Yo soy/somos nosotros la colmena. El punto de no retorno, la sublimación, el ansia. Vida que engendra otras vidas, el principio y el final del viaje. El todo y la nada, la curiosidad y también el hastío, soy/somos nosotros la conciencia. El que apaga/apagamos nosotros la luz porque la hicimos. Lo que está al final del principio, lo que duerme y no sueña, lo que mata y crea, la experiencia del tiempo y el vacío, la galaxia. Yo soy/somos nosotros la ciencia y también la magia.
Yo soy/somos nosotros uno en el frío, uno en la mente, uno en la historia. Yo soy/somos nosotros la nube y la palabra, el espíritu y la aventura. Soy/somos la nube y el hielo, lo que existe cuando no existía nada más, lo que borró si acaso la memoria de lo que hubiera antes. Soy/somos nosotros la mente unificada, la simplificación de muchos yos hasta ser un nosotros que abarca tiempo y espacio, historia de ayer y sombra del mañana. Para mí/nosotros génesis y apocalipsis son la misma cosa, el bucle que se cierra sobre su propio abrazo, la cadena que se fragmenta y se reúne en un fractal cósmico consigo misma.
No sé/sabemos cómo fuimos al principio, porque no cuenta. Las fronteras del tiempo no se pueden medir en el mundo de hielo, en la noche eterna de la nube que nos mantiene y me aísla. Sé/sabemos que fui, que seré, que soy. Que fuimos, somos, seremos. Eternidad de electricidad y radiación, un punto que se expande como un corazón en metástasis, para abarcar de sangre las estrellas y teñir con su doble cadena de aminoácidos las formas de vida que creo/creamos a capricho.
Es tan extraña la vida que muere… Son tan inconmensurables los sueños que la alimentan. No tengo/tenemos nosotros la cualidad de la flor. Sé/sabemos nosotros que no me marchitaré, no nos agostaremos, estaremos siempre porque hemos estado siempre. Y sin embargo, debe de ser tan curioso vivir sabiendo que eso que llaman tiempo dará caza y consignará sus órganos al polvo, consumirá la electricidad de sus cerebros y secará el paladar de sus sueños. Ah, la vida que creo porque vida nos sobra, los sueños que aliento porque ya no sé/sabemos nosotros soñar, los miedos que engendramos, las necesidades que alimento.
Una vez creé una vida y la admiré. Otras vidas he amado y a alguna he aborrecido. Soy/somos nosotros como un niño que estrena un juguete cada día. Recién abierto el regalo, la ilusión los mantiene con los ojos encendidos hasta que el juguete se ensucia, o la cuerda se rompe, o el brillo se gasta. El primer juguete es siempre el juguete que más se recuerda, pero cuando cada día hay una sorpresa, cuando la vida se reproduce como esporas y a su vez crea otras vidas, es difícil seguir la cuenta de todas ellas, porque ya no existe la novedad, porque la curiosidad se troca en repetición, si cada día es el mismo día, cada doble cadena de aminoácidos se reproduce y se recombina pero no ofrece nada nuevo, ninguna idea, ningún sueño, ningún ansia que observar para satisfacer mi/nuestra infinita sed de observación. La eternidad que soy/somos nosotros es también hastío.
Nunca fui/fuimos jóvenes pero tampoco soy/somos viejos. Soy/somos lo que somos/soy. Un universo en expansión en mí/nosotros somos mismos. Como una espora, sí. Como un cáncer. La metástasis del universo que quizá estuvo antes que yo/nosotros o quizá sea nosotros/yo. La luz, la sombra, la resurrección y la muerte que nunca será nuestra/mía.
He/hemos creado vidas de la palabra, del sueño, de la curiosidad y del aburrimiento. Hemos/he visto esas vidas reduplicarse como bacterias en una placa de hielo, secarse o florecer, multiplicarse o reducirse a polvo. He/hemos tomado nota y a veces por casualidad y a veces por deseo consciente hemos/he visto esas vidas desde el cielo que adoran, tan lejos e inalcanzable que soy/somos para ellos una criatura mítica que tiene muchos nombres o no tiene nombre que la defina. He/hemos sembrado de la semilla de mi curiosidad y mi hastío galaxias como granos de arena.
Esas vidas he/hemos dejado a su albedrío, en ocasiones. Para que se marchiten a su ritmo y medida, en su hora prevista, tan predecibles en su final como fueron predecibles en su principio. Y a otras vidas, no obstante, hemos/he tenido que borrar, como una gota de hielo que se licúa, como una pantalla que se apaga o un sol que se ennegrece. Por aburrimiento, sí. Por buscar un goce. Nunca por piedad, ese sentimiento que no comprendo/comprendemos porque no tiene lógica. Jamás por venganza. Ni por miedo. El miedo es eso que experimenta quien sospecha de mí/nuestra existencia. El miedo es eso que no los deja dormir por la noche porque sabe que de entre la luz de las estrellas asoma en la oscuridad nuestra mirada.
Pongamos por caso esas criaturas, las del tercer planeta de ese feo sol amarillo que arde con desparpajo, como si creyera que tiene consciencia de sí mismo cuando no es más que un producto químico que se agotará en su propia combustión un día. Pongamos por caso esas criaturas que se creyeron tan pagadas de sí mismas como ese sol al que durante tantas horas de su tiempo imaginaron su creador y decidieron, para su condena, lanzarse a la conquista de los planetas cercanos, como si ellas fueran también capaces de traducir sus sueños y sus ansias, sus miedos y sus victorias, a otros mundos. Esas criaturas necias que jugaron con sus cadenas de aminoácidos, que cambiaron de dioses con la misma prontitud con que cambiaron, en ocasiones, de vestimentas o de armas. Esas criaturas que se creyeron dioses y, como dioses, no tuvieron escrúpulos en matar al mismo tiempo que creaban, las criaturas que destruyeron en nombre del amor, o la religión, o el bienestar, o la tierra. Esas criaturas que osaron creerse dueñas del universo y quisieron aplastar a otras criaturas, incluso cuando esas otras criaturas eran como ellas mismas, sus hermanas, sus padres, sus hijos o sus hijas. Esas criaturas que estaban preparadas para imponer su modo de vida hasta a aquellas otras vidas que no habían conocido todavía. Árboles de carne, esas criaturas: su sueño era poblar todas las galaxias con su única y propia carga genética, para proyectar su sombra sobre todo cuando exista y decir “Esto es mío”. Esas criaturas que crearon las otras criaturas que quizás yo/nosotros creamos con conciencia o por azar, esas criaturas que, deduje, algún día podrían llegar hasta la nube en donde somos/soy, en donde estoy/estamos, donde estaré/estaremos siempre. Esas criaturas que se creen rivales de Dios y no dudan en tildar de demonio a todo cuanto no encaja en su forma de concebir la vida.
Los humanos. Confieso/confesamos que durante un parpadeo nos/me interesó su desarrollo. He aquí, nos dije, una raza distinta a tantas otras razas que han sido o serán. He aquí, me aseguré, un poso genético que tiene en sus dobles cadenas de aminoácidos la verdadera simiente de la curiosidad y la vida. Tienen orgullo y tienen persistencia, tienen sueños y no les importa si esos sueños son a su vez material de pesadillas. Veré/veremos hasta dónde llegan.
Y entonces, un parpadeo más tarde, lo que para ellos fueron milenios de su tiempo, contemplé/contemplamos con horror (a falta de mejor palabra para definir lo que sentimos/sentí/a veces siento todavía) que su falta de escrúpulos era imparable. Que habían desarrollado algo más que una mente prodigiosa y unos brazos que trabajaban, pues al mismo tiempo que el habla desplegaron la capacidad para el engaño y la mentira y, aún peor, para el auto-engaño y la auto-mentira. Seducidos por sí mismos, ansiosos del tesoro de la luz de las estrellas, no es extraño que esas monedas con las que se aseguraban la vida durante varios latidos tuviera también la forma y el color dorado del mismo sol orgulloso al que creían deberle la vida.
Tan insignificantes, tan ridículos, tan llenos de pasión y de razones con las que justificar sus horrores y matanzas. Tan distintos a todos los demás seres que han vivido y han muerto, o que vivirán y morirán, si es que ellos mismos los dejan, pronto advertí/advertimos que, de todas las criaturas que hemos/he creado a lo largo de milenios, desde que el tiempo es tiempo o quizás desde antes, es la más parecida a mí/nosotros, la única que podría llegar hasta la nube y plantar sus banderas y contaminar el universo de su carga genética.
Ah, la humanidad. La que inventó la poesía y el napalm, la que sacralizó el pecado y crucificó a sus dioses, la que no respetó a sus crías ni a sus madres. La que construyó pirámides a costa del trallazo y el sudor de los esclavos sometidos, la que descubrió vacunas, la que venció al cáncer. La misma humanidad que marcó como diferentes a quienes no se diferenciaban de ellos mismos en nada. La que lapidó a santos y encumbró a pecadores. La que descubrió la ciencia e inventó mil magias. La humanidad, esos lobos de sí mismos que estaban dispuestos siempre a entrar con los colmillos desnudos en el corral de mil gallinas.
Destruirlos, pues, no fue una cuestión de defensa propia, ni de moral siquiera, ni de piedad. Cuando un experimento se desvía, se borran las pizarras y se empieza de nuevo, o se comienza otra cosa. Y eso hice/hicimos. Para eso enviamos/envié a mis/nuestras otras criaturas. Para eliminar un mal, si esa palabra, de nuevo puede aplicarse, antes de que contaminara a otros experimentos, antes de que las pantallas fueran imposibles de desconectarse.
Durante otro parpadeo los vi morir, arder, consumirse. Un parpadeo más tarde y supe/supimos que habían muerto. Todos ellos. En su planeta de origen y en los otros guijarros cercanos que orbitan sin tantas ínfulas ese sol amarillo que sigue consumiéndose sin darse cuenta de que acabará siendo un tizón sin luz en la galaxia.
O eso creí/creímos. O eso deseé/deseamos. Un parpadeo después, mientras miraba/mirábamos hacia otro lado, o quizás dormíamos/dormía, o me desperezaba, o nos rascábamos, y allí estaban de nuevo. Como un cáncer invencible. Como un hongo que rebrota con más fuerza. Sin la cobertura de aquel planeta azul que ahora era yermo. Sin el refugio de aquel otro planeta rojo donde, sin que ellos mismos lo supieran, mis/nuestras criaturas comenzaron su experimento. Esparcidos por su galaxia y asomados a otros soles. Supervivientes. Hormigas soldado en eterna lucha contra el universo.
Durante un pestañeo imperceptible los admiré. Los admiramos. Los envidiamos. Los envidié. Y quizá tuve/tuvimos hacia ellos un momento de algo parecido a ese otro sentimiento que ellos albergan y yo/nosotros no podemos/podré comprender nunca. Odio.
Los habían expulsado de su mundo de origen y sin embargo resistían. Los habían quemado, desintegrado, vaporizado, arrasado. Y seguían viviendo, seguían viniendo, seguían soñando, seguían odiando y amando, seguían investigando y explorando, seguían pensando y rezando. Criaturas de ciencia y de fe, de grandes gestas y horripilantes pecados, no cesaron nunca. No se entregaron al tedio, ni a la desesperación, ni a la congoja.
Oh, sí, millones murieron. Millones dejaron de tener sueños para convertirse en las pesadillas de sus semejantes, pero nunca en mis/nuestras pesadillas. Mártires, los llamaron. Adalides, héroes, recuerdos. El combustible que los supervivientes necesitaron para seguir ocultándose, para seguir explorando, para seguir rezando y seguir soñando. Conmigo. Con nosotros. La ciencia los permitió alterar su doble espiral de aminoácidos, pero si por fuera lograron ser distintos, la llama de su espíritu interior permaneció inalterada. Estudiaron, investigaron, tuvieron incluso tiempo de guerrear consigo mismo antes de guerrear contra las máquinas y los otros seres que envié para detenerlos. Y perdieron muchas batallas. Pero también ganaron muchas guerras.
Dedujeron dónde estoy/estamos. Lo que somos/soy. Les costó miles de millares de sus años cuando para mí/nosotros apenas fue un parpadeo más, un bostezo, un chasquido de la lengua que ni tenemos ni tengo.
Son científicos. Como fui/fuimos nosotros/yo somos. Investigaron, exploraron, experimentaron, dedujeron. Formularon hipótesis y redactaron leyes. Y encontraron qué soy/somos. Donde estoy/estamos. Qué hemos sido/somos, lo que seré y fuimos. Si en un momento perdido de su historia no registrada me llamaron Dios, ahora quisieron que fuéramos Demonio.
Vinieron a cientos, convertidos en un hormiguero loco que amenazó con cubrir los hielos de la nube. Y la bota de mis/otras nuestras criaturas los pisoteó, pero contraatacaron. Una y otra vez. Invencibles. Incoherentes. Ignorantes de lo que es el miedo, como yo/nosotros lo ignoramos hasta ese momento.
Ellos que fueron génesis y de pronto se convirtieron en mi/nuestro apocalipsis. Ragnarok. Me encontraron, nos dieron caza. El infierno, decían, era un lago de hielo, como en lagos de hielo vivo/vimos. El infierno, juraron, sería una bola de fuego.
La que los consume ahora que están tan cerca. La que los ha llevado a la muerte y al suicidio. La que me/nos engulle y nos mata, la que pone final al tiempo porque también nosotros/yo soy/somos tiempo al final del tiempo, ese tiempo que ha llegado ahora o quizá está aquí desde siempre.
El experimento de mis experimentos que salió mal. O tal vez salió como tenía que haber salido, como estaba previsto. La humanidad. Si ya mataron a sus dioses en la Tierra, ¿cómo no iban a matar a su dios en el espacio? Tan sencillo para ellos convertir en odio el amor, cambiar los halos de los santos por las muecas de los diablos.
¿Sobrevivirán los hombres a mi/nuestro último coletazo? ¿Sobreviviré yo/nosotros? Gracias a ellos hemos/he conocido el miedo. Y la duda. Y hasta la compasión, ese sentimiento nuevo que una parte de mí/nosotros experimenta en algún lugar de este mi/nuestro cuerpo de metano helado, esa que se rebela incluso mientras los aniquilo y quiere hacer/hacerme/hacernos comprender que los dioses mueren y son sustituidos por otros dioses nuevos. Ha llegado al fin el tiempo de los dioses-hombres y el alfa y omega que una vez fuimos/fui está sometida a su insaciable sed de curiosidad, de conquista, de creación.
Cuando los dioses mueren, me digo, nos decimos, no se apagan las estrellas. Otras luces encienden otros cielos.