Estos tipos querían dominar la historia, pero no tenían ni idea de lo que encierra, de lo que avisa la historia. El poder tiene muchas sombras, es la sombra. Y la sombra engaña porque se mueve más rápido que la luz, cambiando de un sitio a otro, engullendo, nublando, ocultando. Ay, ojalá no existiera un mundo de sombras. O, mejor todavía, ojalá no existiera un mundo de luces como todas estas luces que cada noche asomaban todavía en los cielos, esas luces lejanas de mundos cercanos a un salto, como gotas de rocío, como pistas de un cuento de hadas. El cúmulo, la carretera del cielo, la vía del comercio… y de la guerra.
Chandra temía las luces. Las había temido toda la vida. Por eso estaba seguro de que no era lo que acabarían diciendo que había sido. Chandra recordaba su infancia, los cuentos de juggernauts que le contaba el abuelo, el temor a la Hermandad y el espanto hacia los colmeneros. Chandra recordaba cuando miraba las estrellas y soñaba con cazar algún día alguna de aquellas criaturas que se alimentaban de nada y convertían la nada en riqueza. Por eso sabía que no había despertado antes de ayer, por eso estaba seguro de que no lo habían sacado de una máquina. No era un clon, sino un ser vivo, único e irrepetible, como cualquiera. Y, también como cualquiera, maldecido por el destino, condenado por ser igual a otros. Igual a quien era igual a sí mismo.
Patihara. Su nombre era sinónimo de poder. O lo había sido. ¿Cuántos habían llevado ese mismo nombre, cuántos habían cimentado con su gloria el pegamento que unía la comunicación entre los mil mundos? Dios de dioses, sol de soles, un hombre que lo era todo, que lo tenía todo, que lo exigía todo. A un chasquido de sus dedos, se iniciaban guerras. Con un parpadeo de sus ojos, los hombres se despeñaban, como si los hubiera maldecido una Gorgona. Un carraspeo de su garganta se traducía en mujeres rendidas a sus pies. Una mueca, una bomba devastadora. Una sonrisa, el regalo de un palacio o la joya más hermosa que jamás hubieran deseado las representantes de la Hermandad.
Y sin embargo, pese a su nombre, pese a su historia, pese al miedo (otra vez, sí, el miedo siempre) que su misma existencia provocaba en quienes eran sus inferiores, o sea, en todos los que él no eran, Patihara tenía los días contados. Como los tenemos todos, por otra parte, ya sean los soles del Cúmulo o los otros soles lejanos de los mundos que habían sido postergados por el avance imparable del tiempo.
Una conspiración de generales y técnicos acabó con su vida. Un hombre-bomba, artificial a su pesar, convencido a propósito, fiel entre los fieles, infiel entre los que más recelos sentían, fue el detonante. Literalmente. Una nueva Babel que ofrecer al Imperio, los caminos sin brújula que abrían paso a los tesoros de otros mundos, y la corte entera: Patihara, sus visires, sus militares, sus esclavos, sus banqueros, su guardia personal, sus esposas, sus hijos reconocidos y los ciento veinticuatro mil quinientos no reconocidos; todos allí, todos para ser inmortalizados en este momento de gloria, en la inauguración de la Babel más potente, más tecnológica, la que había costado tanto sudor, tantas lágrimas, tantos muertos en la lucha contra las colmenas. Todos allí presentes, todos henchidos de orgullo, forrados de oro y de joyas y de piedras preciosas, ajenos a las heces de la guerra, al frío de los mundos donde los soles se cierran, al calor asfixiante de los otros mundos donde los soles estallan, repletos de ambición e ignorantes de la miseria.
Y aquel hombre-bomba que sonreía y se sentía el más feliz de los seguidores del Emperador. El que había jurado tantas veces que daría por él su vida pensando que, dado su alto rango en el ejército, nunca tendría que darla. Pero la dio. La dio sin ganas. O tal vez la dio con convencimiento. Había tantos descontentos, incluso entre las filas de los más felices…
Balakrishna, se llamaba. Los Gaudías se encargaron luego de dar a conocer su nombre, para repudiarlo, aunque lo reverenciaran en secreto. Fue su arma secreta y a la vez el chivo expiatorio. El Asesino Azul, lo llamaron, porque como el dios en cuyo nombre se inspiraba su piel se tornó de ese color, hasta volverse negra. Hasta que explotó y se llevó por delante, en aquella Babel que ahora ya nunca funcionaría, a los visires, los militares, los esclavos, los banqueros, la guardia personal, las esposas, los hijos reconocidos y los ciento veinticuatro mil quinientos hijos no reconocidos del emperador Patihara.
Pero no al Emperador. El Emperador, claro, salvó la vida. Fue un milagro digno de su poder, la demostración de que era dios de dioses, sol entre soles. Porque nadie pudo demostrar que su cuerpo, tan cerca de Balakrishna cuando este llegó al punto de explosión, quedó tan volatilizado que ni células quedaron de su paso por esta vida.
Esto, más o menos, había llegado a conocer Chandra, aunque nadie le hablaba claro. Solo lo alimentaban, lo bañaban, le enseñaron a firmar y a sonreír, a posar para este lado de las holocámaras, a pronunciar discursos donde juraba venganza y a pulsar con dedo firme los botones rojos que lanzaban a millones de hombres a la guerra. Porque la muerte de Patihara no existió a los ojos de los pueblos. Cinco minutos después de aquella explosión que se transmitió en directo por toda Akasa Puspa, apareció sin un rasguño, estremecido pero sereno, los ojos inyectados en sangre, para anunciar que quienes habían querido asesinarlo habían fracasado.
Aquel fue el primer discurso de Chandra. Había pasado cinco meses ensayándolo en algún remoto rincón de los mundos en el abismo, desde aquella tarde que, en el mercado de Dehli XXXIV se encontró con aquellos hombres que lo miraron raro, y lo siguieron, lo capturaron camino de su casa y cotejaron su enorme parecido físico con el Emperador, algo en lo que Chandra no había reparado nunca porque jamás había tenido tabletas propias con las que compararse y lo que veía en los espejos era a un simple paria.
Por eso sabía que no era un clon. Le hicieron pruebas. Le inyectaron sondas. Lo midieron, lo pesaron, le quitaron las liendres y las barbas. Le enseñaron idiomas, lo instruyeron en números y letras. Por si alguna vez, le prometieron, el Emperador tenía deseos de descansar y conocer a alguna mujer nueva y él ocupaba su lugar, asistiendo a un concierto o un desfile.
Todo mentira. Los Gaudías llevaban años planeando, soñando con este momento. Eran parte del poder pero no estaban contentos con los caminos que tomaba el poder. No sólo querían más: lo querían de otra manera. Y Patihara nunca escuchaba. Patihara fijaba a su gusto y forma los destinos de Akasa Puspa, los bombardeos, las masacres, los saqueos, las conquistas. Por tanto, los Gaudías, aquel puñado de generales y almirantes que habían decidido recurrir al golpe de estado y al engaño al amparo del culto a Krishna (y Chandra nunca supo si su fe era sincera o era cinismo puro) decidieron apoderarse de todo: de los mundos, de los mapas, de las naves exploradoras, de los acuerdos comerciales y las Babeles. Y continuaron por su cuenta cortando y midiendo, enviando a hombres y mujeres a la guerra. Y controlando a Chandra.
Era curioso ver cómo los pueblos adoraban a Patihara. Es decir, a Chandra. O al avatar en que Chandra había sido convertido a la fuerza. No importaba que estuviera tan remoto, tan alejado en todo que no pudiera comprender sus sufrimientos, sus pesares, sus pequeñas felicidades cotidianas. O, aunque los comprendiera, que no pudiera hacer nada al respecto. Le preocupara o no le preocupara. El destino de los reyes es encarnar los sueños de las gentes, y un emperador es rey de reyes. No tiene a nadie por encima y la vista no le llega para ver qué tiene por debajo. O eso debe suceder con los emperadores de verdad, aunque no con Chandra. Porque él sí tenía por encima a aquellos hombres de hierro y plastiacero que controlaban, con él como parapeto, el presente y el futuro del Cúmulo. Y tenía por debajo a aquel hormiguero infinito que no era consciente de que su reina era una marioneta falsa
No podía quejarse, en todo caso. En tres años disfrutó de manjares, conoció mundos, vio cómo se apagaba un sol y cómo nacía una galaxia, dio su nombre a una nueva raza de servomecas, cohabitó con mujeres sin habla que eran capaces de hacer maravillas con sus lenguas. No tenía otra preocupación en el mundo que no traicionarse al hablar en su antiguo dialecto ya casi olvidado, no ceder el paso a los ancianos, no sonreír cuando veía a un niño pequeño o un gato adorable: los Emperadores no necesitan dar fe de todas esas cosas.
Sin embargo, sabía que bajo el nombre del avatar que ahora era seguía habiendo masacres, y bombardeos, y muertes y dolores y miserias. Pero la culpa no era suya, lo sabía. Era de los Gaudías. O, en todo caso, era de Patihara. Y él era un muñeco en sus manos, un señuelo, un robot programado para firmar y saludar, no para enmendarle la plana a nadie o aconsejar sobre qué medidas había que tomar para evitar la hambruna o encarrilar la guerra.
Si hubiera sido un clon, como a veces imaginaba, tal vez tendría en sus genes algo del fuego del Patihara de verdad. Pero no lo era. Había visto análisis de sus ADN y no coincidían, aunque una película de aminoácidos falsos lo encubriera para los médicos que lo atendían y no estaban en el centro de la conspiración (una medida sobrante, en cualquier caso, porque esos médicos solían tratarlo solo una vez antes de desaparecer para siempre en el pozo de gravedad de una estrella incandescente). Los Gaudías querían dominar la historia, pero no tenían ni idea de lo que encierra, de lo que avisa la historia. El poder tiene muchas sombras, es la sombra. El poder está en manos de quienes lo desean, pero no solo corrompe, como dicen. El poder se ceba en quienes lo desean. Los exprime, los quiebra, los reseca. Es complejo, irresoluble, una madeja imposible de resolver, un cubo de Roshoi que se complica infinitamente, un copo de hielo que presenta cada día nuevas aristas.
Y no todos los hombres, ni todos los dioses, están preparados para manejarlo. Ni Patihara. Ni los Gaudíes. Ni Chandra. El poder es un cáncer que multiplica los problemas, una lluvia de barro que mancha todo lo que no seca, la hidra que extiende sus serpientes y muerde la mano que se cree a salvo tras el guantelete de la exoarmadura.
Puedes anhelar el poder y resolver algunas cosas. Puedes desear la capacidad de solucionar lo que ves mal hecho e incluso hacerlo. Pero el poder es una enfermedad, o quizás la enfermedad sea la misma vida, y los problemas que hoy solucionas se convierten en retos imposibles pasado mañana. Patihara, el original, iniciaba guerras a un chasquido de sus dedos. Como maldecidos por una Gorgona, los hombres se despeñaban con un parpadeo de sus ojos. Devastaba con bombas, regalaba joyas, inseminaba mujeres y decidía los destinos de las guerras. Hacía infelices a unos pueblos y hacía felices a otros. Traía la victoria para unos y ahogaba a otros tantos en derrota. Solucionaba una falta y quedaba atado de manos ante una discordia.
Lo mismo que le había sucedido a sus predecesores. Lo mismo que le estaba sucediendo a aquellos hombres de exoarmaduras y palabras roncas, los Gaudíes que se habían creído capaces de controlar las riendas de Akasa Puspa y someter a colmeneros y hermandades, los que se imaginaban cabalgando leviatanes y saltando de mundo en mundo con el poder de las Babeles.
Los que ahora se encontraban con mil dos incendios en los mundos que atacaban, los que cada día perdían el control de naves y colonias, los que habían airado a los angriff, los que ya no tenían dioses a quienes rezar porque, creyéndose dioses ellos mismos, habían perdido la fe en lo que eran.
Los que ahora huían. Los que desertaban. Los que tomaban cápsulas de cianuro o se volaban la cabeza de un disparo. Los que buscaban como locos cirujanos plásticos que les cambiaran la fisonomía y hasta la dotación genética. Los que se volvían traidores y abrían las puertas de los Babeles a los enemigos que hasta ayer mismo habían odiado con saña.
Los que habían dejado a Chandra solo en este refugio subterráneo, rodeado de oficiales inferiores que no sabían lo que hacer, los que le pedían con un nudo en el corazón una orden para lanzar una ofensiva, los que se ahorcaban de las puertas, las mujeres que se cortaban la garganta antes de caer en manos de los enemigos que los asediaban, como lobos de un cuento de hadas. Daba lo mismo que quienes rodeaban ya el palacio fueran colmeneros o angriffs, jinetes de juggernauts o los hijos enloquecidos de los Urtsapini. El final estaba cerca. Patihara iba a morir por segunda vez, aunque Chandra fuera a hacerlo por vez primera.
La pistola, el cianuro, la bomba instalada en las entrañas, el detonador termal, la horca, qué más daba. El enemigo derribaba las puertas. Se oían los gritos, el tartamudeo de los lasers, los gruñidos. ¿Qué podía quedarle a Chandra, sino unos pocos minutos, ni siquiera media hora? La pistola o la bomba, el cianuro o la horca, el detonador o la asfixia de esta responsabilidad que ahora era suya cuando no había sido de nadie. O había sido de todos. El poder, que todo lo moja y todo lo mancha. El poder, que todo lo engaña y todo lo ensucia. Y él, que ni siquiera sabía si era un clon o no lo era, si de verdad lo encontraron en un mundo lejano y lo prepararon para esto o lo programaron en sueños para que creyera ser el falso avatar de un tirano que no había visto el final del mundo que su delirio había causado.
Los servomecas que llevaban su nombre incinerarían después su cuerpo. No quedaría ninguna prueba. El futuro, si lo había, no sabría que el Patihara original había muerto hacía seis años en la inauguración de un Babel lejana, ni que Chandra era un señuelo, un sustituto, una marioneta. O un clon, quizá. Un clon, Visnú no lo quisiera, porque entonces alguien que no era él tendría quizá que vivir de nuevo el dulce envenenado de esta pesadilla que por fin se acababa.
Juan Miguel Aguilera, creador junto con Javier Redal del universo de Akasa Puspa, tuvo a bien abrir su creación a otros autores, cosa que yo nunca me atrevería a hacer. En una de las dos antologías para la ocasión, escribí este relato.