Se pone hoy a la venta mi nueva novela, ODISEO REY, mi reinterpretación del mito homérico que es la base de nuestra cultura: la guerra de Troya y el largo periplo de vuelta a Ítaca contado por el propio Odiseo y el contrapunto de Penélope que espera y reina. Aquí un fragmento: el momento en que las tropas aqueas destruyen la ciudad de Ilión tras la estratagema del caballo de madera.
CANTO XLIII
Profecía cumplida
Los fantasmas corremos por las calles. Desnudos de cuero, armados de bronce. En silencio. Ya gritarán otras gargantas por nosotros. La última vez que estuve dentro de esta ciudad, huía. Ahora persigo. Estaba solo. Ahora me acompañan cincuenta monstruos.
No es difícil ubicarse. Estamos en una plaza adornada por templos. Detrás asoma un palacio. A la izquierda, más abajo, el lugar donde se alzaba el caballo de piedra, el caballo vencido. Qué ironía que la victoria venga en las ruedas de un caballo similar, pero de madera.
Nos dividimos. Filoctetes, Macaón, Teucro, Yálmeno y Calcante, hacia un lado. Andímaco, Epeo, Polipetes, Talpio, Áyax el menor, por otro. Me siguen los demás, camino de la plaza y la entrada oculta del pasadizo. En el camino encontramos borrachos tendidos en el suelo, durmiendo el efecto del vino y la fiesta. Nunca llegarán ya a sus casas. Pero los muros de las casas no les servirán de nada a los que sí lo hicieron. Somos un veneno que ya está dentro.
Filotectes lanza una flecha al cielo. Sube tanto la llama que parece que no caerá nunca a tierra. Una señal convenida. La flota de Agamenón, oculta detrás de la isla de Imbros, ya ha tenido tiempo de dar la vuelta en la oscuridad y regresar a la orilla. Ya deben de estar desembarcando los guerreros y los carros.
Las puertas Esceas, sin su dintel, podrán ser rebasadas con facilidad. Pero no harán falta cuerdas ni escalas, porque cuando llegamos al interior de la muralla vemos que las puertas están abiertas de par en par, como la boca de un viejo muerto. Quizá los troyanos, con el festejo, han olvidado cerrarlas, jadea a mi lado Menelao. Sé que no. Las han abierto a propósito. Sea Helena o esclavos enviados por ella ya no puedo asegurarlo. No importa ahora.
La muerte mata entre gemidos. Hunde entre silencios al silencio. Los portones de las casas ceden a las patadas, reciben el abrazo del fuego. Somos una manada de lobos y ellos, pobres incautos, un rebaño sin dueño. Matamos. Porque estamos hechos para eso. Porque hemos venido a matar desde que llegamos a estas costas, hace tantos, tantos años.
Matamos, me digo, porque matar es la única manera de que ya no matemos.
Nos armamos. Cada vez que un guerrero asoma y cae (porque la voz de alarma suena ya, primero avisando del fuego, luego del engaño), nos apoderamos de su peto y de su casco. La confusión entonces es mayor para quienes nos salen al paso. Porque son sus propias armas quienes los enfrentan. Su hierro contra su hierro.
Arden las casas, arden los templos. Pronto arderán los palacios. Al mando de Leonteo, Ifidamante y Tersando localizan las cuadras. Arden entonces las crines y el símbolo de Troya, espantado, se vuelve también contra los propios ciudadanos. Galopan en estampida por las calles, encendidos, como caballos del carro de Apolo que hubieran bajado a tierra esta noche.
Del agujero en el suelo surge un nuevo contingente de aqueos: los dirige Áyax el grande, que insistió en venir dentro del caballo, pero a quien pude convencer de que liderara esta sección del ejército, dados sus muchos meses de horadar el terreno. Son cientos de hombres los que brotan del túnel, mientras cientos más se reparten por los túneles que hemos descubierto, los pasadizos por los que no podrá escapar ningún troyano cuando comprendan que todo está perdido para ellos.
Suenan trompetas ahora. El toque que anuncia el ataque final desde la llanura. Agamenón marcha a la cabeza, seguido por tantos guerreros que temo que se atasquen en las puertas Esceas como se atascó, antes de nuestro truco final, la cabeza de madera del caballo.
Hemos luchado contra soldados, pero la guerra se resuelve cuando te enfrentas a hombres y mujeres que no han hecho de las armas su oficio. Cuando masacras a ancianos. Cuando tu espada siega niños. Comprendo, mientras mis hombres atacan a una masa que huye hacia las puntas de las lanzas que los esperan al otro lado de las calles, por qué Evandros miente. La guerra es la muerte del honor. La guerra solo mancha. Es pus. Es vómito. Es mierda. La guerra convierte al caballero en matarife.
Pero a la guerra me debo. A la guerra nos debemos. No me toca juzgar ahora. Ya lloraré luego. La manzana dorada que durante tanto tiempo se alejó de nuestro alcance mientras nos hundíamos en las aguas del pantano de nosotros mismos está ahora ya en nuestro poder. De un modo u otro, es el final. Nos hemos rendido a la impaciencia. Nos embriaga la necesidad de terminar pronto.
Es una noche de espanto y miseria, y rezo a los dioses (sí, rezo) para que me permitan olvidar los horrores que estamos repartiendo. Pero los dioses están aquí también, con nosotros, devorando y bebiendo. Ríen, porque su risa se nutre del dolor de los hombres. Y mientras la frente me late los siento a mi alrededor, una pugna invisible más allá del alcance de nuestra visión. Los dioses se han hartado del juego. Ha llegado para ellos el momento de cobrar la apuesta.
El fuego arrasa los templos. Quien no muere atravesado, muere aplastado en la huida. Acostumbrados al silencio de un día entero en penumbra, nuestros oídos revientan de ruido. Chasquean los huesos, borbotea la sangre. Los cuerpos se reparten por las esquinas y las calles como troncos talados.
Estamos borrachos de odio como los troyanos están aún borrachos de vino. Nunca es bueno, me decía mi padre, cuando razonaba y era sabio, confiar demasiado en Dionisos. Esta es la prueba. Como quien acude a una boda y ya lo hace ebrio y no se tiene luego en pie ni cumple los ritos sagrados ni los deberes conyugales, son tantos los teucros que no saben aún si sueñan, o si están despiertos antes de sumergirse para siempre en el sueño, que sus armas son palillos contra nuestra maquinaria bélica. Llevamos tanto tiempo imaginando este momento que nos movemos como si ejecutáramos los movimientos de un baile ensayado de antemano.
Propagamos miedo porque somos el miedo. Quizás los teucros habían imaginado también ese momento, lo habían temido noche tras noche durante años, pero ha bastado una sola noche de engaño para que ahora el miedo por la muerte inmediata anule todo cuanto esperaban. Duele morir indefenso. Duele morir viendo cómo mueren tus padres, cómo matan a tus hijos, cómo tus mujeres son respetadas de la muerte inmediata para hundirlas luego en la humillación que solo las mujeres son capaces de soportar, las víctimas más desdichadas de toda guerra, porque la guerra no acaba con la victoria: para ellas la guerra se extiende más allá, en la esclavitud, y son derrotadas noche tras noche, contra su voluntad. Ese será el destino de tantas de las esposas de los guerreros troyanos que no soy capaz de imaginar cómo se cantará este momento para ensalzar que hemos vencido.
Nos hemos convertido en los perros de la guerra, y somos perros rabiosos. La sangre llama a la sangre. Es la gula, la lujuria del guerrero. Nunca hay suficiente, no importa que las espadas resbalen entre nuestros dedos pringosos, que nuestros pies pisen cuerpos blandos que se rompen como huevos bajo nuestro paso.
La noche parece detenida en las clepsidras. El tiempo se para para que tengamos más tiempo. La sangre propia se agolpa en los oídos, la ajena mancha ojos, manos, rostros. Ya no reconozco a mis hombres, como quizá ellos no me reconocen, como no me reconozco a mí mismo. Las tropas de Agamenón han tomado la muralla, disparan desde arriba contra todo el que intenta huir de la ciudad.
Porque ya de huir se trata. Los guerreros de Príamo van cayendo como briznas de trigo. Ya no hay fe en la resistencia, como nunca la hubo en la victoria. Media Troya arde ya pasto del fuego. No hay puerta que resista el acoso. Las Furias nos han poseído, han hecho de nosotros leones hambrientos.
Ya no suplican los viejos. Han dejado de llorar los niños. Porque ni lloran ni suplican los muertos. Solo se oye el llanto de las mujeres, los chillidos de dolor y angustia. La desesperación por haber sido reducidas a carne.
Avanzamos hacia el palacio. La guardia no nos detiene. Nada ni nadie puede hacerlo ya. Cuando la victoria está tan cerca, las fuerzas hinchan los músculos, nublan la visión y queman el cerebro.
Hay un reguero de estatuas destrozadas cuando accedo al palacio. Muchachos muertos, quizás hijos de Príamo. Sacerdotes con las cabezas abiertas por los golpes de las hachas. Y me pregunto al verlos qué vieron antes de morir en este sitio. Si se iluminó su visión de colores que no existen, si vieron venir a por ellos nubes de nieve o humos grises como la piel de un topo.
La profecía, poco a poco, se ha ido cumpliendo. Menelao busca a Helena entre las mujeres prisioneras, y después también entre las muertas. No está en ninguna parte. Quizás esté cautiva de alguien que no la ha reconocido. O es posible, me digo, que puestos a disputar su posesión hasta el final, su nuevo esposo, su suegro de tantos años, hayan decidido matarla ellos mismos antes de renunciar al tesoro de su existencia.
Corro entonces hacia el templo donde la hallé, sabiendo lo que voy a encontrarme dentro. Aun así, no puedo evitar un jadeo de espanto. Porque me cruzo en la puerta con Áyax el menor, el amable y galante Áyax, hijo de Olieo, que sale tambaleándose, con el rostro y el torso marcado de arañazos. Corro al altar. Allí, donde dijo, en la misma losa donde se veía muerta, está muerta Casandra, con una calavera de sangre entre las piernas y los ojos muy abiertos, agradecidos tal vez de saberse libres de la maldición de ver el futuro. En un lado, con la garganta abierta y los ojos cerrados, yace el rey de Troya, el hombre que se negó a aceptar ese futuro que le vaticinaba el don de su hija y la lógica de la guerra, tan responsable como Agamenón de los desmanes de esta noche, de los estragos de tantos años de combate.
Helena no está aquí. Pienso que quizás haya escapado. También ella conoce el secreto de los pasadizos. Ahora que ya las hormigas aqueas han dejado de salir del suelo, quizás haya pensado que es el único lugar donde mantenerse a salvo.
Me abro paso hacia la plaza. Tengo, todavía, que abatir con mi espada a tres, cuatro, cinco hombres que me atacan. Dos de ellos ni siquiera son soldados. Levanto la losa y salto al interior. Esta vez, una tea me acompaña. Me guío en la oquedad, sigo el camino de mis pasos. No se distinguen huellas en la piedra del suelo. Una señal en la pared me indica dónde dejé las pistas para hallar la estatua de Arinna. La sigo. Y me sorprendo al ver que la estatua ya no está donde la dejé.
Escucho un llanto. Corro hacia la fuente del sonido y entonces los veo allí. Un muchacho joven con un anciano a hombros, y un niño de la mano, y una mujer y varios criados detrás. Junto a su pecho aprieta la estatua, como si ese pedazo de madera pudiera protegerlo de mi espada.
No lo conozco. Un príncipe, quizás, o un noble. Un hombre que protege a su familia y trata de huir de la matanza, en todo caso. Como haría yo si me hallara en Ítaca y en mi mano estuviera salvar la vida de Penélope, y de mi hijo Telémaco, y de mi padre Laertes. Por un instante, en la confusión de llama y sombras, se me antoja que son ellos.
El muchacho me mira. Nuestras miradas se cruzan. Será mi espada contra la suya. Y cuando las espadas se encuentren, solo podrá haber un resultado.
Avanzo un paso. Entonces me hago a un lado. No hablo. No me habla. Hago un gesto con el brazo y los dejo pasar. No más muertes hoy. No por mi mano.
El muchacho asiente y pasan todos por mi vera, perdiéndose en las sombras. Nunca sabré quiénes son. Pero he tenido su vida en mis manos, y por un momento me he rebelado contra los dioses y su destino.
Vuelvo a la superficie. La lucha parece haber terminado ya, si lucha ha sido y no matanza. Me encuentro con Evandros, que sale corriendo de uno de los palacios cargado de pergaminos. Hay una luz febril en sus ojos, aunque sé que no ha participado en las muertes. Me reconoce, a pesar de la sangre y el hollín y el cansancio.
—¡Odiseo! —me grita—. ¡Odiseo! ¡Mira! ¿Ves lo que es esto?
Lo veo, pero no entiendo su significado.
—¡Los troyanos también tenían poetas! ¡Estos son sus cantos! ¡Oh, por los dioses! ¡No memorizan como yo hago las acciones de la guerra! ¡Las dibujan con signos en estos pergaminos! ¡Está aquí! ¡Está todo aquí, estoy seguro! ¡La historia de Paris y Helena! ¡Las proezas de Héctor! ¡La protección y la condena de sus dioses! Ay, Odiseo… ¡tanto tesoro más valioso que la plata y el jade que los soldados roban! Si supiera… si pudiera entender lo que aquí dice. Si hubiera un modo de descifrarlo…
Dejo a Evandros, poseído de una locura no muy distinta a la de todos nosotros. Empieza a amanecer. Helios tarda en asomarse, quizá porque ha oído el estrépito de la matanza y también tiene miedo.
Empujan los aqueos a las mujeres y los supervivientes. No queda un solo guerrero. Ni un sacerdote. Los soldados aqueos vitorean a Agamenón, que sonríe displicente, como no queriendo aceptar un homenaje que, de todas formas, no merece.
Oigo el llanto de un niño. Lo oímos todos. Viene de arriba, por encima del crepitar de las llamas, de las risotadas de los soldados, del gemido de las muchachas sometidas al silencio.
En lo alto de la muralla, una mujer que trataba de huir suplica a un guerrero que alza a un niño pequeño por encima de su cabeza. Pero es en vano. No sé quién es, pues no la he visto antes. Pero de pronto es como si una voz me soplara su identidad al oído. O quizá me lo hace intuir la riqueza de sus vestidos y el luto de su velo rasgado. Es Andrómaca, la esposa de Héctor. El niño que llora debe entonces de ser su hijo.
El llanto del niño se apaga de repente cuando se estrella desde lo alto de la muralla contra el suelo. Es apenas un bebé. Como mi hijo. No, mi hijo era un bebé cuando partí de Ítaca. Mi hijo no es este niño, pero podría haberlo sido. El grito desgarrado de la madre se ahoga en un gruñido, y el guerrero que ha lanzado a la criatura desde las almenas la agarra por los largos cabellos negros y baja con ella por las empinadas escaleras de piedra y la obliga a postrarse a los pies de Agamenón. Me lleno de horror al reconocer que también él ha caído víctima de la locura de la guerra, pues es el otro Áyax, el hijo de Telamón, el gigante. Mi amigo.
Suenan voces. Han encontrado a Helena.
Corre a su encuentro Menelao, espada en mano.
No puedo más. No soporto más iniquidad. Me desplomo en el suelo y lloro.
Lloro.