JINETES DE SELVAS Y ESPACIOS
El medio era tan joven que aún no tenía el nombre con el que, equívocamente, nos empeñaríamos todos en llamarlo durante muchas décadas. Los títulos que los periódicos ofrecían en sus páginas no eran ya exactamente “funnies”, ni eran, como luego, “comics” (sin la tilde), y sus dibujantes eran “cartoonists” aunque trabajaran en series continuadas y desarrolladas en secuencias, no necesariamente en caricaturas ni en una sola viñeta. El medio era tan joven que todavía podía explorar y expandirse, buscar soluciones narrativas y recursos gráficos.
Los cómics (llamémoslos así, a fin de cuentas, ahora ya con tilde obligatoria) quizá desarrollaron la estética “realista” (aunque no lo fuera) precisamente por esa necesidad de búsqueda de recursos (la expresividad del primer plano o la espectacularidad del plano general vienen inmediatamente a la cabeza), así como la necesidad de los artistas de demostrar que eran algo más, mucho más que caricaturistas. Aunque cada uno disponga de características propias, la influencia del medio hermano, el cine, no puede soslayarse, ni tampoco las modas sociales de cada momento, sus miedos, sus anhelos. Había terreno virgen por explorar en temáticas y estéticas. Quizá, como hemos visto tantas veces antes y luego, nadie quiso ser el primero en abrir senda: es siempre más seguro ser el segundo.
Con ilustres precedentes (¿quién puede negar que los mundos oníricos de Little Nemo no instan al sueño de la aventura, o que la valentía tan de Harold Lloyd del pequeño Wash Tubbs, o el sarcasmo viajero de Popeye no estaban ya haciendo cosquillas a la aventura?), los cómics estallaron en busca de nuevos potenciales con la publicación casualmente simultánea de dos títulos que buscaban el apoyo de la literatura de masas y, al menos uno de ellos, contaba con la bendición de la popularidad del cine: desde 1929, el exotismo selvático de Tarzan of the Apes y los mundos futuros de Buck Rogers in the 25th Century [1]reventaron las fronteras de la narrativa dibujada. Apenas dos años más tarde, fruto de la popularidad del cine de gánsteres y de los propios hampones en el mundo real, aparece Dick Tracy, el sabueso detective que ganó su placa de un día para otro (las cosas de los cómics) y que se convirtió en el primero y más implacable de los muchos policías de ficción que vinieron luego.
Había mundos por explorar, mundos a los que hacer la competencia. Si los cómics, en sus entregas diarias o sus hermosos suplementos dominicales, ayudaban a vender periódicos, y ya existían los precedentes de fichajes y trasvases de una agencia de prensa (los “syndicates”) a otros, tanto de autores como de personajes, no es extraño que, en aquellos años en que el medio de la aventura diera sus primeros pasos balbuceantes, se buscaran autores capaces de enfrentarse al reto de arrebatar lectores a los autores pioneros. La buena fortuna, o el destino, quiso que King Features Syndicate contara ya entre sus filas con un joven que apuntaba maneras, aunque nadie quizá hubiera podido imaginar entonces que acabaría por convertirse en uno de los más grandes.
Alexander “Alex” Gillespie Raymond había nacido en 1908, en una familia católica de New Rochelle. Aunque tenía buena mano para el dibujo, la muerte de su padre, ingeniero civil, y la necesidad familiar lo encaminaron hacia una prometedora carrera como corredor de bolsa. El crack de 1929 y la Gran Depresión lo desviaron de ese mundillo y lo hicieron volcarse en su afición artística. Hizo de ayudante y luego de “negro” para autores como Russ Westover en Tillie the Toiler y, una vez en King Features Syndicate, de Lyman Young y su hermano mayor Chic. Con el tiempo, hemos podido advertir, por un lado, la estilización de la estética de Blondie y su inocente sensualidad fruto de la influencia del joven ayudante, y sobre todo, la inclusión en las aventuras selváticas que ya no los abandonarían de aquella pareja de jóvenes vagabundos, Tim Tyler y Spud, nuestros Jorge y Fernando[2].
Raymond era joven, rápido y ambicioso. Estar a la sombra de otros autores, sin reconocimiento autoral, y con un sueldo exiguo, no era suficiente. Es de suponer, además, que tanto los artistas con quienes trabajaba como los jefes para los que ofrecía su labor artística estaban al tanto de las capacidades de la joven promesa. Ante la necesidad de enfrentar a Buck Rogers con otro héroe espacial (y Brick Bradford, creado en 1933, acabaría siéndolo, pero entonces aún no lo era), KFS empezó a buscar un título que pudiera luchar con sus mismas armas.
Alex Raymond presentó un proyecto que fue rechazado por su falta de acción, la historia de un grupo de científicos donde uno de ellos, no el protagonista, se llamaba ya “Flash”. Un segundo intento, algo más estilizado, fue rechazado también. Se buscaba la aventura y el exotismo, un poco al estilo de las novelas de John Carter de Marte de Edgar Rice Burroughs, cuyos derechos no pudieron conseguirse[3]. El tercer intento de Raymond, ya con el nombre Flash Gordon y la peripecia como motor de arranque, recibió el visto bueno. Al socaire del éxito de la novela de 1933 When Worlds Collide (Cuando los mundos chocan, llevada finalmente al cine en 1951), y ocupando dos tercios de la segunda página en color de los periódicos dominicales, Flash Gordon ofrecía aventura a raudales, un no parar de situaciones al límite, villanos orientales, razas alienígenas, mujeres hermosas de erotismo deudor de la descocada década que quedaba atrás. Y muchos prestamos artísticos del gran Harold Foster, lo cual nos indica la admiración que el joven Raymond sentía por el ya maduro maestro y, más que ninguna otra cosa, las prisas con las que tenía que abordar su trabajo.
Porque, si Flash Gordon se enfrentaba a Buck Rogers, la página de los periódicos quedaba completada por otra serie del mismo autor, Jungle Jim, donde se intentaba ofrecer una respuesta “civilizada” a Tarzan y se contaban las aventuras desaforadas, igualmente sin pies ni cabeza, de un explorador y cazador de fieras vivas (basado en el popular cazador Frank Buck y con el físico del hermano menor del propio Raymond, Jim) en una improbable Malasia donde hay leones, tigres, tribus de “negros”, malvados orientales, femme fatales y hombres blancos que se reflejan en su mayoría como explotadores sin escrúpulos. Y todavía tendría Alex Raymond tiempo para dibujar las entregas diarias, con supuestos guiones de Dashiell Hammett, de Secret Agent X-9.
Cualquier otro habría sucumbido en el proceso, pero Raymond era joven y, ya se ha dicho, ambicioso. Con los guiones un tanto inanes de Don Moore (que no firmaría su colaboración hasta los tiempos de Austin Briggs), las dos series en color irían explorando no tanto la aventura colonial o la fantasía espacial como el desarrollo y el avance de la capacidad cuasi mágica del dibujante. De todos los autores de cómics que en el mundo han sido (quitando a Foster, que ya comenzó su andadura en la perfección y nunca se separó de ella) se espera que evolucionen en su grafismo, que tengan buenos y malos momentos, que se adocenen o acaben por repetirse en fórmulas cómodas. No es el caso de Alex Raymond, quien, esteta inquieto, explora y mejora de semana en semana, experimentando con tramas, rayados, formatos de viñeta, del barroco al clasicismo, buscando siempre la belleza absoluta. Nadie, en la historia de los cómics, ha sido capaz, ni antes ni después, de evolucionar de la manera en que lo hizo Alex Raymond, desde sus titubeantes inicios como dibujante anónimo hasta su temprana muerte en 1956.
Durante diez años, Raymond dibujaría sus dos series dominicales (abandonó pronto la presión de las tiras diarias de X-9), hasta que, inquieto siempre, se ofreció voluntario al cuerpo de marines, pese a su edad, para participar en la Segunda Guerra Mundial. Volvería tras la contienda al mundo civil y crearía, en Rip Kirby (1946), una nueva obra maestra, pero sus personajes primeros gozarían de vida más allá de la espectacular progresión gráfica de su autor, no solo en el medio de los cómics de prensa, sino también, como es sabido, en seriales radiofónicos, cine de serie Z para los sábados, comic books, series de televisión, dibujos animados, abundante merchandising y al menos una película de alto presupuesto.
Pero los auténticos Jim de la Jungla y Flash Gordon son los que, desde 1934 y hasta 1944, poblaron de sueños, aventuras exóticas, experimentación sin límite y glamour las páginas en color de los periódicos de su tiempo. Esos que podemos disfrutar, aquí, de nuevo, ahora.
[1] Buck Rogers 2429 A.D. fue el título original de la serie, cuyo dígito fue avanzando cada año, hasta establecerse finalmente como Buck Rogers in the 25th Century.
[2] Tim Tyler’s Luck (1928) es el título original, la historia de un joven huérfano, Tim Tyler, que se encuentra en su camino a otro muchacho, Spud. El tono humorístico de la serie original se fue decantando hacia la aventura hasta fijarse definitivamente en el África colonial y la “Patrulla del Marfil” donde los dos personajes se asentarían.
[3] Curiosa ironía: Flash Gordon se origina cuando no pueden conseguirse los derechos de John Carter de Marte. Cuarenta años más tarde, cuando no pueden conseguirse los derechos de Flash Gordon, George Lucas crea Star Wars. Tanto un título como el otro tienen al personaje de Edgar Rice Burroughs como influencia y modelo. Y, tras el impacto de Star Wars, Flash Gordon y John Carter se acercan al estilo de la saga galáctica.
ROBIN HOOD EN EL ESPACIO, GARY COOPER QUE ESTÁS EN LA JUNGLA
Cuentan que una dama de alto copete e influencia económica y política, devota y apasionada adalid del creacionismo, puso el grito en el cielo, dio un golpe de teléfono y levantó la liebre contra Flash Gordon. No por la cantidad de bellas féminas y bellos gimnastas semidesnudos (estamos en los años treinta todavía, recuerden) que eran santo y seña de la tira, sino por el descarado desfile de criaturas antropomórficas con las que el bello Flash y su no menos bella compañera Dale se iban encontrando semana a semana: hombres halcón, hombres lagarto, hombres bestias… lo que se le fuera antojando a la imaginación del dibujante (¿o del guionista?). Dios había creado al hombre a su imagen y semejanza y por tanto era imposible que, en otros planetas, su semejanza tuviera rasgos animalescos: una agencia seria con miles de anunciantes como era la King Features Syndicate no podía posicionarse a favor de la evolución en ese sentido.
Como resultado, Flash dejó de encontrarse con seres mitad humanoides mitad animalescos para centrarse, a partir de entonces, en cada-vez-más-bellos seres humanos (y sobre todo cada vez más despampanantes reinas humanas).
Es posible, sin embargo, que fuese el propio Raymond quien, en su búsqueda continua de la belleza, dejara a un lado los experimentos con animales para centrarse en la anatomía y, en cualquier caso, los paisajes y la flora y fauna no humanoide. Raymond buscó siempre el reconocimiento artístico que la historieta aún no tenía, y es posible que, en el apetitoso trasvase de Flash Gordon a las pantallas cinematográficas (el primer serial del personaje, protagonizado por un más que ideal Buster Crabbe es precisamente de 1936, los años que recoge este libro) lo dejaran un tanto chafado: una cosa era la belleza de sus criaturas en papel y otra el aspecto un tanto ridículo al que obligaba el bajo presupuesto y los rudimentarios efectos especiales del momento. O, dicho de otra manera, Vultan en los dibujos impresos impone respeto, en pantalla da (al menos ahora) un poquito de risa (y estoy hablando, sí, tanto del Vultan en blanco y negro que interpretó Jack Lipson como del encarnado por Brian Blessed muchos años más tarde en la película de Mike Hodges de 1980).
El viaje de exploración de Flash Gordon, Dale Arden y el indispensable Hans Zarkov por los reinos de Mongo, sin el descubrimiento continuado de esas criaturas, acaba por convertir a los personajes en émulos de Robin Hood: su misión, olvidado el reino conquistado en el Torneo de la Muerte, será provocar revueltas en los reinos vecinos y enfrentarse al emperador Ming (ese villano asiático que, también con los años, dejaría de serlo quizás porque su bella hija Aura y su bello yerno Barin también se reconvirtieron a lo caucásico). En la misión democrática de Flash contra la tiranía del emperador está buena parte del tebeo de aventuras español, en especial el marchamo de El Capitán Trueno.
No es de extrañar tampoco que, en la baraja de reinos que pueblan Mongo (reino del aire, reino subterráneo, reino submarino, reino de las nieves, etcétera) nos encontremos con Arboria, el feudo de Barin y Aura, donde todos van ataviados de los Merry Men of Sherwood aprovechando la estética de la película en tecnicolor de Errol Flynn de 1938. No creo que haga spoiler si recuerdo que el propio Errol Flynn aparecerá de secundario en el próximo libro, encarnando al capitán Sudin. Buster Crabbe era el Flash Gordon (y, en ocasiones, el Tarzan y el Buck Rogers) perfecto, pero no puede descartarse que Raymond soñara con que actores de primera fila (o de reconocido éxito en el taquilla) dieran vida a sus personajes: la atracción por la aventura que encarnaba Flynn, recuérdese también, dio origen al cartel (¿o era programa de mano?) de Captain Blood que Raymond realizara y que reproducimos en nuestro anterior libro.
Mientras tanto, allá arriba, en las junglas de oriente, el hermano moreno de Flash Gordon (más que evidente doppelganger de Gary Cooper en Tres lanceros bengalíes, 1935) seguía explorando (y, hoy, escandalizando un tanto con su visión encalada del mundo) más que el entorno que le rodeaba, la posibilidad de desarrollar historias que tuvieran algo de enjundia. Da la impresión de que Raymond nunca se toma a Jim demasiado en serio, que la historia se estira de semana a semana hasta que el autor se aburre, da el capotazo y pasa a otra historia: de ahí las abundantes contradicciones en las tramas, el caprichoso ir y venir de personajes. El mundo de Jim de la Jungla es, a su modo, tan extravagante e increíble como el de Flash Gordon, pero se antoja más caprichoso, menos medido, más improvisado sobre la marcha. No es poca su influencia en los tebeos españoles de inmediatamente después: los parajes de marca blanca, la sumisión al imperialismo y el colonialismo blancos, los sátrapas malvados, la peripecia por la simple peripecia.
Yo diría que el “estilo Marvel” (el dibujante dibuja y el guionista rellena luego con textos) se inventa en esta serie: Raymond va rellenando las viñetas a su gusto, aprendiendo y mejorando (¡y cómo aprende y cómo mejora!) y a Don Moore le toca, al menos durante bastante tiempo, rellenar con palabras los bocadillos y explicar la trama. No lo verán ustedes porque son errores que se enmiendan en la traducción, pero hay ejemplos abundantes de nombres de personajes que el scripter o el rotulista equivocan
Jim de la Jungla, siendo una serie menor, contiene ya el germen de lo que será menos de diez años más tarde la obra maestra de Alex Raymond: mucho de la estética y de los supuestos de Rip Kirby ya están aquí: el héroe de una pieza contemporáneo, el criado al rescate, las herederas bellas, los villanos sin escrúpulos que pertenecen por igual a los bajos fondos del mundo del hampa como a los círculos del dinero y el poder.
Contiene, también, una de las características más acusadas de toda la obra raymondiana, presente también en Flash Gordon aunque de forma un tanto más soterrada: la pulsión entre la damisela buena y la vampiresa mala, entre Lynne Chalmers y sus émulas y ese gran personaje que es Shangai Lil (Lili de Vries, que suena a Lil De Vil), la mala que roba el corazón del autor y según se da medio a entender, del propio Jim Bradley, que le perdona como perdonan los gobiernos sus deslices criminales y mantiene con ella una relación que, aunque no se cuenta, es de todo menos romántica.
Lil es una mujer de carácter fuerte, contradictoria pero mucho más interesante incluso que el héroe protagonista (sobre todo cuando no le dan ataques de personalidad enamoradiza a lo Dale Arden), y que luego se reciclará para dar la réplica a la rubita Honey Dorian en la otra gran mala morena redimida de sus historias del detective con gafas de concha, Pagan Lee.
DE LOS HIELOS A LOS TRÓPICOS
Poco más de cinco años separan las primeras páginas de este libro de aquellas con las que Alex Raymond empezó las dos series que simultaneó hasta su marcha al cuerpo de marines y la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico. Y son cinco años que suponen un viaje de exploración y reconocimiento, una búsqueda incesante de una estética o de muchas estéticas, de modos de narración (ahí tienen ustedes el juego de bocadillos que de pronto desaparecen y nos muestran el texto desnudo con apenas una rayita para indicar quién habla y, después, el texto puro y duro al estilo narración novelística de la que Hal Foster ha sido siempre santo y seña). Raymond ya era un buen dibujante en sus comienzos, pero es la práctica continuada, el saberse dueño de la página que compone y entrega cada semana a los periódicos (si alguno aún se sorprende del tamaño de esta edición, recuerde que la reproducción en los periódicos norteamericanos era aún más grande), el ir progresivamente probando tamaños y hechuras narrativas le lleva a un periplo donde la búsqueda de la sorpresa en el lector (especialmente en Flash Gordon) le lleva al encuentro de la sorpresa estética para sí mismo. Raymond nunca dejó de explorar, nunca se contentó con una manera de dibujar y de narrar. Fue un aprendizaje continuo el suyo, un ejercicio de prueba y error que no cimentó de manera casi definitiva (quién sabe cómo habría podido seguir evolucionando) hasta que se contuvo en la narración menos espectacular de las tiras y en la que es sin duda la mejor de sus obras, Rip Kirby. Exagerando un tanto, podríamos asegurar que Raymond nunca fue más artista que cuando quiso ser un buen artesano.
En algún momento del desarrollo de la aventura, bien Alex Raymond o el anónimo Don Moore (¿escribía realmente los guiones o, un tanto al estilo de lo que luego se haría en Marvel Comics, redactaba los textos de una historia esbozada argumentalmente por el dibujante? Así lo parece en ocasiones) son conscientes de que la lucha contra un dictador galáctico como es Ming the Merciless nos acerca a Flash Gordon al sempiterno juego escénico de Robin Hood, que además es la película de moda coetánea de estas páginas, de ahí que por un lado aparezca nada menos que Errol Flynn “interpretando” brevemente al capitán Sudin, y por otro lado las visitas al reino de Arboria nos la describan como un bosque de Sherwood hipertrofiado y futurista donde sus habitantes visten los tonos verdes y los leotardos y gorras con plumita a juego de los alegres compañeros de Robín de los bosques. Es signo de los tiempos que, ahora que ya se han pasado definitivamente al bando de los buenos, Barin y la bellísima y ardiente Aura, hija de Ming, dejen de ser coloreados de amarillo e incluso tengan un hijo rubito y angelical, Alan.
En la serie dejan de aparecer personajes humanoides, si exceptuamos los gigantes de los hielos (solo volveremos a ver en el futuro, muy brevemente, Vultan), pero el periplo por tierras desconocidas y exóticas continúa. Así, tras la aventura en los subterráneos de Mingo City y el choque de sables entre Flash y el propio Ming, la huida por los pelos, el refugio en Arboria y el inevitable guiño al prisionero de Zenda con el juego de dobles en ese ambiente prusiano, llega el que es quizás el momento estético más hermoso (y la partenaire más hermosa) de cuantos han aparecido jamás en el título. Alex Raymond muestra ese reino de nieves y hielos llamado Frigia y comunica a la perfección la soledad de las grandes llanuras nevadas, lo inhóspito del lugar y sus habitantes. Crea, en estas páginas, a la bellísima reina Fría y su espectacular peinado, luego repetido en la princesa Leia de Star Wars, y aunque en algún momento los castillos recuerden a Andelkrag y los argumentos preludien ya el recurso que luego, sin Raymond a bordo serán santo y seña de la tira (el amor incondicional de las reinas o princesas por encontrar, el equívoco romántico con Dale, la vuelta a la normalidad cuando las bellas decidan contraer matrimonios con sus capitanes o príncipes pretendientes), Raymond nos resarce con algunas de las viñetas más icónicas de la serie: los trajes transparentes contra la nieve o la bellísima y espectacular escena del ejército de avestruces cabalgando.
La “topper” de Jungle Jim, por su parte, se nota siempre en un punto medio de exploración temática. Las aventuras tienen un final más brusco, quizá por imposición del Syndicate, quizás porque el autor tiene prisa por pasar a otra historia y dibujar otros tipos humanos. Se nota, en todo caso, un intento de hacer unos argumentos más adultos; entendiendo, sí, adulto como “sexual” y hasta “político”: ahí tienen ustedes la extraña relación de igual-a-igual-pero-menos entre Jim Bradley y Shanghai Lil, los extraños paroxismos al son de los tam-tams de la bella esposa descarriada, e incluso el tímido acercamiento al mapa de poderes coloniales y los nacionalismos indígenas. Pronto llegaría la Segunda Guerra Mundial y las aventuras de Jungle Jim cambiarían su tono: quizá Raymond se presentó voluntario, pese a su edad, por el fervor patriótico de los tiempos y el teatro de operaciones de su personaje. Si Jim preludia su experiencia, su heredero Remington “Rip” Kirby la prorroga, casi como los dos personajes y su autor se hubieran cruzado en algún momento en una torpedera en el Pacífico.
CAPITANES INTRÉPIDOS
El mundo real tiene la mala costumbre de intervenir en las ficciones y, por su influencia, trastocarlas. Nada alteró más el devenir de los cómics que la llegada, no por esperada menos terrible, de la Segunda Guerra Mundial. El ritmo de publicación de las series, día a día o semana a semana, obligó en ocasiones a trastocar argumentos sobre la marcha, en tanto el lapso entre creación y publicación no era tan amplio como pudiera parecer, y así Milton Caniff tuvo que mover a sus personajes según lo que estaba sucediendo de verdad en la China ocupada por los japoneses, la suerte de Tim Tyler y Spud (nuestros Jorge y Fernando) los llevó a dejar momentáneamente la Patrulla del Marfil para volver a casa a enfrentarse a espías y saboteadores, El Fantasma combatió a los japoneses a domicilio en las junglas que señoreaba y Flash Gordon, demasiado lejos del conflicto que ya estaba al caer, tuvo de pronto prisa (o la tuvo Alex Raymond por él) para echar mano y pistola de rayos al esfuerzo bélico y, por lo pronto, termina un tanto de sopetón su particular guerra de guerrillas contra el tirano Ming, eficazmente auxiliado por los técnicos de Mongo, instaurar la democracia donde, obviamente, quienes detentan cargo y poltrona son reyes, príncipes y otros aristócratas, y vuelve a la Tierra para enfrentarse a la Espada Roja, una organización que, cualquiera sabe por qué motivo, no es identificada como los nazis en quienes clarísimamente se inspiran en su estética de uniformes, gorras de plato y calaveras… lo que podría situar la Tierra de Flash Gordon en una especie de ucronía o mundo paralelo si no fuera porque nuestro rubio héroe recibe una merecida condecoración nada menos que del presidente de Estados Unidos en activo, Franklin Delano Roosevelt. Sigue siendo, al menos para mí, un misterio que no se identificaran claramente a los nazis cuando sí se hacía en otras series.
Otro tanto puede decirse del hermano moreno del atleta de Yale, Jim de la Jungla Bradley, cuyas exóticas aventuras en Oriente lo llevan de pronto a Panamá y su canal, donde tras espías, sabotajes, tormentas y naufragios vemos cómo se reconoce que hay guerra en el mundo (los EE.UU., como es sabido, no entraron en el conflicto hasta después de Pearl Harbor, en diciembre de 1941), aunque nunca se nombra tampoco a las naciones enfrentadas (“potencia beligerante”, se llega a llamar a lo que no puede ser sino la Alemania nazi) hasta que, ya pasada esa fecha, se reconoce la guerra como tal y Jim, siempre tan independiente y tan imposible de cazar por ninguna de sus bellas partenaires en pareja, se alista en la marina y como oficial lo vemos liderar otra guerra de guerrillas donde los soldados a sus órdenes mueren como moscas. Alex Raymond, ya se ha dicho por aquí en ocasiones, imitaría a su personaje y él mismo, aunque ya no era un chaval, se alistaría en el cuerpo de marines, donde realizaría una serie de bellísimas ilustraciones de camaradas y armamento… y cuya experiencia y choque con el mundo real lo llevaron a la creación, tras la victoria y la reincorporación al mundo civil, de un nuevo personaje que enlazaba un poco aquel primer héroe que abandonó, el agente secreto X-9, para desarrollar aventuras policiales de corte más realistas protagonizadas por un maduro detective con gafas, exmarine igualmente, que bien podría haber sido el mismísimo Jim Bradley libre del exotismo colonial o el propio Alex Raymond convertido en el bon vivant que sus emolumentos sin duda le permitían.
La guerra, pues, permea este libro: la de fuera de sus páginas y la que se desarrolla, en varios niveles, dentro. No deja de resultar curioso cómo el realismo-pero-menos beneficia a Jungle Jim (aunque pronto veremos que Raymond tiene ya la cabeza puesta en otras cosas e incluso en su firma se reduce el interés por el personaje y sus tramas) y, en cierto modo, perjudica el alegre carnaval (el “ballet”, que dijera Alberto Breccia) que hasta entonces había sido Flash Gordon. Los elementos característicos están ahí (las bellas rendidas a sus pies, la ingenua y hasta molesta estupidez de la bella Dale Arden, los malos celosos, los inventos y elementos químicos descacharrantes), pero el centro de las confrontaciones entre Flash y Ming deja a un lado el choque personal y físico para centrarse en lo tecnológico y lejano: batallas entre tanques o naves que preludian o reflejan los carros blindados del Africa Korps, la aportación de los científicos y los técnicos tanto en un bando como en otro, como si el invisible guionista y el artista quisieran poner fin de un plumazo al tono Robin Hood de la serie y tuvieran el deseo de dar un golpe de timón que luego no pudo producirse, en tanto el regreso a Mongo fue inevitable y, superada la confrontación con Ming, hubo de centrarse en otras zonas del planeta que nunca resultaron ya tan emocionantes ni tan convincentes.
Hay un detalle curioso que me gustaría señalar en estas páginas. Erróneamente se ha puesto de moda considerar que Flash Gordon es un superhéroe. Sin embargo, su influencia sobre los mismos es tan indudable y decisiva, tanto en la etapa de Alex Raymond como en la posterior e igualmente sobresaliente de Dan Barry, que son abundantes los personajes que beben sin disimulo de sus personajes y situaciones. Sin ir más lejos, en este mismo número, pueden ustedes apreciar cómo Flash Gordon, ataviado con el uniforme rojo de los técnicos electricistas del subsuelo de Mingo City, y con su rayo dorado en el pecho, inspira ya al alter ego de Barry Allen… The Flash.
Y es que no hay nada nuevo bajo el sol de los cómics. Y las series seminales y los grandes autores que todo lo inventaron aún proyectan su sombra de gigantes sobre nosotros.
DIEZ AÑOS QUE CAMBIARON EL MUNDO
Alex Raymond fue siempre un esteta inquieto. Dotado de un don natural para el dibujo realista, ya destacó desde muy joven como ayudante sin acreditación (lo que en el argot se llama “ghost” o, para nosotros, “negro”), en las series de los hermanos Young, especialmente Blondie y Tim Tyler’s Luck: en este último título, tan popular en la España de posguerra con el título de Jorge y Fernando, su estilo aún tosco y titubeante dice mucho del grado de evolución que alcanzaría gracias a él la historieta de aventuras desde principios de los años treinta del siglo veinte. La capacidad y, sobre todo, la velocidad en el dibujo del joven Raymond le pusieron en bandeja de plata las tres series con las que el King Features Syndicate se lanzó a degüello contra los tres títulos estrella de los cómics de prensa (no había otros) de entonces. Y así, a la popularidad del reaccionario Dick Tracy de Chester Gould se enfrentó X-9 Secret Agent, sobre supuestos guiones firmados por Dashiell Hammett; a la serie puntera de entonces, el Tarzan of the Apes de Harold Foster, se le opuso Jungle Jim; y al naif título de ciencia ficción Buck Rogers in the 25th Century A.D. de Philip Nowlan y Dick Calkins, el espectacular Flash Gordon.
Sacrificado pronto el agente secreto (¿es cierto que Raymond no tenía tiempo para simultanear sus tiras diarias con las dominicales o no quiso ser segundo violín del escritor que pretendidamente daba pedigrí a la serie?), Raymond se volcaría en Flash Gordon y su topper Jungle Jim, explorando caminos narrativos en continuo vaivén y, sobre todo, evolucionando en su estética y en su búsqueda de la perfección formal.
En los diez años que hemos abarcado en esta serie de cinco libros hemos visto cómo la aventura disparatada, con amplios resabios del pulp y el folletín de aventuras se remansa a medida que los dibujos se vuelven más espectaculares y la narración deja de buscar la sorpresa continuada de razas humanoides y cachivaches ingeniosos para incidir en el melodrama sentimental y la eclosión de la estética por la estética. Tanto Flash Gordon como Jungle Jim son, vistas desde hoy, series ingenuas donde todo sucede un poco porque sí, a capricho de lo que al artista se le apetece dibujar, con un supuesto guionista (¿o redactor de textos?), el invisible Don Moore, que poco ofrece de su cosecha sino continuar el disparatado tropel de aventuras exóticas, bellas muy sensuales[1] y malvados más grandes que la vida donde se reflejan los miedos y recelos de un siglo entre dos conflictos mundiales y la percepción del otro como un enemigo en la sombra.
Raymond escaló pronto al olimpo de los más grandes del cómic de todos los tiempos, compartiendo con sus maestros y competidores Harold Foster y Milton Caniff el trono de lo que se ha dado en llamar “la santísima trinidad de la historieta”, los tres autores de donde surgieron luego estéticas y escuelas por todo el mundo. No hubo, desde muy pronto, ningún aspirante a autor que se preciase de serlo que no se fijara en las páginas de estos tres dioses, y explorar las estéticas cruzadas con las que dibujantes de todo el mundo mezclaron las viñetas, los planteamientos y las resoluciones plásticas de los tres grandes daría para un estudio mucho más amplio que el que ahora nos ocupa. Baste recordar cómo gran parte de la escuela francobelga de aventuras (Uderzo, Jijé, Gir) bebe de Caniff pero se modula con Raymond y acaba acercándose a Foster. O cómo entre nuestros autores más punteros, Manuel Gago, Ambrós, Darnís, Carrillo, Fonteriz, Jordi Longarón o Jesús Blasco[2] planea la sombra mezclada de Foster y Raymond.
La influencia es mucho más grande, naturalmente, en Estados Unidos. El rastro de Flash Gordon se nota pronto en las series de ciencia ficción o las que se acercan a la ciencia ficción, siendo de todas ellas la espectacular Brick Bradford (un título a reivindicar) la que más se acercó al rubio aventurero espacial.
Pero no solo en los planteamientos argumentales se proyecta la sombra de Raymond en el cómic de todo el mundo (recordemos cuán en boga estuvieron los aventureros selváticos no necesariamente tarzánidos en los tebeos de aventuras españoles, siempre a la estela de Jorge y Fernando, Jim de la Jungla y las películas de exploradores de Hollywood). Sin ser un superhéroe ni un superhombre, la influencia de Flash Gordon y sus personajes secundarios puede rastrearse claramente en infinidad de títulos que vendrían luego en el, por entonces, mundo estéticamente en pañales del comic book: los Hombres Halcón de la ciudad de las nubes de los principios de la serie serían la fuente de inspiración de Hawkman; la aventura submarina en el reino de Coralia provocaría la creación de Aquaman (¿recuerdan ustedes cuando era rubio y vestía de escamas?), el mismo aspecto físico de Flash Gordon con el traje original de los técnicos de Mongo crearía la imagen de la segunda encarnación de The Flash; la estética de los habitantes de Arboria, extraída de Robin Hood, influiría en Green Arrow (y Dale Arden vestida a esa moda sería el modelito que inspiraría a Robin), mientras que Adam Strange se acercaría al look del propio Flash Gordon, aunque ya en la estela de Dan Barry. Huelga mencionar las poses repetidas mil y veces en viñetas dispersas de cientos de historietas de todo el mundo, desde Superman o Batman a Yuki el temerario. O los epígonos autorales, grandes dibujantes como Al Williamson, Stanley Pitt, los hermanos Dan y Sy Barry, Frank Frazetta, Paul Gillon, John Buscema, José Luis García López o Steve Rude, que siempre han reconocido una deuda con Alex Raymond.
La inquietud de Raymond, sin embargo, lo llevó a alistarse en el cuerpo de marines y abandonar las dos series que lo habían hecho rico y famoso. El hartazgo de estos personajes se va haciendo patente y no es extraño que al regreso de la contienda prefiriera explorar una nueva estética y los recursos narrativos de la tira diaria en blanco y negro que le ofrecería Rip Kirby. Reconozcamos que, siendo Jim de la Jungla una serie de relleno, la atención del dibujante en las tramas que va pergeñando es volátil y siempre lleva a conclusiones rápidas e incluso fáciles. En Flash Gordon se nota también cierto cansancio narrativo: el precipitado remate de la lucha contra Ming, la vuelta a la Tierra para enfrentarse a los nazis camuflados de la Espada Roja y el nuevo regreso a Mongo y el país de Trópica no lograron llevar a la serie al tono trepidante que le había sido característico, por muy bellísima que sea la pelirroja reina Desira. Comprueben ustedes cómo Raymond incluso parece repudiar a su personaje fetiche, que aparece siempre en escorzo, o de lejos, o dando la espalda al lector, mientras las escenas se centran en sus secundarios.
Raymond dejó Flash Gordon y su ayudante Austin Briggs, que ya era desde hacía unos pocos años el encargado de las tiras diarias de X-9 y del propio Flash Gordon, se encargó de rematar la aventura en curso y de continuar la serie hasta 1948, en que sería relevado por Emmanuel “Mac” Raboy. Jim de la Jungla, por su parte, quedaría en las poco hábiles manos de John Mayo y repuntaría un tanto con el trabajo de Paul Norris; no deja de ser sintomático que, fiel a su origen como competencia de Tarzan, el temerario Jim Bradley tuviera en el cine de serie B y en la televisión abundantes títulos, protagonizados por un Johnny Weismuller en plena decadencia, mientras que las diversias series televisivas de Flash Gordon (e incluso la película de tono descaradamente kitsch de Mike Hodges y producida por Dino de Laurentiis) nunca han hecho justicia al potencial del personaje. Es sintomático que lo caro de los derechos del héroe espacial desistiera a George Lucas de llevar sus historias a la gran pantalla… y creara por tanto la mitología de nuestro tiempo en su serie Star Wars.
Los personajes, en todo caso, sobreviven a sus autores. Flash Gordon y Jungle Jim definieron el medio, configuraron los sueños de generaciones de lectores y futuros autores y se convirtieron, por derecho propio, en obras capitales de la historieta. Que 84 años después de su creación estemos aún aprendido y admirando estas páginas es buena prueba de ello.
[1] Es significativo que Raymond se despida de Flash Gordon con un espectacular y algo subido de tono plano de una bailarina despampanante.
[2] Fue Jesús Blasco el encargado de dibujar unas páginas apócrifas con el final de esta última aventura de Flash Gordon para España cuando, por la Segunda Guerra Mundial, el material dejó de llegar a Europa. Edgar Pierre Jacobs lo hizo para Francia y, según cuentan, el mismísimo Federico Fellini para Italia.
El Flash Gordon de Raymond, con su sabor pulp y su esplendor artístico tan físico todavía invita a la aventura y al sentido de la maravilla (como El Fantasma 😅). Salud y cómics.🖖