de la máscara para vencer a un enemigo que nadie quería reconocer que estaba dentro, que había surgido de sus propias entrañas. Sólo quedaron en pie, inmortales ya, dos superhombres y una supermujer: Superman, Batman, Wonder Woman. El realismo de los años cincuenta amenazó con matar el exotismo en la cultura popular, la televisión dio el relevo como fábrica de sueños (y los presupuestos de la televisión nunca han dado para grandes alardes pirotécnicos)  y llegó una época en que se dejó de temer al enemigo nazi para temer al enemigo comunista, antiguo aliado en la contienda. Un enemigo que podía estar infiltrado en la misma sociedad del bienestar y el consumo y que amenazaba con acabar con las libertades que el American Way of Life disfrutaba… o al menos con redistribuir las riquezas, que a fin de cuentas venía a ser, decían, contagiar la pobreza.

La Guerra Fría, tan aterradora y por eso mismo tan dada a la sospecha. Las máscaras de los superhombres de antaño se trocaron en máscaras de infiltrados, gente corriente, el cartero o el vecino de al lado, que escondían en sus sótanos sofisticados sistemas de espionaje y cámaras de tortura. El supervillano de la Guerra Fría era a la vez pedestre y amenazante: lo mismo era un viejo hojalatero que un ultracuerpo venido del espacio exterior. Poco a poco, y a pesar de las trabas (porque, como diría cierto presidente del gobierno, una década son muchos años), el realismo fue dando paso de nuevo a la eclosión de lo fantástico. El pop acechaba a la vuelta de la esquina, en los años sesenta.

Vino a ayudarlos un superhombre que no lo era, pero que actuaba (contra bombas atómicas que no le hacían daño y, sobre todo, en la cama con decenas de apetecibles señoras que tampoco le transmitían ninguna enfermedad de Venus, ni viceversa) como si lo fuese. Al servicio de Su Majestad británica, surgido de imitar los cómics como nunca nadie ha querido reconocer, James Bond, el agente 007 producto de la pluma y los copazos de alcohol de Ian Fleming, recuperó para la cultura de masas aquello que los cómics habían venido mostrando casi siempre: villanos de opereta, bases secretas, planes de dominación mundial. Y, cuando el personaje saltó al cine, efectos especiales, acción a raudales, gadgets tecnológicos y, en el fondo, el abono que luego los cómics recogerían y amplificarían.

La gran época del superhombre de nuestro tiempo, si consideramos que los de la Segunda Guerra Mundial tienen poco que ver con la reinvención que se produjo entonces, tiene lugar en los años sesenta. Es entonces cuando se acuña el término “superhéroe” (posiblemente por Stan Lee en los primeros números de Spider-Man) y el aún más desopilante “supervillano”. Todo fue exceso y melodrama, historias de niñas para niños: marginación, derrota, superación, el cruce no soñado de las teorías de Ayn Rand y la versión disfrazada de Holden Caulfied, ese esbozo de Peter Parker que soñaba ser guardián entre el centeno para salvar a los niños de la caída al abismo.

Hijos del átomo ahora, la experimentación científica y, sobre todo, del error y del azar. Aprendieron con sus andanzas y nos hicieron comprender que un gran poder conlleva una gran responsabilidad. El nuevo aventurero de la era pop, movido por el afán de justicia y blanco en ocasiones de la injusticia él mismo. Herederos de Kerouac y Andy Warhol, coetáneos de los Beatles, amalgama de los sueños y las decepciones que hicieron marca de una época. Fantasías en cuatro colores donde se mezclaba lo desaforado con lo cotidiano, dioses con pies de barro, el reflejo de una época que eclosionó con Kennedy y se estrelló en Vietnam; la era Marvel.

Se convirtieron en iconos y aparecieron en las portadas de las revistas pop. Rolling Stone, sin ir más lejos, publicó que Hulk y Spider-Man eran dos de  los personajes más influyentes para los universitarios norteamericanos del momento; uno, por ser como ellos estudiante y marginado; el otro, porque epitomizaba el sueño del vagabundo sin límites perseguido por las fuerzas del orden social. De las revistas saltaron, en ocasiones, a la música. Y a los dibujos animados. Y después, en imagen real, a la televisión.

A fuerza de reflejar tanto la sociedad en la que vivían, los  superhombres se contagiaron de las fiebres y las dolencias de esa misma sociedad. Cundió en ellos el desencanto del Watergate y la guerra perdida y se hicieron nihilistas y descreídos, lo que venimos a llamar antihéroes. Se borró la difusa línea del héroe y el villano. Cuando la proeza física fue insuficiente, se recurrió al delirio armamentístico.

El cine esperaba. Un cine que no podía competir con las piruetas que narraban las viñetas de Jack Kirby, Neal Adams o John Buscema. La primera primavera de los efectos especiales se conformó con hacer volar a Superman; la segunda, con convertir a Batman en una marioneta del circo Tim Burton. El superhéroe asomó a las pantallas grandes y lo hizo mejor cuando no tuvo referentes en el cómic (el caso de Robocop, por ejemplo), o cuando jugó con los iconos del cómic para crear, con Neo y Matrix, algo nuevo. Entonces ya se vio que un hombre no sólo podía volar: también podía hacer cabriolas, también podía luchar en el aire y olvidar la verticalidad del combate en el suelo. Que las muchas películas que, desde X Men, no fueran quizá buenas muestras del arte cinematográfico es otra historia.

El superhéroe ya no pertenece a la historieta. Su principal  punto de exposición al gran público es ahora el cine. Empieza a serlo también la televisión, como lo es en parte también en los videojuegos. Ya no son necesarias las habilidades de los dibujantes para plasmar con imágenes lo que el cine no era capaz de mostrar, porque el cine ha tomado buena nota y cuenta ya con la tecnología capaz de burlar la retina.

¿Y en lo escrito? De siempre hubo adaptaciones noveladas de las andanzas de los superhéroes, el juego de adaptar un lenguaje eminentemente visual a otro que pedía, por un lado, más reflexión y por otro una justificación de lo que sólo podía ser justificable en los tebeos. “Salimos al espacio, nos golpearon los rayos cósmicos, regresamos”. Con esta palabra se resumió, en una de sus novelas, la odisea de los Fantastic Four, tantas veces narrada cada vez en más páginas (o en minutos de pantalla). Son medios distintos y proporcionan desafíos distintos: volcar en textos escritos los colores pintorescos, las motivaciones rocambolescas, los dramas internos y la pirotecnia de la violencia.

Tiempos nuevos, medios nuevos. Demasiado tarde hemos recordado todos que los superhombres, los superhéroes, son el Olimpo de nuestro tiempo, y el Olimpo estuvo ya, por escrito o en canción, en las historias de los griegos. Están aquí, multiplicados desde las páginas de los comic-books, y ofrecen a los escritores que los abordan (los abordamos) el desafío de plasmar una cultura, unos iconos, en un medio que a la vez es hostil y a la vez acogedor. Cada escritor que se acerque a ellos, bien en novela, bien en relato, aportará una visión nueva, una tendencia a tener en cuenta. Los superhéroes ya no son privativos de los tebeos: son forma de la cultura pop. O, simplemente, de la cultura.

Seguirán volando alto.

 

 

 

 

 

 

 

 

Sobre el Autor

Rafael Marin

RAFAEL MARÍN (Cádiz, 1959) ha publicado más de cuarenta libros en diversos géneros: Lágrimas de luz y Mundo de dioses en la ciencia ficción; La leyenda del Navegante en la fantasía épica; La ciudad enmascarada, Ora Pro Nobis y Memento Mori en el terror; Detective sin licencia, Los espejos turbios, Lona de tinieblas, Elemental querido Chaplin en el policial; El anillo en el agua y El niño de Samarcanda en la memoria biográfica; Las campanas de Almanzor, Juglar, Victoria, Don Juan, Elsinor y Odiseo rey en la novela histórica.

Es autor de antologías como Unicornios sin cabeza, El centauro de piedra, Piel de Fantasma o Son de piedra y otros relatos. Entre sus libros de ensayo destacan Hal Foster: una épica postromántica; W de Watchmen y Marvel: Crónica de una época.

Un Comentario

Rafael Marin

RAFAEL MARÍN (Cádiz, 1959) ha publicado más de cuarenta libros en diversos géneros: Lágrimas de luz y Mundo de dioses en la ciencia ficción; La leyenda del Navegante en la fantasía épica; La ciudad enmascarada, Ora Pro Nobis y Memento Mori en el terror; Detective sin licencia, Los espejos turbios, Lona de tinieblas, Elemental querido Chaplin en el policial; El anillo en el agua y El niño de Samarcanda en la memoria biográfica; Las campanas de Almanzor, Juglar, Victoria, Don Juan, Elsinor y Odiseo rey en la novela histórica.

Es autor de antologías como Unicornios sin cabeza, El centauro de piedra, Piel de Fantasma o Son de piedra y otros relatos. Entre sus libros de ensayo destacan Hal Foster: una épica postromántica; W de Watchmen y Marvel: Crónica de una época.