Es, para nuestro medio, uno de los tres o cuatro títulos míticos que componen su historia. Mi generación, que es la de Trinca, reconoce y conoce, aunque sea de oídas, a Chicos, a Leyendas o El Aventurero, y es posible que, si no sufriéramos de esta amnesia tonta que propicia el desconocimiento y la aceleración del presente, en el futuro se equipare Trinca a esa terna de títulos. El lector, si acaso, recuerda con afecto y nostalgia otras revistas que vinieron luego (Tótem, 1984, Comix Internacional, Cimoc), los grandes títulos, ya no exclusivamente para jóvenes (¿o sí?) que coincidieron con aquella época de vacas gordas que trajo consigo la Transición y la desaparición de la censura. Quizá se olvida, o se ignora, que el título pionero, el adelantado a todo lo que vino luego, bien pudo ser aquella revista quincenal, en papel satinado, que el propio régimen franquista que agonizaba decidió lanzar no se sabe muy bien por qué en ese momento.
La España de 1970 era tan diferente a la España de hoy que bien podríamos hablar de otro planeta. También era diferente el resto del mundo. Imaginen ustedes, en todo caso, un país suspendido en el tiempo, retrógrado y sumiso, que acepta con recelo las modas que vienen de fuera y se ufana, al mismo tiempo, de los más carpetovetónico de sus esencias. Europa era el mal, pero también era el gran sueño del que participar: la panacea para la supervivencia del régimen se llamaba “Mercado Común”. Un año antes, porque la política se medía ya por índices de audiencia y por efectos populistas, se organizó con todo tipo de pompa y circunstancia el Festival de Eurovisión tras la victoria, en 1968, de la canción “La, la, la”, compuesta por Ramón Arcusa y Manuel de la Calva (el Dúo Dinámico de toda la vida para quienes no leen comic-books) y cantada por Massiel, donde demostró al mundo y los propios españolitos que se podía competir con el pop europeo, y de paso se neutralizó un intento de dar a conocer dentro y fuera de España que existían otras lenguas y que se podía cantar también en ellas[1]. Algo se debió hacer a medias, o los misterios y las casualidades de la exhibición democrática de las votaciones llevó al hecho inaudito (y único en la historia del festival) de un empate… cuádruple.
La popularidad de la televisión le había dado el relevo a la radio, donde sobrevivían con cierto éxito todavía las novelas de sobremesa que después eliminarían los culebrones sudamericanos que introdujo en mala hora Jesús Hermida. La radio suponía, en todo caso, en aquella época sin la capacidad adquisitiva de discografías básicas o la piratería que nos caracteriza ahora, el principal acceso que la juventud tenía a ese que ya era su gran elemento diferenciador: la música. Sólo había dos cadenas de televisión (la Primera y el UHF, que no cubría todo el territorio) pero la oferta para la juventud era abundante: Frankenstein Jr y los Imposibles, El detective fantasma, Audacia es el juego, Mis adorables sobrinos, Los Supersónicos, El Capitán Escarlata, Los Autos Locos o Scooby-Doo eran las series de moda en 1970. Niños mimados de la programación (o quizá porque no había conceptos claros de qué era infantil y qué era adulto: ¿quién hacía caso a los dos rombos?) ya se venía celebrando una versión menuda de Eurovisión de puertas para adentro: el Festival Infantil de la Canción. Si todavía recuerdan ustedes cancioncillas como “El burro Perico”, “Adivínalo” o “Fantasmas a gogó” (la ganadora de ese año), disculpen el segundo de vergüenza ajena vivida en carnes propias que haya podido provocarles este momento de lectura.
En política, todavía no se imaginaba en la calle (aunque se temiera en palacio) que a Francisco Franco le quedaban solamente cinco años de vida, pero todo había quedado atado y bien atado. Como heredero “a título de rey” se había nombrado a Juan Carlos de Borbón, nieto de Alfonso XIII, saltándose la línea dinástica de su padre Don Juan, que observaba los acontecimientos, como un supervillano en salmuera, desde su retiro en Estoril. La cara amable que pretendía mostrar el Régimen, en todo caso, se resquebrajó con los Juicios de Burgos, donde nueve etarras fueron condenados a muerte por un tribunal militar, circunstancia que acarreó una oleada de protestas en todo el mundo.
¿Y en el campo de la historieta? Como siempre. El tebeo nunca supo si era infantil o juvenil (no existía aún el concepto de tebeo adulto), pero por si acaso nos pasábamos de abiertos la ley de prensa de Manuel Fraga dejó también por su cuenta atada y bien atada la posible evolución del medio. Entre los ataques imposibles de detener de la televisión, que ofrecía gratis lo que los cuadernillos de aventuras habían mostrado hasta el primer tercio de la década de los sesenta, y la censura hiper-protectora que de pronto se sacó la ley de la manga (una versión del Comics Code y la caza de brujas en un país que era todo restricción y donde no quedaban brujas porque las habían quemado a todas), los tebeos se volvieron ñoños por un lado (ah, esos musulmanes de El Guerrero del Antifaz que atacaban con escudo y puño en alto, pues no se podían mostrar los alfanjes; ah, esa reedición en color de El Capitán Trueno donde las flechas no mataban y Sigrid de Thule mantenía a raya a los acosadores sexuales que aún no se llamaban así no a punta literal de espada, sino con tartas de merengue) y experimentales por otro. Digamos que los autores más tradicionales tuvieron que plegarse al capricho de los que mandaban, otros complementaron su trabajo ofreciendo sus servicios al extranjero (Inglaterra, principalmente), y los más jóvenes y comprometidos tuvieron que hacer encaje de bolillos para contar y no contar, remedando lo que se hacía en Francia o en Italia o recurriendo a la doble versión. El destape vendría luego.
Pese a la inevitable decadencia del tebeo patrio, abocado a las reediciones del material aventurero y la repetición ad nauseam de los mismos esquemas narrativos del cada día más lejano cine mudo en las historietas cómicas de una, dos o cuatro páginas con falso continuará, un nuevo torrente había entrado con fuerza en el mundo editorial: esa misma Europa que en todos los demás aspectos nos llevaba una posguerra de delantera. El tebeo español, sobre todo el de aventuras, había sido casi siempre un producto de marca blanca, donde la habilidad de los dibujantes no se correspondía casi nunca con el estudio necesario de los escenarios y la documentación que sus historias necesitaban. Un castillo era un castillo cualquiera, un jefe indio era un jefe indio no importaba de qué tribu, un velero lo tripulaban tres personas. Constreñido por la censura, el público destinatario, las propias carencias culturares o la falta de talento de muchos guionistas improvisados de nuestra historia, el tebeo español de hasta entonces era un totum revolutum donde cualquier cosa valía, desde el plagio al mamarracho. Cuando a mediados de los años sesenta, sobre todo, se presenta a los lectores (niños de entre 7 y 77 años, como se solía decir entonces) el material francobelga de la revista Tintín y, más tarde, de la mítica Pilote, se descubre un concepto distinto de la historieta donde los edificios eran edificios de verdad, los jefes indios se diferenciaban por tribus, los barcos incluían diseños interiores y hasta los aviones mostraban sus cuadros de mandos con la exactitud de un manual de vuelo. Que Jean-Michel Charlier y Victor Hubinon, por ejemplo, fueran pilotos de aviación además de guionista y dibujante de diversas series era (y es) impensable para el profesional del tebeo español.
El cambio ya se estaba barruntando. Nadie podía imaginar que aquellos libritos de lomo blanco que Ediciones Vértice empezó a publicar tímidamente un año antes, sustituyendo con los superhéroes Marvel a su línea anterior de títulos ingleses de la empresa Fleetway, acabarían comiéndose al mercado y al medio en menos de treinta años. Pero el lector de entonces tenía dónde escoger entre la enorme temática que la historieta puede ofrecer. Los años sesenta se despidieron con revistas infantiles como Strong, Tintín o Gaceta Junior, donde se alternaron materiales francobelgas y españoles y, recurriendo a la francesa Pilote, editorial Bruguera repartió las series principales en sus semanarios infantiles DDT, Din-Dan y, sobre todo, Bravo, quizá uno de los títulos más importantes de la historia reciente, injustamente ignorado y extrañamente dado de lado por la propia editorial, que lo sustituyó por Gran Pulgarcito (también sacrificado pronto, pese a su calidad innegable y la incorporación de Astérix a las series que ya publicaba Bravo, amén de títulos importantes de autores españoles, desde unos Mortadelo y Filemón reconvertidos tardíamente al bondismo a los modernos personajes de Raf o Vázquez), para acabar decantándose por el menos cuidado y más destartalado Mortadelo, título que sobreviviría muchos años.
Trinca supone heredar parte de esa moda del momento, pero dando un paso adelante. La revista ya no está dedicada a los niños, sino a los jóvenes. Es un matiz importante aunque sea difícil desentrañar cuál era (entonces quizás más que ahora), la diferencia. Las revistas infantiles hasta entonces se habían centrado en el humor, con algún equilibrio con la aventura: la gran revolución de Pilote fue desbancar desde la historieta las demás secciones que hacían del modelo galo una verdadera revista donde los cómics fueron minoritarios durante mucho tiempo, teniendo siempre en cuenta el calculado contrapeso entre las series de acción y la parodia que ejemplificaba Astérix. Las grandes series de Strong, por ejemplo, eran exclusivamente humorísticas (incluso Jano y Pirluit participaba del grafismo no realista y situaciones simpáticas). Tintín y Gaceta Junior, juntas o por separado, casi un borrador de lo que luego sería Trinca, ya presentan un predominio de la aventura sobre el humor, potenciando desde su fusión la participación de historietas españolas. El mejor momento de los títulos de Bruguera (Bravo y en menor medida Gran Pulgarcito) es cuando la aventura domina las páginas, y son las series de aventuras (en especial El Corsario de Hierro, pero también Comanche o Blueberry) las que revitalizan Mortadelo.
Trinca tiene vocación de revista para jóvenes porque trata de acercarse al mundo de los jóvenes. Sin el desembarco mediático televisivo que tuvo en su momento Gaceta Junior y que luego repetirían los títulos de Buru Lan, Trinca se nutre de la inmensa maquinaria del estado. En ese sentido, quizá se pretendió con ella hacer propaganda. La editorial Doncel, dependiente del Frente de Juventudes, invita a esa sospecha. Pero los tiempos estaban cambiando ya, aunque no se viera hasta al menos un lustro largo más tarde.
¿Por qué utilizo esa palabra, propaganda? Porque lo que la revista parece vender, desde la primera e impactante portada o la presentación de cada nuevo personaje importante que pasara por sus páginas, es lo español. Autarquía en los años setenta. Y de esa autarquía autoral (con algún elemento disonante muy aislado) se surtirían sus páginas durante los tres años en que se mantuvo en los kioscos.
¿O no se nutrió solamente de la venta en los kioscos? La propaganda estuvo en su origen y su primera difusión. Y hubo que estar allí para ser testigo, con los ojos muy abiertos por la sorpresa y, poco después, por el desencanto, cuando se presentó a los escolares en medio de la aburrida clase de Formación del Espíritu Nacional. Imaginen ustedes la escena si no estuvieron allí, que yo estuve. Eran los días de la nueva Ley de Educación de Villar Palasí. Se instauraba la Educación General Básica. Los que ya estudiábamos bachillerato teníamos que tener cuidado porque el nuevo régimen (muchísimas fichas y poco estudio de codos, al parecer) nos pisaba los talones dos años por detrás. La visita de comerciales de álbumes de cromos era habitual al menos una o dos veces por año: flora y fauna, historia de la aviación, razas del mundo, historia del arte. Enciclopedias juveniles a punta pala. Y de pronto, una mañana, el trajeado émulo de Willy Loman abre su maleta de cuero y nos deja entrever el tesoro de una revista de historietas.
¿Competencia desleal? Quién sabe. La memoria me juega la mala pasada de mezclar el físico (y el traje marrón) de aquel comercial con el del profesor de FEN. Pero el anzuelo era apetitoso: diez o quince minutos de clase perdida, mientras se glosaban los contenidos de la revista. De la sorpresa inicial (aquel papel, incluso a distancia, era un lujo; aquel color resultaba tan llamativo que resplandecía en las manos del comercial) pasamos un poco al desencanto. Sí, claro. Todos queríamos suscribirnos (porque de vender suscripciones se trataba) a Trinca. Pero el precio, antes que la ideología, fue lo que nos echó para atrás. ¡Veinticinco pesetas cuando cualquier tebeo Bruguera costaba la cuarta parte! ¡Cinco duros igual que costaban las novelitas de superhéroes que algunos ya leían, aunque fuera en blanco y negro, pero con muchísimas más páginas! ¡Si Trueno Color valía sólo ocho pesetas!
La ideología también, claro. Estaba aquella portada. Aquella impactante portada de Manos Kelly. Y aquel subtítulo terrible, tan fuera de lugar, tan atrasado en el tiempo (o eso se nos antojó): “Un español en el oeste”. La misma editorial de los libros de política, vendiendo tebeos. “Esto no es un tebeo”, insistía el vendedor, una y otra vez. “Es una revista educativa”. Faltaban cinco años para la polémica campaña del ministerio de información y turismo “Donde hay un tebeo habrá un libro”, pero las semillas se estaban sembrando. La impresión que sacamos los escolares de aquella hora buenamente perdida de clase era que, en efecto, se nos quería seguir adoctrinando.
La publicidad de la revista, de cualquier forma, llegó a nuestros padres. Y algunos de ellos consideraron que, en efecto, aquello no era un tebeo, sino una revista educativa. Y suscribieron a nuestros primos o nuestros amigos. Al menos a la primera media docena de números.
Cuesta trabajo pensar que los 70.000 ejemplares de tirada de los primeros números se debieran todos a las suscripciones[2]. Pero se logró al menos la bendición del establishment y la bendición de muchos padres, que en otros títulos no tan “educativos” se mostraban reacios hacia la lectura de tebeos. Es posible también que aquella exposición colegio por colegio y clase por clase tuviera como misión la salvación del título ya desde sus inicios si no cuajaron las cuentas iniciales: cuando Trinca llegó a nuestras manos ya habían sido publicados al menos nueve números.
EXPERIENCIA JOVEN
Aquel anónimo vendedor de enciclopedias reciclado a vocero de la publicación sólo repetía, posiblemente, lo que le habían dicho. Para él Trinca no era un tebeo. Para los responsables del título, tampoco. Era una revista juvenil que intentaba cubrir las aficiones que se suponían a los jóvenes de aquellos meses finales de 1970. Jóvenes del sexo masculino, posiblemente, al menos en lo que se refiere a la parte de historieta.
Hay cierto tonillo postconciliar tanto en el editorial como en la manera de abordar la juventud del momento. Atrás han quedado las proclamas a la patria y el honor de la bandera. El cambio está todavía muy lejos, pero a Trinca se aplican los criterios editoriales de cualquier revista del momento, o de cualquier hojilla parroquial. Es una revista, por tanto, que abraza la modernidad e intenta hablar de tú a tú al lector, ese difuso joven o adolescente que, lo veremos en cuanto eche a andar el “club década de los 70” ronda los doce o quince años y se extiende por toda España.
Es revelador, antes que el primer editorial, la primera publicidad: en el interior de portada, una columna: “Vespino conquista. Vespino amistad. Vespino libertad”. En letras cada vez más grandes, haciendo hincapié en la última palabra. Y la foto de una chica minifaldera con recatado jersey de mangas largas posando en un ciclomotor en un campo de hierba.
Chocan también, al menos hoy, los créditos. “La revista de todos los jóvenes”, se anuncia. Y aparece, detalle que hoy hemos olvidado en la historia de las revistas que vendrían luego, un director: Isidoro V. Carvajal, que lo sería durante 37 números. También se indica la tirada, esos 70.000 ejemplares que luego se reducirían a 60.000 a partir del número 10 y a 55.000 en el número 11, una información que acabaría por desaparecer en el número 18, lo cual indica que pronto se inició, quizás, la cuesta abajo[3].
El sumario también es significativo: no distingue secciones de texto e historieta, sino que las clasifica por temáticas: Aventuras, Mundo Juvenil, Reportajes-Humor, Cultura Juvenil, Ciencia ficción y Concursos. Sólo en los epígrafes “Aventuras”, “Humor” y “Ciencia ficción” encontramos cómics. Aislado del contenido, ese sumario, en efecto, nos indica que Trinca no es un tebeo, como nos insistía machaconamente el vendedor, sino una revista que aspiraba a ser más. La paradoja es que, entonces, los lectores no teníamos demasiado interés por las demás secciones (al menos los que ya éramos lectores avezados de tebeos), mientras que hoy suponen una ventana al pasado y a nuestra historia que nos define tanto o más que las historietas. El componente cultural o aleccionador de todas las revistas de posguerra, dependieran o no del Régimen, ha desaparecido hoy, pero entonces era común dentro e incluso fuera de España: en palabras de Carlos Giménez: “Lo de las historietas era un poco el pretexto, era con lo que se vendía todo lo demás”.
Y luego ya pasamos al editorial, que bajo el título “Experiencia joven” y junto al dibujo de los tres personajes que conforman la pandilla Trinca, explica:
¿Qué es TRINCA[4]? ¿Quiénes formamos “la trinca”? Somos una revista juvenil, nueva y distinta. Nuestro nombre es TRINCA porque esta palabra explica todo lo que somos, lo que hacemos y lo que podemos. TRINCA, según el Diccionario de la Lengua, significa: “Conjunto de tres personas designadas para argüir recíprocamente en las oposiciones”. Y también: “Grupo o pandilla reducida de amigos”. Significa, además: “Ligadura que se da a un palo o a cualquiera otra cosa, con un cabo de cuerda”.
TRINCA es un ejemplo entre los miles de pandillas o grupos existentes en el mundo de los chicos, que expone, a través de los hechos y sus personajes, la búsqueda y el esfuerzo que entraña la edad juvenil. TRINCA es una experiencia joven. Sin pedanterías y sin decirlo, TRINCA intenta plantear una problemática nueva que obligue a unirse y apretarse, es decir, a crear un equipo de amigos que tenga la generosidad e inteligencia de saberse realizados en los demás. Son los nuevos, los recién llegados que generosamente se buscan para enfrentarse alegremente a dificultades cada vez mayores, como en una competición deportiva.
Resulta que los mayores entienden sus cuestiones y resuelven sus problemas. Nosotros tenemos que entender nuestras cuestiones y resolver, asimismo, nuestros problemas. Ahí está el desafío. Tenemos imaginación suficiente para crearnos un mundo más justo, más abierto, más divertido: nosotros debemos y podemos construir ese mundo nuevo, con conciencia de unidad a escala mundial.
Apenas hemos nacido, pero ya podemos ser una gran tribu de miles y miles de jóvenes preocupados por hacer una sociedad mejor, por vivir un modelo de juventud responsable dentro de la comunidad. Queremos reaccionar contra una cultura artificial y hallar la fórmula de divertirnos creando soluciones para nuestra vida. Cuando nuestros mayores se refugian en una manera de actuar, en una serie de normas que nos parecen pasadas y aburridas, nosotros, más agudos e imaginativos por nuevos, tenemos que intentar descubrir lo que somos, lo que queremos y lo que podemos. Queremos der autores y actores de nuestra propia vida. ¡Toda una aventura!
Esto es TRINCA. Una revista juvenil.
¿Una declaración de intenciones? ¿O retórica hueca? Quizás ambas cosas. Resulta curiosa la escrupulosa ampulosidad del texto y la asimilación de la primera persona de plural a los jóvenes cuando, evidentemente, ha sido escrito por uno o más adultos que han pensado y repensado lo que pretendían comunicar. Cayendo, aunque el párrafo lo niegue, en la pedantería. Admite el “gap” generacional[5], pero sin duda esos mayores a los que se acusa veladamente son la familia, no la generación que gobierna. ¿O no? La alusión a la “cultura artificial”, la “juventud responsable dentro de la comunidad”, al “mundo más libre, más abierto, más divertido”, y sobre todo a las “normas que nos parecen pasadas y aburridas” permiten pensar (entonces y ahora) lo que se quiera. El párrafo final casi hace un palimpsesto del poema “España en marcha” de Gabriel Celaya. Muy licuada por las circunstancias, casi podríamos asumir que ese deseo de rebeldía bajo control, de intentar sustituir una forma de ver el mundo por otra que no la niega del todo anuncia ya el futuro asociacionismo político, las volteretas ideológicas algo contradictorias que ya caracterizaban a Falange… y la oratoria de la UCD.
Menos convincente que la razón de ser de la revista parece la justificación del nombre. La segunda acepción, “pandilla de amigos”, es más comprensible que toda la prosopopeya de las “oposiciones” (¿seguimos buscando entonces una tercera vía al régimen?) y la teoría de cuerdas made in la época[6]. Curiosamente, se esquiva la primera de las acepciones que, al menos hoy, nos da el Diccionario: “Conjunto de tres personas de una misma clase”. Quizá se ignoró en su día por el término “clase”, vaya usted a saber.
Tirando para el mundo del tebeo, sin embargo, es cierto que la terna o trío protagonista existía desde mucho antes de que Víctor Mora lo centuplicara doce años antes (recordemos El Capitán Misterio de Emilio Freixas), siendo una característica casi propia del tebeo español. Por el copyright del número 1 (o del número de muestra que fue el número 1), sabemos que el título ya estaba registrado desde 1965. Pero no sólo en el mundo del cómic era popular la “trinca” de protagonistas: también en el del cine. En el cine amablemente militar. Recordemos Botón de ancla en sus dos versiones de 1948 y 1961 (hay otra posterior, rebautizada Los caballeros del botón de ancla, ya de 1974). Y, protagonizada por los mismos actores de la primera versión (Antonio Casal, Jorge Mistral y Fernando Fernán Gómez), pero en versión aérea y no marinera, se rodó en 1951 La trinca del aire. ¿Casualidad? Probablemente. Pero el término no es de uso común en el lenguaje… y justo debajo del editorial se publicita la colección de cromos de aviación.
¿Pretendió Trinca, siquiera al principio, asumir esa camaradería simpática pero al mismo tiempo recia y viril, fiel a unos principios, que caracteriza el espíritu militar (y militar era entonces sinónimo de falangista) pero más acorde con la sociedad civil que demandaban los tiempos? Más adelante analizaremos las historietas protagonizadas por esa “pandilla de amigos que afrontan dificultades”[7].
Trinca es una revista con una misión, con una ideología o, cuanto menos, con una política editorial que no oculta: abordar las problemáticas de los jóvenes (pero hablando en abstracto, naturalmente) y divertirlos en lo que se tercie. Educando. Y dejando los cómics, por fortuna, un tanto al margen de esa pretensión de autoayuda que hoy reservamos al coaching. En ese aspecto, tendrían que pasar dos años y cincuenta números para, en un nuevo editorial y con la perspectiva de lo ya publicado, los responsables de la revista aclararan mucho mejor lo que se pretendía:
Considera el equipo TRINCA que el equilibrio de la revista debe conseguirse con arreglo a estas [SIC] componentes:
1º Una acusada dimensión didáctica, que no se refiere tanto a la transmisión de conocimientos literarios, históricos, artísticos, etc., cuanto a una especie de instrucción para el espíritu; es decir, se trata de enseñar o ayudar a pensar en cosas importantes que —en este caso— deben ser sugeridas por la imagen y por su complemento del texto.
2º Un sano propósito de divertir —que no distraer— al lector. No sería ésta una revista juvenil —que no para jóvenes, lo cual es otra cosa— si no aventase el espíritu de las personas con imaginación, optimismo y sentido del humor. Tengan doce, veinte o sesenta años, eso es lo que menos importa.
3º Y, finalmente, un afán artístico, que nos viene gratamente impuesto por el carácter de la publicación. Supongo que no hace falta recordar que la realización del comic está tan sometida a las leyes de la expresión artística como puede estarlo la música o la pintura. (Es una forma de decirlo, naturalmente, porque no creemos que el arte no tenga que someterse a nada ni a nadie).
Cuando TRINCA consiga integrar estas tres componentes [SIC] en la unidad de sus 52 páginas, podremos decir que habremos conseguido el equilibro que pretendemos[8].
Aparte de deducir la formación o deformación matemática de quien escribe el texto y el uso femenino de la palabra “componente”, esta aclaración tardía suena casi a defensa propia de la política editorial ante quienes la subvencionan: sólo le quedan ya quince números de vida y podemos deducir que ese equilibrio no llegó a producirse. En el camino, sin embargo, queda el debate sobre la terminología “tebeo”, “cómic” o “historieta”[9], donde parece que por fin la revista, sus responsables o sus patrocinadores acabaron por aceptar que, lo pintaran como lo pintasen, se trataba de una revista de cómics[10].
AFICIONES DE JUVENTUD
La revista nos interesa por sus historietas, pero son las secciones de otras temáticas las que mejor nos ayudan a ponernos en la época y a captar mejor qué se pretendía con ella. La sombra de Pilote planea sobre Trinca, como también planeó sobre su predecesora Gaceta Junior y sobre las revistas de la competencia que publicaban el material francés seleccionado y repartido en varios títulos. Así pues, Trinca se acerca al mundo juvenil intentando aunar la cultura, el deporte y la educación, incluyendo secciones diversas que intentan abarcar el espectro más amplio posible.
Se rehúye la política[11]. Esto ya no es Flechas y Pelayos, aunque la pretensión política no puede estar demasiado lejos. Parece, no obstante, una pretensión política disidente pero dentro de un orden. Choca en el primer número una sección desparecida pronto: el diccionario, donde la primera entrada es nada menos que el absolutismo, siendo la segunda la administración. Y nos dicen:
Absolutismo: Sistema de gobierno en que se ejerce el poder de manera ilimitada sin sometimiento a normas constitucionales. Aunque el término ha sido utilizado típicamente para adjetivar a ciertas monarquías, es aplicable a todos los casos de gobierno, personal o colectivo, en que se aprecie ausencia de limitación en el ejercicio del poder político.
La entrada remata:
El absolutismo fue arrancado de raíz en Europa por la revolución francesa y el Rusia por la revolución de Lenin. Sin embargo, hoy se denomina absolutistas a ciertos regímenes de tipo despótico o dictatorial. Es claro que el régimen absolutista viola los derechos humanos y produce tensiones y desigualdades tremendas.
No es algo que pudiera esperarse entonces en una revista juvenil, menos aún controlada por el gobierno, y hoy sería impensable. El segundo número incluye términos como “aislacionismo”, “alcalde”, “alguacil” o “alianza”. Tan peculiar diccionario aparece de manera intermitente hasta detenerse en el número 13, tras haber explicado términos como “burguesía”, “burocracia”, “capitalismo”, “comunismo”, “concordato” o “conservadurismo”. Tal parece que los redactores se estaban metiendo en camisa de once varas o se comprendió demasiado tarde que, como tal, la sección resultaba más incómoda que interesante.
Trinca deja atrás las secciones de curiosidades que tanto abundaban en las revistas infantiles, consciente de que su público lector es algo mayor. Por eso, da una importancia inusitada al deporte, con reportajes sobre normativas, ejercicios o deportistas destacados de la época. Más llamativa es la sección musical, firmada al principio por Moncho (Alpuente), donde nos asomamos al túnel del tiempo de unas gráficas de ventas que no cambiaban de un mes a otro, revalidando la idea de que entonces el panorama musical tenía mucho más tiempo para desarrollarse. La sección musical, durante el tiempo en que Moncho lleva su riendas, es casi un submarino en la línea de flotación de la música pop de las radios del momento: lo mismo se hace llamativa publicidad de los cantautores que de los músicos norteamericanos más avant garde. Hay un claro tonillo progre y hasta transgresor en las crónicas de Moncho que se volverá más light y convencional cuando la sección pase a otras manos[12].
La sección de cine (firmada por “Contrapicado”) se debate entre el cine contemporáneo y el cine clásico, quizá porque aunque no existía el video para gran parte de los españolitos era tan moderna una película de Charlie Chaplin como Espartaco: recordemos los reestrenos, los cines de verano y, fruto de su época, los cine-clubes. La selección de películas comentadas (e incluso algún artículo dedicado al lenguaje cinematográfico) se sostiene aún hoy en día como bastante recomendable.
Insiste el deporte, casi alternativo entonces, donde primaba (como ahora) el fútbol con respecto a los demás, pero se vislumbran otras alternativas. Se potencia el atletismo, hay un breve intento de publicitar el deporte femenino (ya en el número 1), y hasta llegan a equivocarse y publicar dos veces el mismo artículo sobre tácticas de baloncesto. Todavía, en aquella época, el deporte juvenil dependía de los colegios de las mismas organizaciones paragubernamentales de las que partía Trinca, y se incluyen reportajes sobre convocatorias escolares. Hay secciones sobre el mundo del motor, de dos y cuatro ruedas.
Más interesantes son los artículos sobre El arte en el tiempo, Hombres que dejan huella, Los grandes explorares, Civilizaciones antiguas o los cromos sobre aviación, “La conquista del cielo”. El sueño de ser piloto era, para los adolescentes de entonces, como ser azafata para las chicas. Quizá aquí se vea también que Trinca tenía a Pilote en el punto de mira e intentaba imitarla. Como dato curioso, en las fotos de los muchos chavales y las pocas chavalas que forman parte del “Club década de los setenta” buscando esa cosa tan inaprensible que es amistad (todavía falta más de media década para que se hicieran populares los servicios de contactos entre adultos de las revistas eróticas que, mire usted por donde, también incluían cómics), aparece la de un mocetón de unos veintipocos, algo fuera de sitio. Escudriñando la fotografía tamaño carné de identidad, puede apreciarse que viste un uniforme del ejército del aire.
Aparece, en el número uno, un algo incongruente reportaje dedicado a la nueva ley de educación recién implantada, quizás para tranquilizar a los padres de los lectores o a los lectores mismos: es un ejemplo de “oficialismo” trasladado a la edición que no se repetiría.
No faltan, dispersos y más congregados hacia el final de la vida de la revista, los relatos de un par de páginas, alguno de ellos de algún escritor de más o menos renombre[13]. La publicidad sobre libros (de la empresa, mayormente) es abundante.
Todos estos artículos, posiblemente, pretendían dar un empaque distinto a la revista. También, posiblemente, eran lo que los lectores (de tebeos) nos saltábamos. Y, en curiosa paradoja, lo que hoy nos permite asomarnos al túnel del tiempo y recordar o conocer cómo fue aquella España vergonzosa y algo mojigata que quería y no podía, o viceversa.
De Trinca, en todo caso, lo que nos interesaba entonces y ahora, eran las historietas.
¡Era la historieta, estúpidos!
Lo pretendieran o no, lo disimularan o no, Trinca era una revista de historietas. Y esas historietas, en medio de aquella batalla entre lo que era tebeo o lo que era cómic, son lo que ha quedado para nuestra particular historia. O, al menos, parte de aquellas historietas.
Como casi todas las revistas que vendrían luego, quizá como muchos de los títulos que vinieron antes, Trinca tuvo el problema de rellenar un montón de páginas con materiales de diversa índole que no siempre estuvieron a la altura. Baste recordar, en fechas posteriores, las muchas historias de relleno que conformaron otros títulos del imaginario colectivo de la Transición: díganme ustedes si hubo unidad temática o política editorial en Tótem o sus revistas hermanas que no fuera meter en un cajón de sastre toda la ingente cantidad de material que no había llegado a España desde Argentina, Italia o Francia.
Lo mismo sucede en Trinca, y hoy podríamos achacar al desconocimiento de lo que supone la calidad de una historieta o a la necesidad de contentar a públicos que no se han medido la enorme diferencia que hay entre unos autores y otros, entre unos personajes y los demás. Hasta cierto punto, Trinca es una revista autárquica que se nutre prácticamente de autores españoles (la excepción la supone alguna historieta de Toppi o Dino Battaglia[14] y el “Kendall” de Arturo del Castillo, material posiblemente sindicado), algunos de ellos consagrados, otros desconocidos, unos principiantes y otros con años de bagaje a sus espaldas. El problema que hoy se encuentra (y que quizá se encontraba también entonces: no hay más que ver las cartas de los lectores) es la falta de una política editorial, de una línea concreta. Si se supone que es una revista para jóvenes, sobran algunas páginas chuscas que bien podrían haber tenido hueco en las revistas de la distinguida competencia que era Bruguera (o quizá fueran supervivientes de Gaceta Junior). No es que esos títulos no hayan resistido la prueba del algodón del tiempo; es que ya eran francamente inferiores en su momento. Y se notaba mucho en el conjunto.
Una clasificación de las historias publicadas a lo largo de los 67 números de vida de la revista nos podría ofrecer cinco tipos de historietas: 1) las anodinas y/o de autores muy bisoños; 2) las experimentales; 3) las adaptaciones literarias; 4) las aceptables; y 5) las obras maestras, esas que hacen que recordemos Trinca como el gran hito lo que fue. Naturalmente, en algún caso, los títulos se solapan en esta clasificación propia.
Sólo tres portadas de la revista no están dedicadas a las series de historieta que contiene[15]. El resto no tiene empacho en demostrar sus cartas al público lector, aceptando que lo que va a encontrarse dentro son cómics, o tebeos, o como quieran ustedes llamarlos. Ya se ha dicho antes que la gran batalla de aquella época era buscar una nomenclatura el medio que lo alejara de lo infantil y, con el paso del tiempo, abriera paso hacia una visión adulta. En ese camino andamos todavía, aunque ahora ya han desaparecido algunos términos alternativos acuñados para la ocasión, como “cómix”, y la batalla dialéctica de la búsqueda del público adulto la retoma el de “novela gráfica”.
Cajón desastre.
Un recorrido por las páginas de Trinca nos permite asomarnos a buena parte de la evolución del medio: desde lo chusco a lo sublime, alternando en armonía no siempre bien disimulada. Algo se estaba moviendo en los autores del momento, y ese algo era, en buena medida, el concepto de autoría que hasta entonces prácticamente no existía en nuestro país. Por eso, quizás, se explica la presencia de series que rompen con el pasado y abren una nueva etapa, luego no desarrollada en su totalidad o abortada en el camino, y el relleno de otras historietas que desentonan con la leyenda del título.
¿Pero desentonan hoy, o desentonaban ya entonces? En el proceso de prueba y error que supone la evolución de la revista, no es aventurado aceptar que desentonaban ya en su momento. Series[16] como “Tortain” (de Bernet Toledano), “Hippy Fardón” (de Rojas de la Cámara), “Galactidio” (de Alcalá y Flores) o “Locomotoro, Valentina, el capitán Tan y el tío Aquiles” (de Oscar Banegas y Jaime Agulló), ya en el primer número, contrastan absolutamente con el revolucionario clasicismo pop de “Manos Kelly”, la cuidada presentación de “El libro de la selva” o los delirios experimentales de “Peter Petrake”: son historietas claramente infantiles, nacidas al socaire del momento y sus modas sociales o televisivas, que bien podrían haber aparecido en Pulgarcito o Jaimito o incluso de complemento en Tele-Radio. Qué hacían en Trinca son un misterio.
No son los únicos materiales “de relleno” que encontraremos. Hay más: “El profesor Neutrón y su ayudante Pepón”, de Radi (sin tildes en su primera aparición, pues entonces no se acentuaban las mayúsculas, detalle bisoño que sería corregido en la segunda aparición); “Juanito “Er Kiko”, de vocación torero”, nuevamente de Bernet Toledano, muy activo en la primera etapa de Trinca; la sección “Telemirón” de Cubero, dedicaba a parodiar títulos televisivos de manera muy light, casi un esbozo de la revolución que luego aplicarían, a toda la cultura pop, Ventura y Nieto; asoma el maestro Jan con dos series de una página, “El último vampiro” y “Don Juan Poca Cosa”, y también hace un amago Jordi Buixadé, con sus tiras paródicas del oeste (publicadas en cualquier hueco que deja la publicidad y en vertical); “Vida secreta de Gusa”, de Maidagan, es uno de esos horrores que uno recuerda como inexplicables, un boceto (también) de lo que luego serían títulos mucho mejor elaborados como “Quico el progre” de José Luis Martín o los mismos “Grouñidos en el desierto” de Ventura y Nieto para El Jueves.
Otras series de relleno coladas por la falta de filtro o la necesidad de cubrir páginas son: “Don Cirilo y Sanchón, dos quijotes de tesón”, de Fabo; “El mundo en que vivimos, con Pepito y Josefita”, también de Maidagan; y con el mismo aire fanzinero[17] encontramos historietas como “La fuerza del vapor” (de Jurado y Méndez); “La gran dama de la Atlántida” (de Graña y Retamosa); “Zenón” (de Adillo), “Ciclos” (de Santiago García) o la “Serie Wellwell” (de Begoña y Bañolas). Desentona un tanto, y descoloca a los lectores de entonces, la recuperación de “Sherlock López y Watso de leche” de Gabi.
Lo mismo que en las secciones escritas se alternaba el ajedrez con el boxeo, siempre en la línea de contentar a todo el mundo, otro tanto parece encontrarse en las historietas. Trinca no distingue los trabajos de calidad extraordinaria (que son los que, a la postre, la convierten en el título único que fue y sigue siendo) del material notablemente inferior del que a veces echa mano. No sólo eso: se les da la misma importancia incluso en portada, compartiendo una especie de república socialista de la autoría. Da igual el contenido, el autor que experimenta que el que copia: todos son bienvenidos a la viña del Señor. Y esto, que ahora parece un error de concepto, puede que fuera una de las claves del éxito de Trinca, o al menos lo que la convirtió en el faro al que se acercaban tanto los autores con ganas de hacer un trabajo más personal como los jóvenes que empezaban o los que no tenían claro que el humor infantil de Bruguera o Valenciana no casaban ya demasiado bien con el ritmo de los tiempos (en seguida llegaría el humor más estilizado y subversivo de “Es que van como locos” o “Yago Veloz, explorador intergaláctico”). Vistos los evidentes contrastes de calidad, es de agradecer que, pese a todo, se ofreciera un lugar donde publicar y aprender a verse los defectos y evolucionar para convertirse en profesionales del medio. Pocos, sin embargo, sobrevivieron. Además de la presentación casi en sociedad de los grandes autores de la revista (Antonio Hernández Palacios o Víctor de la Fuente, por nombrar a los más evidentes), no puede olvidarse que es en Trinca donde Enrique Ventura y Miguel Ángel Nieto comienzan a explorarse a sí mismos, y que también Alfonso Azpiri, con una estética todavía deudora de demasiada gente, puede iniciar un largo relato, “Dos fugitivos en Malasia”, adaptación muy libre de Salgari, para seguir luego explorando con historietas unitarias como “Mundo fantasma” y, sobre todo, “Superviviente” y “Maldición cósmica”, que lo ponen por primera vez en contacto con el novelista Carlos Saiz Cidoncha, con quien luego crearía Lorna y su robot[18].
Trinca tenía a su alcance un extraordinario feedback para evaluar el trabajo que estaban haciendo. Que luego cumplieran o no sus indicaciones es otra historia. Me refiero al contacto directo con los lectores y las encuestas periódicas sobre las series y autores que iban publicando. Choca hoy que las cartas de los chavales se publicaran tal cual, cuando estamos acostumbrados ya a que las secciones de correo de los comic-books sean solamente la contestación del encargado de turno y no la opinión directa y a veces cruel de los lectores. Choca también algún detalle hoy inconcebible, como la publicación de la dirección postal de los autores cuando se les dedica alguna página o alguna encuesta[19].
Ese feedback de los lectores tuvo que suponer algún momento de estupor para quienes dirigían o coordinaban la revista. No olvidemos su título: si Pilote tenía a un piloto de aviación como excelente vehículo de formación y propaganda (Michel Tanguy), y lo mismo pasaba con otros clásicos de la BD como Spirou o Le Journal de Tintin, cabría esperar que la cabecera de la revista tuviera en la historieta de la que tomaba el nombre (o a la que prestaba el nombre) un producto de calidad donde se vertebraran, por un lado, las políticas editoriales y, por otro, aventuras adolescentes que pudieran enganchar a los lectores en un entorno más cercano y ciudadano. No fue así.
La pandilla Trinca es, pese a sus intentos de modernidad, una serie añeja, antigua, llena de moralina superficial con ínfulas de grandes lecciones éticas. Las prontas quejas de los lectores (adolescentes, al fin y al cabo) son evidentes, pues es imposible que se vean representados en las historias, ni siquiera como algo a lo que aspirar en una hipotética España de caramelo. El espanto conceptual, cuarenta años más tarde, se acrecienta cuando nos damos cuenta de la evolución que ha tenido nuestra sociedad y la juventud que forma parte de ella. Las historias auto-conclusivas son demasiado cortas, la resolución gráfica, deudora de la estética de los tebeos románticos (o “de niñas”, vale) nos presenta a tres jóvenes sin apellido ni edad determinada que, aunque parecen estudiantes de instituto, se relacionan en un “campus” que suena a universidad[20] y visten a la última moda de los recortables del momento, lo cual no es óbice para que, como muchos años más tarde los protagonistas de la televisiva serie “El barco”, aparezcan descamisados a la primera de cambio, ya estén dentro de una mina asturiana o escalando una montaña. No hay desarrollo argumental, se tira siempre por el camino más fácil y más tonto para rematar las historias y los happy ends se ven forzados. Se critica el consumo de “marijuana” (SIC), pero se potencia el del tabaco o no importa que los adolescentes consuman alcohol bajo la batuta de un adulto demasiado guapetón en una escena que hoy interpretaríamos como equívoca. Las chicas tienen una importancia tan nula en la concepción de la serie que, en un giro pirandelliano, en una de sus últimas historias, una rompe la cuarta pared y se suma a la pandilla. Demasiado tarde, porque aunque la revista sigue conservando su nombre, los trincas desaparecen sin que nadie los eche en falta. Como trabajo de encargo que es[21], resulta deficiente y apresurado. No extraña, pues, que los grupos de jóvenes como aglutinantes de historias aventureras se ofrezcan con más osadía y exotismo con títulos como La cobra de Rajasthan[22], un trabajo conjunto (y menor) de Adolfo Usero, Carlos Giménez, Esteban Maroto y Luis García sobre un argumento de J. Peña y guión de M. Yáñez, que es mejor recibido por los lectores.[23]
Experimentos con y sin gaseosa.
Trinca tiene, pese a todo, una clara vocación de modernidad. Y lo moderno se identifica con la experimentación y, en ocasiones, con la ruptura. Junto con los títulos innovadores en cuestión temática (recordemos que hemos definido más arriba los tebeos españoles de hasta entonces como “de marca blanca”) que se acercan a Europa desde unos guiones más elaborados y una puesta en escena donde prima la ambientación, nos encontramos con unas propuestas estéticas y temáticas que aún hoy, en algunos casos, siguen pareciendo rompedoras y frescas.
El esteticismo de lo que podríamos llamar “escuela fantástica derivada de Esteban Maroto”[24], por ejemplo, aparece en Trinca antes que la propia obra del autor madrileño. Es el caso de la serie Andrómeda, de Francisco Guinovart, que casi parece un palimpsesto de las mismas poses de modelos ligeras de ropa pero dentro de un orden y los mismos paisajes extraterrestres de 5x Infinito. Encuadrada dentro de la época y los efectos del pop-art tan característicos del momento y de varios géneros, no exclusivamente de la ciencia ficción, Andrómeda es sin embargo una historieta confusa, un batiburrillo de elementos gráficos (por ejemplo del Jeff Hawke de Sidney Jordan), que resultan agradables al ojo pero de torpe ejecución argumental y narrativa: cualquier cosa vale con tal de explorar unas tendencias artísticas. Cuando, casi en los mismos parámetros, Alma de Dragón desembarca en la revista en el número 35 (1 de junio de 1972) suena a ya vista y explorada, subvirtiendo el juego de influencias[25].
De impactante, rompedora y experimental puede considerarse una historieta que ha quedado para el imaginario colectivo de nuestro medio: la adaptación, en el número 8, febrero de 1971, que de El Miserere de Gustavo Adolfo Bécquer realiza Carlos Giménez[26]. Un prodigio de montaje y narración, una obra contracorriente entre todas las demás que aparecerán en la revista. En apenas cinco páginas, en sintonía con el cine de terror español de la época y los templarios cadavéricos que ese mismo año enarbolaría Amando de Osorio como fugaz moda hoy de culto, Giménez relata una historia de terror sobrenatural potenciando precisamente aquello de lo que la historieta carece: el sonido, la música. Desde la aparición de las campanadas a los primeros acordes del cántico, las notas que flotan en el aire, las sombras de los espectros, las calaveras, la rotulación gótica de la partitura o el crescendo de la locura que va embargando al protagonista se desgrana ante los atribulados lectores una obra no apta para todos los públicos, muy por delante, en definitiva, del lector juvenil al que la revista se dedica. Como curiosidad, uno de los textos fue censurado y donde aparecía la textual cita bequeriana “¿Me habrán engañado?” se sustituyó por el más piadoso y fuera de lugar “¡Dios mío!”. Los motivos, como siempre en estos casos y esas épocas, ignotos.[27]
Pero el gran título experimentador, el más moderno, el más audaz y pop de Trinca es Peter Petrake, de Miguel Calatayud, las aventuras en clave de parodia de un James Bond en un delirante cosmos psicodélico que bebe sin tapujos de la estética de la película Yellow Submarine (1968) de (o con) Los Beatles y que supone un divertido y continuo experimento de color y forma. Calatayud logra meterse en el bolsillo a la juventud con su alocada puesta en escena, creando una historieta mítica que se adelanta casi una década a líneas claras y autores posteriores: con Peter Petrake, el tebeo español entra definitivamente en la modernidad. Siempre inquieto, al agente secreto se suma, enlazando su estética pop con una interesante revisión del clasicismo heleno, Los doce trabajos de Hércules. Y no menos impactante es la adaptación de La máscara de la muerte roja de Poe.
Hay otros experimentos sin gaseosa que no salen tan bien, porque no tienen detrás el empaque necesario ni la revisión artística imprescindible. A la sombra del propio Calatayud, durante un solo ejemplo (pero ocupando portada) se muestra el primer superhéroe (o algo así) de la revista, Míster Chat, de Fernando Bayona. A estos mismos experimentos vacuos podemos sumar la ya mencionada Ciclos, Puppy Boy de Danni Dan, o la insuficiente Las máquinas, de Fernand (pseudónimo del mismo Bayona).
Más experimental, por novedosa, es la propuesta que presentan Ventura y Nieto a través de una serie de historietas despendoladas, sin continuidad ni título aparente, pero recopiladas luego y reconocidas como “¡Es que van como locos!”, punch line que repetirá en ocasiones la viejecita cuasi victoriana[28] que asomará en muchas de las historias. Ventura y Nieto presentan una sátira en estado puro en una época en que las revistas de humor gamberro aún no existían o estaban completamente sometidas por la censura.[29]
Ventura y Nieto puede que tengan al precedente de Gotlib en Pilote como maestro, pero lo suyo parece más una adaptación (o una recreación) del humor de Mad. La acumulación caótica de elementos suma detalles humorísticos a las historias, que repasan con una sonrisa de complicidad los géneros cinematográficos o novelísticos, las radionovelas, todos los tópicos habidos y por haber de las series televisivas, la música moderna, los cómics (es quizás la primera serie meta referencial de la historieta española, donde los autores no se cortan un pelo, como tampoco haría Buylla, en parodiar las series de la misma Trinca[30]). Una especie de “buscando a Wally” despendolado, en blanco y negro, con el trazo grueso que no parece pincel, sino rotring, y que se ve acompañado de una estética claramente reconocible y, al mismo tiempo, en continuo desarrollo. Ventura y Nieto ocupan pronto las primeras páginas de Trinca, que hasta entonces siempre ha jugado al baile continuo de sus secciones, quizás porque era lo que más atraía a los lectores del momento. Humor blanco, sí, pero joven, actual, lleno de guiños y referencias, caricaturas, una visión burlona de una sociedad que hacía aguas aunque disimulara.
Los experimentos estéticos de los dos jóvenes autores tienen en su siguiente obra, Maremágnum, ya en color (y que terminan por los pelos, pues la revista cierra al poco de su conclusión), la presentación del personaje Groucho que tanto acompañaría a ambos en el futuro[31], tanto juntos como ya con Ventura en solitario. Protagonizada por un ingenuo joven cuyo nombre hoy no dirá nada a los lectores que se acerquen sin el background necesario para entenderlo (“Ornello”, nada menos), en Maremágnum ya se aprecian muchas de las características de la obra posterior: la mezcla del humor con la poética de la imagen, hasta conformar una bella reivindicación de la paz.
El otro gran título experimental de Trinca es, naturalmente, Haxtur, pero por su importancia lo trataremos más adelante.
Todo está en los libros.
Por mucho que pueda molestarnos, la historieta ha sido concebida casi siempre, desde fuera, como el paso prácticamente obligatorio para acceder luego a la literatura. Los niños leen (o leían tebeos) para foguearse, entretenerse, culturizarse y ya si acaso acceder a materiales más serios. Nadie pensaba, claro, que los temas más serios serían el Marca, pero tampoco tiene la historieta culpa de eso.
La relación entre los cómics y la literatura está ahí y es inevitable. Desde que el mundo es mundo y la historieta es historieta. Recordemos cómo los cómics realistas o naturalistas arrancan en 1929, con la publicación de Tarzán de los monos en una adaptación de la primera novela de Edgar Rice Burroughs con mucho texto al pie, y las de Buck Rogers, que hace lo propio con la novelita Armageddon 2419 A.D. de Philip Francis Nowlan. Desde entonces, y en todos los países, la versión comiquera de los clásicos de la literatura decimonónica que, convenientemente afeitados o reescritos, hemos asociado con lo juvenil, ha sido una constante. Capaz, sí, de crear a su vez obras maestras del medio.
En la memoria del lector talludito (y hasta de lectores más jóvenes) quedan las famosas “Joyas literarias juveniles”, aquella adaptación de las novelas de aventuras de todo tipo, y hasta de la literatura para niñas, que se realizó para las revistas Bruguera primero y que tanto éxito tuvo luego recopiladas en forma de revista unitaria y hasta en gruesos tomos de tapa dura.
Trinca no es ajena a la moda del momento. Un revista que se quiere educativa y para jóvenes no puede dejar pasar la ocasión de revestir su contenido de una pátina de calidad cultural que reciba de entrada la bendición del establishment. Hay mucho material chusco en los primeros números, ya lo hemos visto, pero la idea de que también se presentan autores y títulos como nunca se han visto antes en nuestro país está latente desde su arranque.
La primera adaptación literaria que presenta Trinca marca el tono de lo que vendrá luego. Apenas han pasado cinco o seis años desde que las “Joyas literarias” asomaran al mercado, pero el concepto de la página y la puesta en escena que la revista introduce es absolutamente moderno, alejado del encorsetado estilo de la página de dos tiras dobles de Bruguera. Con El libro de la selva, de Juan Arranz, vemos por primera vez la adaptación a la historieta moderna de un clásico juvenil[32] (la adaptación al cine por parte de Disney no está tampoco muy lejana en el tiempo), pero hecha desde el respeto al original y con el suficiente empaque formal para poder ver que se trata, fundamentalmente, de una obra de autor. Arranz, que venía de las agencias y había adaptado ya al cómic las aventuras de Old Shatterhand y Winnetou para el mercado alemán, es quizás consciente de que está realizando un álbum a la francesa antes incluso de que los capítulos por entregas en Trinca fueran recopilados en álbum. Hay una clara búsqueda de la estética en la adaptación de los relatos del joven Mowgli y su relación con el mundo animal: el tema, desde luego, da para el lucimiento del dibujante. Huyendo de cualquier referencia humorística y cualquier comparación con la película de Disney, Arranz entrega un trabajo serio y medido, perfectamente calculado en el naturalismo de sus animales y la anatomía del muchacho.
Sin los alardes de montaje que un par de años más tarde Burne Hogarth realizará para su adaptación de la primera mitad de la novela original de Tarzán, pero con abundantes puntos de contacto, Arranz se contenta con diagramar las páginas de manera clara pero sin renunciar a momentos de espectacularidad. No olvidemos, además, los problemas de censura que sin duda le llevaron a jugar con los escorzos para no mostrar la frontalidad del niño o el joven desnudo. No obstante, donde Arranz consigue un logro importante, y de la manera más sencilla además, es cuando diferencia el habla animal del habla humana y los textos de apoyo: Mowgli y los animales que lo rodean hablan en letras rojas[33], mientras que los textos y los humanos lo hacen en con las clásicas letras negras sobre blanco. Un recurso simple pero enormemente efectivo que da una idea del sonido distinto de las diferentes hablas y potencia la incomunicación de los hombres con la naturaleza. Extraña que, pese a su sencillez, no se haya aplicado más en el medio[34].
Una segunda adaptación de otro de los relatos de Rudyard Kipling, una vuelta atrás al Mowgli niño (una precuela, que diríamos hoy), quizás no revista tanta importancia o el tema del conflicto entre la cultura animal y la cultura humana era más atractivo en la primera entrega. Arranz, de todas formas, parece convertirse en el “adaptador oficial” de clásicos literarios a la historieta en Trinca. Tras sus dos incursiones con Kipling, le toca el turno a otro autor británico, Oscar Wilde, de quien adapta “El fantasma de Canterville” (popular por la adaptación televisiva en el espacio “Novela” ) y, poco después, “Robinson Crusoe”, dos versiones en las que Arranz no está tan fino y donde se notan, quizás, las prisas por la fecha de entrega, motivo con el que el autor puede jugar con un par de historietas de relleno, las “Arranz Visión”, donde satiriza su retraso con un estilo caricaturesco muy suelto donde parece sentirse muy cómodo.
Además de las ya mencionadas adaptaciones a la historieta de Bécquer y Poe, aparece ya en las postrimerías de Trinca una versión de Don Quijote que mucho había tardado en asomar[35]. La firman Leopoldo Hernández y Nydia Lozano (pintora y esposa del dibujante que aquí se encarga de la adaptación literaria). Es un trabajo interesante, una visión más de las andanzas del Caballero de la Triste Figura, tan difícil de llevar a la historieta por otra parte[36]. El cierre de la revista, apenas cinco números después, deja en suspenso la adaptación, que apenas toca las primeras andanzas del desventurado hidalgo y su filósofo escudero. Como particularidad, la rotulación de los bocadillos se hace remedando la caligrafía escolar, un punto que molesta un tanto la lectura y resta empaque al producto final.
Las adaptaciones literarias que Trinca publica, curiosamente, evitan o bordean las que estaba haciendo Bruguera con sus Joyas Literarias, que sólo hasta mucho más tarde se enfrenta a los mismos títulos. Habría sido interesante ver una adaptación de Tarzán por parte de Arranz, por ejemplo, pero en ese caso se habría roto una de las premisas de las adaptaciones literarias a la historieta: evitar el pago de derechos de autor a los novelistas perdidos ya en siglos pasados.
Zona de confort.
Puesto que Trinca promociona a bombo y platillo todo el material que publica, es difícil a simple vista separar el trigo de la paja, y ya vemos que paja hubo mucha. La factura externa del producto, se ha dicho también, es deslumbrante: presentación, portadas, papel, color. Igual que sucede ahora con los medios técnicos que prestan un acabado formal profesional a lo que hace un par de décadas apenas habría sido un producto de aficionados, el envoltorio de Trinca acoge en su seno un montón de historias y autores que no siempre despuntan, pero también es cierto que hay otras series que, si bien no han superado demasiado bien la prueba del paso del tiempo, sí cumplían con creces el cometido de calidad mínima que se necesitaba. Son la zona media de la tabla, como si dijéramos. Buenos dibujantes, aspecto atractivo, flacos guiones.
Es la característica que distingue a otro de los puntales de la primera etapa de la revista, Los guerrilleros, una serie de humor bufo y aventuras algo naif que debemos a Andrade y F. Sesén a los guiones y a Bernet Toledano a los dibujos. Una vez más, la sombra de Pilote planea sobre la serie, en tanto parece una clara respuesta, desde lo carpetovetónico, al gran éxito internacional que ya era Astérix. Se trata de un producto digno, extraordinariamente dibujado, que sin embargo no acaba de cuajar, quizá porque no lleva a comprenderse que las aventuras del galo a las que pretende dar réplica son algo más, mucho más, que peleas donde se ridiculizan a los romanos. Los guerrilleros, adelantándose al Curro Jiménez que asomaría a las televisiones apenas seis años más tarde, nos ofrece una visión simplista (y convenientemente neutra) de la Guerra de la Independencia española. Los invasores franceses son tontos, ridículos y feos, mientras que los españoles son brutotes, honrados, valientes y siempre salen ganando. Los argumentos son simples y jamás dan una vuelta de tuerca a la peripecia: se sabe desde el principio que los españoles vencerán y los franceses quedarán en ridículo. No se plantea, tampoco, hacer una historia larga, presentándose historias auto-conclusivas de cuatro u ocho páginas que en ocasiones se reparten en dos números. Incomprensiblemente pronto desaparece el personaje enmascarado (vaya usted a saber por qué), Alonso de Carrascosa, “El Poeta”, para ser sustituido por otro de aspecto más caricaturesco y fortachón, “El Estoque”. Lo que pudo ser un paso adelante respecto a la escuela de humor brugueriana se queda a medias, y existe de siempre la duda si con unos guiones algo más elaborados, o en la misma escudería de la competencia, la serie no habría sido un hito indiscutible en la historia de los tebeos españoles.
De los guerrilleros napoleónicos Trinca pasa a los almogávares medievales, presentando, de la mano de Fernando M. Sesén y Chiqui de la fuente, las historias aventureras de Héctor y su banda de guerreros. De la Fuente, que ya publicaba las entretenidas andanzas del reportero bélico Oliver en la Segunda Guerra Mundial, siguiendo quizás la estela de los relatos de Ernie Pike de H.G. Oesterheld, da un golpe de autoridad en la revista y se consagra como uno de sus pilares. Es divertido hoy, todavía, leer estas historias y aún más la justificación de la redacción sobre lo que fueron los almogávares y el grito “¡Desperta, ferro!”[37] para que no pareciera que se hacía apología del catalanismo o la revolución… ni que los textos fueran prácticamente los mismos que se leerán en las páginas siguientes, ya en la historieta. Héctor, una especie de Capitán Trueno juvenil y dentudo (sus aventuras comparten la misma época y al menos un personaje, Ricardo Corazón de León), es prácticamente un secundario en sus dos historias, que se centran sobre todo en el contrapunto humorístico (y a veces cargante, como suele suceder) del guerrero celta Yago. La gradación dramática de los argumentos sí se extiende hasta ocupar una aventura gráfica en formato álbum, cosa que no sucede en Los guerrilleros, a pesar de compartir el mismo guionista, y se da la circunstancia, hoy molesta, de que los textos de apoyo están escritos en pasado, restando inmediatez a la historia. Con los condicionantes típicos del momento y el público al que se destina, Héctor y sus almogávares es un tebeo divertido que no da tregua al lector y que sorprende por el uso de expresiones en catalán, sobre todo en la primera de sus historias. Pudo ser más y debió ser más.
Un histórico como José Bielsa se convierte en colaborador indispensable en Trinca, a veces ocupando con dos series distintas el mismo número, en detrimento de la variedad estética que suele ser característica de la publicación. De formación clásica y estética algo fría para los tiempos que corrían, Bielsa entrega sus productos perfectamente medidos y pensados, sin florituras de montaje. La gran obra de Bielsa en Trinca es, naturalmente, El rallye de los cinco continentes, una larga historieta de aventuras automovilísticas quizá a la estela de la película Grand Prix (1968) que incide en el gusto por los deportes extremos que, se supone, gustaban ya a los jóvenes de entonces… o por lo menos gustaban a los que hacían la revista. En la línea de otras historietas automovilísticas (recordemos el clásico francobelga Michel Vaillant o, en España, las aventuras de Chico Monza en la serie igualmente titulada Grand Prix para Bravo), “El rallye…” es una excusa para el lucimiento del dibujante en lo referido a hombres y máquinas, igual que el otro título suyo que Trinca repesca directamente de las páginas de Pilote, Bill Norton de la Policía Montada del Canadá.
Bielsa repesca también Ana, el personaje que ya había dibujado años atrás para Florita, que pasa sin pena ni gloria en buena parte porque el público lector de Trinca es mayoritariamente masculino. Más interesante, siquiera por el contraste con el futuro que preconiza y el futuro que para nosotros ya es pasado, es Caius How, un acercamiento al policial desde una premisa de ciencia ficción donde Bielsa intenta un estilo más moderno, con un color más agresivo, y que cuenta con guiones de Andrés (Andreu) Martín.
Otro autor clásico subvierte con su mirada burlona la medida modernidad de Trinca: Adolfo Buylla, quien con su Yago Veloz, explorador intergaláctico pone en solfa muchos de los convencionalismos del medio, incluida la auto-parodia de su serie fetiche, Diego Valor. Con un estilo suelto, heredero de Will Eisner, Buylla demuestra (como ya hizo en Gaceta Junior con su serie anterior, El superdotado, una inteligente parodia de una moda todavía por venir, los superhéroes) que está muy por delante de los tiempos que le han tocado vivir, y su lúcida visión sobre los tics culturales y los tópicos de los géneros se acompaña de un compendio de muecas y expresiones corporales que introducen en la historieta el equivalente a la alta comedia cinematográfica. ¿Alguien duda que Dick Van Dyke, Danny Kaye o el mismísimo Cary Grant no habrían podido encarnar sin desentonar al enamoradizo y metepatas Yago?
Otro autor veterano que comprende los tiempos de cambio y decide demostrar que ya estaba en ese camino es Jaime Brocal Remohí, que introduce su viking-fantasy (término que luego hemos reconducido a “fantasía heroica”) Kronan, las aventuras de un bárbaro pelirrojo que recuerda en su mismo nombre a Conan, el gran bárbaro de los pulps y los cómics que a lo largo de ese mismo 1972 desembarcaría en los comic-books marvelianos reconducidos a novelitas de Ediciones Vértice[38] y, un año más tarde, en las novelas originales de Robert Howard en Editorial Bruguera. Brocal, que nunca ocultó su admiración por Burne Hogarth, no muestra más puntos de contacto con el universo y la estética del bárbaro cimerio que el parecido formal del nombre de su personaje, en aquellos lejanos tiempos en que la personalidad de las criaturas de papel (dibujadas o no) se diferenciaba por el color del pelo y pare usted de contar.
Brocal se va soltando en su puesta al día de aquellos mismos vikingos con los que ya había despuntado en los tebeos apaisados de aventuras, insinuando situaciones eróticas de manera muy light y asomando al lector a abismos de terror. Kronan es, sobre todo, un paso más en la constante búsqueda de Brocal de “su” personaje, un icono que luego retomará, con nombre distintos (y colores de pelo diferentes) para su obra posterior en Francia o en Japón.
Un hecho inaudito se produce en el número 40 de la revista, en la sección de cartas a los lectores, cuando un airado, pero educado Brocal responde a la crítica de un lector donde se le acusa veladamente de plagiar, con Kronan, la serie Wolff de Esteban Maroto. Sin pelos en la lengua, Brocal contesta como un lector más:
Dice [José María Montero, el lector] en su carta publicada en el número 37 de TRINCA que “KRONAN[39] le recuerda mucho al Wolf de Maroto[40]”. En cuanto este último, no es mi intención herir susceptibilidades de un colega, pero sí aclarar conceptos erróneos.
En los años 60 y 61 se editó en España (Ed. Toray) mi serie de cuadernos Katán, que por cierto, ya también tenía el pelo rojo. Un año más tarde, Ogan en Francia (Ed. Imperia) y luego en diversos países, en España lo editó Boixereu (Barcelona) en el año 66. Ambas series fueron creadas por mí y propuestas a los editores. Los guiones, de Sesén y Bañolas, respectivamente. Katán fue la primera historieta de “viking-fantasy” hecha en España y el personaje tenía muchos puntos de contacto con el actual KRONAN, aunque entonces no tuve libertad en la parte literaria. Pues bien, si el señor Montero pudiese hojear estas series que yo gustosamente le mostraría, opinaría de modo diametralmente opuesto. KRONAN está influido por mis personajes anteriores. Uno era pelirrojo, el otro rubio. Wolf es moreno y muy, muy posterior. Con ello queda dicho todo.
Adjunto fotocopias que agradecería publicasen para información general y en beneficio de la dignidad de la revista TRINCA y de la mía propia. Nadie me acusó jamás de plagio. No todos pueden decir lo mismo.
Y, en efecto, junto a la carta se publican una portada de los cuadernillos de Katán y una página de muestra.
¿Es justificable este exabrupto de Brocal ante lo que es un simple comentario inocente de un lector adolescente? Posiblemente, no. Se da la circunstancia de que Alma de Dragón empieza en el número inmediatamente anterior, y que poco después la revista, quizá como compensación, publica y publicita la carta de otro lector rendido y admirado por la labor de Esteban Maroto. Es poco después cuando Maroto pide correspondencia con los lectores. Pero Alma de Dragón queda inconclusa y la dirección de Trinca, en uno de los editoriales posteriores, tras echar antes un par de balones fuera, reconoce problemas con el autor que algún día contará, aunque no se cuentan nunca[41]. Tampoco Kronan tiene la prometida segunda entrega, ya que su anuncio coincide con la desaparición de la revista un par de meses más tarde. ¿Egos enfrentados? ¿La autoría de un concepto se basa en quién llegó primero y el color de pelo del bárbaro de turno? ¿Está acusando Brocal a Maroto de plagio? Misterios que nunca se sabrán…
Otro misterio de la política editorial es la inclusión de Una escuela en la torre de los contrabandistas, una historieta claramente infantil de Vicente Martínez Gadea, entonces estudiante de Arquitectura y Bellas Artes y hoy afamado arquitecto. Sin embargo, no desentona, pese a su estilo naif e ingenuo, tan opuesto a los demás títulos que aparecen en la revista. La historia de una maestrita de provincias, casi salida de Crónicas de un pueblo, en un cuento de misterio y amistades. Hoy, sin duda, habría sido una novela infantil premiada, como fue en su día premio Doncel de cómics. Reconoce el autor[42], por cierto, que la realizó para ganarse unos dinerillos cuando aún cursaba la carrera y para impresionar a una compañera de facultad, Chelete, que luego sería su esposa: los nombres de los niños protagonistas son, curiosamente, los de los once hermanos de la dama en cuestión. Un pequeño hito en la historia de los cómics en España que por desgracia no tuvo continuidad, pese a su buen hacer y la solidez de su visión.
Otro de los premios Doncel (de 1972) es Antes de que Troya Cayera, una epopeya péplum con guiones de F. Sesén y dibujos de Eduardo Feito, que pese a su espectacularidad y buen arranque inicial se pierde un poco en el desarrollo y los préstamos estéticos. Todo lo contrario de lo que ya había ocurrido antes, en los principios de la revista (números 9 y 10) con el atisbo de serie Draco el pastor, una de romanos (de apenas doce páginas totales) que recuerda en su arranque al celebérrimo El Jabato y que, con guiones de Retamosa y dibujos de Usero (la primera entrega) y de Guirado (la segunda) no pasa de ser un coitus interruptus brutal con un final forzado e insuficiente para una premisa que pudo haber dado mucho más de sí.
Menos interesantes son otras series (¿o son álbumes?) que no sólo no cuentan con el favor del público, sino que parecen no complacer tampoco a la dirección de la revista. Es el caso de Los 3 monos de oro, de A. A. Arias y Blanes, un policial que, tras su despedida, el editorialista[43] despacha con las siguientes palabras (aprovechando de paso para dar una colleja sin manos a la serie que inicia, Fabio):
Bienvenida a una nueva serie de Eduardo Feito, que se llama “FABIO” (…). Vamos a hacer como siempre: esperar a vuestros juicios para ver si vale la pena continuar con “FABIO”.
Otra serie que se va es “Los 3 monos de oro”. Quisimos con ella dar cabida en la revista al género policíaco y el dibujo realista de factura norteamericana. Después de “Caius How”, este género no había vuelto a ser cultivado. En fin, adiós a “Los 3 monos de oro”, y vosotros diréis si conviene volver a intentar otra cosa en esta línea.
Eso se llama tenerlo claro como editor, sí señor: despreciar a tu propio producto y avisar con dejar las series inconclusas.
Leyendas de pasión.
Dos autores, y tres series, son el punto culminante de lo que fue Trinca en su momento y lo que hoy todavía se recuerda como leyenda en la historia de los cómics en España. Me refiero, naturalmente, a Antonio Hernández Palacios con “Manos” Kelly y El Cid y a Víctor de la Fuente con Haxtur.
No deja de resultar paradójico que ambos sean ya hombres de mediana edad[44], uno de ellos veterano de la historieta con experiencia a ambos lados del Atlántico, mientras que el otro, tras algún balbuceo juvenil en el medio, vuelve a los cómics después de años de experiencia como dibujante publicitario.
Hernández Palacios es el icono de Trinca, su baza más segura, el autor en torno al cual parece montarse la cabecera entera. Decidido a probar fortuna en la historieta, tres eran las series que el autor madrileño había propuesto: un policial adulto que jamás vería la luz (Nuri Evans), más los dos títulos que reseñamos. Hechas apenas tres primeras páginas de prueba de cada uno, es “Manos” Kelly la serie que echa a andar la revista y el paraguas de calidad que siempre asegura la continuidad del título. Como dato anecdótico, en uno de los (¿varios?) números de propaganda o de prueba del primer ejemplar de Trinca aparecen publicadas las primeras páginas del otro título, El Cid, con un color distinto al que luego aparecería en la publicación serializada.
A pesar de que el subtítulo “Un español en el Oeste” pueda llamar a engaño, o quizá se pretendió por parte de la editorial que llamara a lo que parecía que llamaba, “Manos” Kelly es un western[45] que esquiva el patrioterismo y la moralina, dedicado a reflejar con seriedad (y divertimento) la presencia española en la frontera sur de Estados Unidos a través del personaje central, hijo de irlandés y española. Se nota ya desde las primeras páginas, con la soberbia presentación del personaje que por desgracia queda anulada en la reciente reedición del integral (en tanto colocan al principio la aventura juvenil que Hernández Palacios dibujaría mucho más tarde), la labor de investigación histórica y estética que se ha hecho antes de la plasmación gráfica. “Manos” Kelly es, sí, el típico jinete venido de ninguna parte, hierático y algo despistado en su nobleza, un joven solitario que arrastra un pasado como explorador del ejército y, aún antes, como niño superviviente a la gesta (o como queramos llamarla) de El Álamo.
No es aventurado suponer que Hernández Palacios (que firma esta serie con su segundo apellido, dejando el primero para El Cid) aprende sobre la marcha tanto el dominio de la narración como el ensamblaje del guión. Tres son las historias que aparecen serializadas en Trinca: la que lleva el mismo nombre del protagonista, “La montaña del oro” y “La tumba del oro”, quedando la serie en suspenso con la muerte de la revista y recuperada luego, brevemente, tanto en Francia, con la citada historia corta de la juventud del personaje, como en el álbum “La guerra Cayuso”, publicado en 1984 por Ediciones García y Beá, dos de los impulsores de Rambla.
Eran los tiempos en que el western, todavía, tenía tirón entre todos los públicos: habían desaparecido o estaban en franca decadencia los grandes actores del cine del oeste, pero asomaban algunos jóvenes que todavía serían capaces de entonar bellos cantos de cisne en el género: Clint Eastwood y, sobre todo para el caso que nos ocupa, Robert Redford, protagonista de Las aventuras de Jeremías Johnson, con quien “Manos” Kelly tiene algún punto de contacto temático en su tercera aventura y que serviría involuntariamente de modelo para la siguiente serie de Hernández Palacios, ya para el mercado francés y sin su mano en los guiones, McCoy.
En la historieta, sin embargo, el western gozaba todavía de buena salud, especialmente en Europa, que paradójicamente siempre ha sabido tratar mejor esta temática que los propios autores norteamericanos, salvando algún ejemplo puntual como el Lance de Warren Tuffs en quien, tanto en la temática española como en el osado uso del color, parece fijarse Hernández Palacios para vertebrar su obra. Son los tiempos de la época dorada de Blueberry y Comanche, y sorprende incluso hoy día que un español prácticamente novato y desconocido fuera capaz de poner en pie una epopeya de las características de “Manos” Kelly sin basarse en la estética Gir ni en la de Hermann ni en la desmitificación que, desde el spaghetti western y sus imitaciones almerienses, había reducido el género (tan dado a la parábola, por otra parte) en una sucesión de cabalgadas sin sentido y tópicos pillados con alfileres[46]. Hernández Palacios entrega una visión chocante y chirriante de la rudeza de hombres y entornos, con colores forzados que casi parecen propios de una historia de ciencia ficción, algún influjo de las célebres novelas de Karl May (la relación con los indios buenos y la obsesión por el oro de los títulos, por ejemplo) y una cuidada gradación dramática en el uso de argumentos y la presentación de secundarios. Una nueva paradoja: pese a lo moderno y rompedor de la estética, “Manos” Kelly es una historieta de factura absolutamente clásica, con un uso espectacular de los paisajes y que no ahoga las páginas ni de cartelas de texto ni de mazacotes de diálogo. Las cartelas, cuando aparecen, recuerdan en su tratamiento a autores y títulos clásicos, de aquellos tiempos en que la narración podía ser moderna y revolucionaria sin tener que renunciar al texto en off y al bocadillo (me refiero, naturalmente, al estilo narrativo que asociamos con Prince Valiant de Harold Foster y que asomó también en muchos otros títulos de la época: recordemos los vaivenes de Flash Gordon), pero Hernández Palacios utiliza las onomatopeyas con un acusado sentido del pop art, cuasi marvelianas en algún momento, siendo además un maestro de los silencios. La sombra de John Ford planea siempre en la ejecución de la obra, y es especialmente reseñable la moderna visión que “Manos” Kelly nos ofrece del episodio clásico de La Diligencia en la primera de sus historias. Rezuma, pues, sabiduría Hernández Palacios y la demuestra de continuo con la asombrosa introducción de los personajes de esa diligencia condenada al exterminio, la inclusión del grandísimo secundario que es “Siglo” y los momentos de información histórica, con la aparición de personajes reales y el empleo del color como elemento diferenciador cada vez que la serie muestra un flash-back y evita de este modo convertirse en un tebeo didáctico.
La otra serie del autor, firmada en esta ocasión como Hernández, es El Cid. Nuevamente, de partida, un título que parece remitir a lo más rancio y carpetovetónico de las esencias hispanas, el héroe en el que se inspiró Franco, reclamado por el búnker, martillo de infieles… o esa era la versión de la historia oficial de entonces. Un personaje clave, en cualquier caso, en la historia de la literatura española (más que en la historia), y que además ha pasado al inconsciente colectivo como leyenda, el guerrero cristiano capaz de ganar batallas después de muerto. ¿Cuál de todas las visiones iba a presentar esta historieta? ¿El héroe nacionalista, el literario, el mito? Ninguna de las tres cosas: sin dejar de ser consciente de que lo que muestra su historieta es una ficción, Hernández Palacios nos muestra al Cid histórico… o al posible muchacho que luego desembocará en el Cid histórico. En vez de centrarse en los jugosos pasajes del Cantar del Mío Cid tan conocidos por lo escolares de entonces, o los momentos más impactantes de su leyenda, El Cid retrocede tanto en el tiempo que se notaba ya, en aquellos primeros años setenta, que su culminación iba a ser empresa imposible. Porque la historia comienza cuando Rodrigo Díaz de Vivar, luego conocido como El Cid, es apenas un mozalbete, abanderado o escudero de Sancho II de Castilla: una vez más, un secundario dentro de su propia historieta. No aparecen los elementos que el poema épico había hecho famoso, salvando los personajes históricos (la realeza de Castilla) y el que habría sido el villano (o el padre del villano) de los romances, Dolfos Bellido.
Hernández Palacios sigue la historia conocida (o más bien desconocida) de aquella Edad Media que la ignorancia y la propaganda política habían sepultado: recordemos que los estudios medievalistas no tenían entonces, como ahora, tanta pujanza. Del aspirante a guerrero a las intrigas de la corte, la familia del emperador y los líos de sus hijos e hijas, como si de un precedente de Juego de Tronos se tratara, El Cid prometía un buen puñado de álbumes donde se repasaría la historia de España con sus jugosos momentos dramáticos: el asesinato del rey Sancho II (prácticamente el protagonista de las dos primeras historias), la Jura de Santa Gadea de Burgos, el destierro de Rodrigo y su labor de mercenario para los reinos moros y catalanes… Nada de eso llegó a buen puerto, porque la desaparición de Trinca obligó a nuestro autor a olvidar sus aspiraciones de guionista y dibujante de su propia obra para entregar su arte a las ideas, bastante menores, del guionista francés Gourmelen, con quien le esperaba el éxito internacional a pesar de lo inferior del producto que era McCoy.
El Cid es un tebeo difícil, sin apenas precedentes en el medio. La Edad Media, en los cómics, quizás por cargar con el lastre de Prince Valiant (y ya sabemos que esa Edad Media es falsa e idealizada), ha sido tradicionalmente tema tabú en la historieta. Un par de títulos juveniles en Francia (Las Torres de Bois-Mauri, de Hermann, lo que más puede acercarse a la estética áspera y sucia de Hernández Palacios está todavía muy lejos en el futuro), o la naftalina y el cartón piedra de los grandes títulos medievales del tebeo español. Si en el western es posible encontrar información gráfica de películas, grabados de la época o incluso parafernalia, de la Edad Media no existe apenas nada. Hernández Palacios, sin embargo, hace un retrato naturalista, vivo, lleno de texturas, donde el hierro de las espadas o la madera de los portones casi puede palparse. Los hombres son recios, el vestuario incómodo, los secundarios se alejan del esteticismo prerrafaelista. Una visión medieval certera, icónica, que se respira y se siente.
Trinca publica los dos primeros álbumes, quedando el tercero en suspenso y recuperado años más tarde, junto con el cuarto, por la editorial Ikusager. No hubo más entregas y aquel tapiz histórico de cuarenta o más años de la vida del personaje apenas se convirtió en un esbozo. Pero ahí queda. Personalmente, el mejor título de Hernández Palacios y la joya de la corona de Trinca.
Mientras descansa de sus dos series punteras, inquieto siempre, y fascinado por lo bélico (como sucederá luego con su intento de llevar la Guerra Civil española a la historieta), Hernández Palacios entrega una obra menor, La paga del soldado, anecdotario de guerras pasadas con sus grandezas y sus miserias humanas, donde se pone de manifiesto ese gusto por el reportaje que asomará en otras obras similares.
El tercer gran título de Trinca es Haxtur, de Víctor de la Fuente, una sorpresa para los lectores adolescentes de entonces que todavía hoy se nos presenta como un experimento valiente, pero fallido, un intento de contar muchas cosas sin que en realidad se contara nada. Haxtur (el nombre es, evidentemente, un guiño a la patria chica asturiana del autor y es de ley que desde hace muchos años haya dado pie a un premio de historieta ya histórico en el Principado) se presenta como un soldado, posiblemente un guerrillero, que cae herido en una guerra sin nombre en una jungla sin nombre de algún país sudamericano. Mientras permanece en equilibrio entre la vida y la muerte, alucina (o eso podemos deducir, ya que el personaje dice una y mil veces “Esto no parece verdad”, “Es obra de mi subconsciente”, “Es como si el tiempo estuviera muerto” etc), lo que se ha interpretado como los Cuatro Jinetes del Apocalipsis lo juzgan por haber matado a una iguana gigantesca, arbitrariamente identificada como el “Padre Tiempo”, y lo condenan a vagar por el tiempo y el resto de la serie en busca de respuestas para la humanidad.
Ese será el castigo de Haxtur y a ese periplo somos invitados los lectores. La puesta en escena es deslumbrante, la narración extraordinaria, el juego de planos, escorzos, expresiones, anatomías nos descubre a un maestro absoluto que es capaz de dibujar lo que quiere y hacerlo a la perfección. El guión, sin embargo… No creo que hubiera ni uno solo de los lectores adolescentes que entonces éramos que fuera capaz de entender las historias, reducidas a apenas ocho páginas de apresurada presentación y con unos diálogos reducidos a la mínima expresión, sorpresa, nudo y desenlace y repitiendo los mismos esquemas que la heroic fantasy (que eso, y no otra cosa, es Haxtur) pero sin la capacidad de emocionar de obras muy inferiores y con menos ínfulas de trascendencia. En cierto sentido, Haxtur es la incorporación a la historieta de aquella forma de contar películas que tenía Carlos Saura[47] o los escritores de ciencia ficción española de la época: el uso de la parábola es tan oscuro, tan exagerado, tan rebuscado para eludir la censura, que no se entiende lo que se quiere contar; la elipsis es demasiado brusca, el pretendido sentido trascendente de la vida se reduce a las tres ingenuidades básicas. Sólo al final de la historia (que podría haber sido ampliada ad infinitum, por otra parte, en vez de a once capítulos más) se retoma el concepto de juicio y la muerte del guerrillero Haxtur (¿era Che Guevara?) y la “solución” al enigma planteado.
Visto, leído, analizado y vuelto a analizar hoy, este lector que en su día fue el lector adolescente al que Haxtur iba destinado sigue notando el apresuramiento de las historias, pero ya capta algunos guiños. Por desgracia, el tiempo ha sido inmisericorde con el guión (el dibujo sigue tan impactante como entonces, o más todavía) y no puede por menos que sonreír ante los policías robóticos que responden al nombre de Griks (alusión a los “grises”, el apodo aplicado a la policía armada), o a la hoy inconfundible alusión a la baja estatura del tiranuelo de turno del país de “Mashalla”. Hoy queda el título como más ingenuo que trascendente.
Las abstracciones de Haxtur son olvidadas en la siguiente obra de Víctor de la Fuente que publica Trinca: Matahi-Dor, una historia de ciencia ficción post-apocalíptica que narra, siguiendo el molde de la novela La conquista del fuego de J. H. Rosny, la búsqueda del fuego (o, en palabras del autor, del símbolo de la libertad) por parte del piel roja protagonista y sus compañeros de andanzas, el guerrero Dago y la pantera negra Vega. Tras la soberbia presentación donde se muestra la destrucción de la civilización y un nuevo renacer de la Tierra, ahora mutada y sin rayos ultravioleta, se plantea el punto de partida de una serie fascinante en su narración… y absolutamente vacía en su contenido. Matahi-Dor, tras el azaroso encuentro con un oso que deja a su aldea sin posibilidad de protegerse del invierno (y se supone que comiendo crudo), parte a la búsqueda del fuego donde jamás habrá por medio un quiebro en la trama: simple acumulación de peripecias y pare usted de contar. Peripecias, eso sí, contadas con una maestría apabullante y unos dibujos que retienen la mirada y se atesoran luego en la memoria. En segmentos aparentemente auto-conclusivos, la historia sigue y sigue, enfrentando al personaje a la naturaleza despendolada o a los humanos salvajes o incluso a un reptil que casi parece una alusión al de Haxtur y que Matahi-Dor no mata. No faltan las bellas solitarias ni el consabido artefacto nuclear centro de adoración, casi salido de Regreso al planeta de los simios. Un tebeo enormemente entretenido, pero hueco, que es a nivel estético lo mejor de su autor y quizá de todo Trinca.
Una curiosidad que no advertimos en su día y choca ahora: al final de cada historia empieza a aparecer, sobre la firma del autor, un aviso: Copyright. Luego, sin que Matahi-Dor encuentre el fuego, tras peripecias sin cuento, desaparece de la publicación. La despedida que le hace el editorialista de turno (que nunca firma) en el número 53 (1 de enero de 1973), no puede ser más dura y cínica:
“Matahi-Dor”, que no acaba de encontrar el fuego, a pesar de sus épicos pero adolescentes ardores, se va por algún tiempo. Víctor de la Fuente tiene vocación de Guadiana, y ya sabéis que es una cosa mala lo de traicionar las vocaciones.
Demasiados autores, demasiadas series desaparecían o quedaban inconclusas, y a otra cosa mariposa. Algo estaba sucediendo en Trinca. Sólo hasta mucho más tarde nos dimos cuenta de lo que pasaba.
Oración, despedida y cierre.
La arrogancia se va instalando en los editoriales, los firme quien los firme[48]. De aquella retórica ampulosa se pasa a la ironía, las medias tintas y la falta de autocrítica. Debía haber varios frentes abiertos, sin duda: con los que ponían la pasta desde arriba y que quizá no comprendieron nunca lo que era la revista ni los objetivos que cumplía (o no cumplía), y con los autores, que desaparecían por el foro con promesas de regresar alguna vez o fueron desterrados para no regresar nunca.
El 1 de agosto de 1973, en el número 65, cuando ya se han terminado todas las series en curso y Trinca debe, en teoría, iniciar una nueva etapa repescando segundas partes (de El Cid o Kronan) o presentando materiales nuevos, llega el cierre. La nota con que se anuncia es directa y lacónica, como es habitual: se agradece que no se llore. Los lectores veteranos sabemos que los editores, por norma general, mienten[49] cuando dicen que se van y que volverán en breve: nunca vuelven. Cuando se trata de cerrar publicaciones de personajes que siguen teniendo más vida más allá de lo que se publica y no da beneficios, se resuelve en la viñeta final una despedida apresurada que augura un final feliz donde todos son felices y comen perdices para siempre jamás. Trinca no fue la excepción, se prometió un regreso, la publicación directa en formato álbum a partir del 1 de octubre, pero ese regreso, naturalmente, no se llevó a cabo jamás. Es muy posible que este plan de contingencia no estuviera nunca lo suficientemente apuntalado. Es muy probable que la crisis del petróleo que estallaría en el mundo occidental mes y medio más tarde fuera la puntilla definitiva.
Si el editorial de despedida anunciaba un futuro difuso, sin explicaciones de qué había salido mal o qué había dejado de funcionar, en páginas interiores se incide en los logros de la revista en sus dos años y pico de andadura. Y se insiste una vez más, quizás para la gente de arriba[50], quizás como aviso a los autores[51], que gracias a Trinca eran conocidos en toda Europa y que sus títulos se vendían y eran populares más fuera de las fronteras españolas que hacia adentro. Se habla de ese concepto mágico que quizá no fuera exactamente lo que los autores deseaban ni lo que se conseguía del todo: libertad de expresión estética[52]. Pero ni una libertad más.
Trinca cerró después de 65 números y dos extras[53] y se convirtió, casi de inmediato, en una leyenda. Tuvieron que pasar cinco años para que, desde el número 7 de Troya Andrés (Andreu) Martín[54] se despachase a gusto contra la editorial Doncel y arrojara a los lectores que estábamos in albis algo de luz sobre los entresijos de la dirección de la revista y los avatares que llevaron, posiblemente, a su disolución. Con dureza e ironía, Martín explica el caos de organización que imperaba en la revista, algo que aclara, a cuarenta años vista, la diferencia de calidad de los diversos títulos que la compusieron. No se muerde la lengua cuando dice:
Los directores[55] que, sucesivamente, se hicieron cargo de Trinca ocupaban su sillón como si fuera un cargo político: la primera afirmación que hacían los que tenían el valor necesario era que ellos no entendían nada de historietas y que debían ser asesorados, y un director estuvo seguro, durante algún tiempo (según afirma Bernet Toledano) que estaba al frente de una revista musical.
Incide también Martín en los problemas de cobro de los autores, los retrasos, los escamoteos[56]. Y, el remate, la venta de las series al extranjero sin el consentimiento ni el conocimiento de los autores. Según Martín, Bernet Toledano desconocía que su serie Los Guerrilleros se publicaba en Bélgica, Holanda y Portugal; por su parte, Chiqui de la Fuente se enteró por su hermano Víctor, entonces residente ya en París, que Héctor iba a publicarse en Francia. Sólo un viaje relámpago, la detención de la edición y la renegociación con la editorial francesa logró reencauzar ese desaguisado. No fue el único. Bernet Toledano, Chiqui de la Fuente y el propio Andrés Martín tuvieron que demandar judicialmente a Doncel para cobrar sus trabajos: los dos primeros todavía continuaban sus pleitos en 1978.
No fue, por tanto, oro todo lo que relucía en Trinca. La intrahistoria nos explica mucho de lo que pasó y acabó por dar al traste con el proyecto. Economía, relaciones laborales, política empresarial y de la otra aparte, Trinca fue un título deslumbrante que el paso del tiempo revela con muchas más sombras que luces. La falta de criterio con respecto a la calidad de su producto nos choca hoy, como quizá no lo hizo entonces, pero explica cómo y por qué el barco hizo aguas. Dibujantes muy bisoños, no tener claro qué era juvenil y qué era infantil, una casi total ausencia de buenos guionistas que estuvieran a la altura de lo que se exigía de ellos, y aquella retórica que intentaba disimular el colmillo y al final acabó mostrándolo.
Quedan para la historia esas cuatro o cinco series y esos cuatro o cinco autores que, veteranos ya en el oficio o recién llegados, supieron evolucionar y adaptarse en los años siguientes. Queda aquel concepto del producto de calidad, siquiera por fuera: las portadas de Trinca son fabulosas casi siempre, verdaderos prodigios de estética, diferentes a las que vendrían luego y, curiosamente, capaces de llenar la plancha entera y atraer la visión del lector/comprador por su variedad continua, incluso cuando se trata de viñetas sacadas del interior y no de ilustraciones hechas ex profeso para ello. Queda aquel concepto de historieta dentro de la cultura general, juvenil o no, de una época. Quedan aquellos artículos de una de las últimas secciones, 8º Arte (entonces el cómic reivindicaba el número ocho, no el nueve), que sirvió para abrirnos los ojos a los jóvenes de entonces (el gran público que desconocía la prensa especializada) a otros productos, a eso que hoy parece olvidado: la historia del medio; también vimos en esa sección lo que se cocía en otros países, aprendimos cómo se hacían reseñas: no es extraño que algunos de aquellos colaboradores recalaran poco después en títulos como Comics Camp, Comics In o en Sunday. Queda aquella ilusión por acudir al kiosco cada quince días, o por completar en los baratillos los números que se nos quedaron sueltos, o los álbumes donde se podían leer de corrido las historias.
Trinca no fue Pilote, pero se le pareció bastante. Se convirtió en un punto de referencia y tuvo, medio lustro después, su influencia en los títulos que vendrían en cuanto asomó la patita la democracia: Trinca está en el desorden temático de Tótem, en la recuperación de sus series en Blue Jeans y Bumerang, en la nostalgia mal entendida de Chito, en la importancia estética de Cairo, en la invasión de los autores españoles en el mercado re-editor de los títulos Warren, hasta crear (en 1984, en Creepy, en Comix Internacional) una edad de oro propia. Trinca está en Cimoc y en Metropol y en K.O. Comics y en Mocambo. En Rumbo Sur y en Madriz. En el sueño autogestionario, libertad de expresión estética y autoral, de Trocha y Rambla.
Pero nunca hubo otra revista como Trinca.
NOTAS:
[1] Es sabido que Joan Manuel Serrat planteó cantar la canción en catalán, pues procedía de la Nova Cançó y su discografía apenas tenía entonces un disco en castellano. La polémica se zanjó con la sustitución del cantante y un veto en televisión que duró hasta más allá de la muerte del dictador.
[2] Puesto que la revista llevaba ya varios números en el mercado cuando nos alcanzó esta peculiar forma de publicitarla, no es descabellado suponer que los números ya no cuadraban y que de esta forma se consiguió insuflarle más vida de la que aportaba la simple venta en kioscos.
[3] El número 16, anunciado como “Extraordinario de verano”, vuelve a indicar una subida a 65.000 ejemplares. Luego ya se solicita control de la OJD.
[4] La revista siempre se refiere a sí misma en mayúsculas.
[5] Una de las aventuras de la Pandilla Trinca abordaría el tema con su consabido paternalismo buenrollista.
[6] Este humilde estudioso no puede evitar hacer el comentario burlesco: ¿Y si la alusión a las cuerdas era una versión pop de aquello del “atado y bien atado”?
[7] En la edición de muestra o lo que pudiera haber sido “el muerto” de la publicación, con idéntica portada de Manos Kelly pero logo distinto y distinta aventura de la Pandilla Trinca (“Ladrones de coches”, que aparecería en el número 2), el subtítulo es más largo y rebuscado: “Trinca es una pandilla de amigos que se enfrenta a dificultades cada vez mayores, como en una competición deportiva”. OJE pura.
[8] Trinca 50. 15 de noviembre de 1972. La dirección ya ha pasado a manos de Antonio Casado desde el número 40, 15 de junio de 1972, ascendiendo Alfonso Lindo a subdirector (o director en funciones de ese mismo número).
[9] Trinca 30, 15 de enero de 1972, pg 19.
[10] Eran los tiempos de búsqueda de una terminología que satisficiese a todos. Se optó por comic (sin la tilde de luego). Entonces no había salones dedicados al tema, sino “presentaciones”, “exposiciones” y “simposios”.
[11] Al menos la política nacional. Se publican mini-biografías de algunos políticos internacionales del momento. Incluyendo, pásmense, a Salvador Allende.
[12] Sorprende la inusitada caña que el crítico Juan Sanz da al cantante Víctor Manuel, al que cuarenta años después ha reivindicado su trayectoria.
[13] Se incluye un relato de Carmen Rigalt, a la sazón esposa (o novia todavía) del director de la publicación, Antonio Casado.
[14] Con guiones de E. Ventura, pseudónimo de Mino Milani.
[15] Las portadas de los números 8, 24 y 33.
[16] O amagos de series. Muchas de ellas apenas duran una o dos entregas.
[17] Se preguntarán ustedes quién es este que firma para decidir qué era fanzinero y qué era, simplemente, propio de autores principiantes. Miren la rotulación.
[18] Ya en los últimos números de la revista se publica una sección “Noveles Trinca”. No desentonan demasiado de los autores de relleno de la primera etapa.
[19] En el Extra de Navidad de 1971. También Esteban Maroto, desde las cartas a los lectores, llega a incluir su dirección y solicitar correspondencia con sus lectores.
[20] Estando más lejos y siendo tanto o más irreales, resultan más cercanos el high school y la universidad a los que asiste Peter Parker.
[21] Firman los guiones A. Arias y Sánchez Pascual, mientras que los dibujos son de Pizarro y de Guirado.
[22] “Con Roy Tigre”, reza el subtítulo de la serie, reduciendo a un personaje protagonista lo que es una serie coral.
[23] Otras dos series “de adolescentes” son Juanjo (de Carlos Cruz), un escolar que viaja a la Edad de Piedra, y Fabio (de Ruiz Lucas y Feito), un joven afectado de una melancolía existencialista muy propia de la época que nunca vería terminada su aventura, pues le pilla el cierre de la revista cuando apenas ha asomado dos veces en sus páginas.
[24] La nomenclatura es arbitraria y lo sé, en tanto Maroto parte, como casi todos los autores de Selecciones Ilustradas, de un molde común que se realimenta e influye continuamente, con especial énfasis en el retrato de la mujer que arranca de Pepe González. Sin embargo, es Maroto quien es capaz de lanzar esa estética al mundo de la fantasía y la ciencia ficción, o al menos quien llega a las cotas más altas.
[25] Alma de Dragón quedaría inconclusa en Trinca, sin que se dieran las explicaciones pertinentes prometidas desde la dirección. Se recuperaría y remataría, en blanco y negro, en el número 7 de la revista Bumerang, ya en 1978.
[26] Carlos firma aquí su apellido con “j”.
[27] En conversación con el propio Carlos Giménez, el autor me cuenta cómo en una exposición de los originales de El Miserere en alguno de los “simposios” de la época su firma fue raspada de los originales.
[28] Cuasi-victoriana o cuasi-serradoriana, en tanto no habría desentonado entre las enlutadas matronas de la mítica Historias de la frivolidad, de donde parece partir.
[29] El Papus, el título en el que Ventura y Nieto recalarían antes de pasar a El Jueves, es de 1973. Barrabás, la revista satírica del deporte, de 1972. Por Favor, de 1974. Matarratos, La Codorniz o Hermano Lobo estaban en otra onda.
[30] Gracias a Ventura y Nieto conocimos en España la parodia de Valentina antes que a Valentina misma. Las cosas de este país…
[31] El primer hermano Marx al que los autores utilizan, sin embargo, es a Harpo en uno de los episodios de “Es que van como locos”.
[32] Casualidad de casualidades (o no), ya en Flechas y Pelayos, el antepasado lejano en el tiempo de Trinca, había aparecido una adaptación de El libro de la selva, realizada por el dibujante Luis Vigil (no confundir con el escritor y editor del mismo nombre) y la luego popular y querida poeta Gloria Fuertes.
[33] En azules en el segundo de los álbumes.
[34] Recordemos cómo en Astérix los godos o los griegos hablan con letras específicas. Mucho más tarde, en Sandman, Neil Gaiman usaría también los textos de colores para diferenciar lenguas. En los comic-books, sobre todo a partir de los ochenta, se rotula entre corchetes (o, en el caso del Thor de Walt Simonson, con letra que recuerda a las runas) para marcar los diferentes idiomas.
[35] Trinca 60, 15 de abril de 1973.
[36] Se pierde siempre el humor satírico de la novela y se lastran las versiones en historieta por el empeño de adaptar la prosa cervantina.
[37] Este humilde reseñador confiesa con rubor que el nombre Drac de Ferro de su personaje superheroico catalán se debe a lo aprendido de ese grito en este cómic.
[38] Recordemos, en cualquier caso, que los comic-books de Conan the Barbarian aparecen originariamente en octubre de 1970.
[39] En mayúsculas las dos veces que Brocal cita su propia obra.
[40] Wolf, con guiones (y polémica) de Luis Gasca-Sadko se había publicado en 1970 en Drácula.
[41] Son demasiadas las series que quedan inconclusas o con una difusa promesa de “ya volverán” o “los artistas son así” que no pueden achacarse a los retrasos de los dibujantes. Sobre Trinca planea, como se verá más adelante, la sombra de los impagos y la comercialización de las obras al extranjero de espaldas a los dibujantes.
[42] En los comentarios online del blog Una vida de historietas. http://unavidadehistorietas.blogspot.com.es/2013/04/una-escuela-en-la-torre-de-los.html
[43] En Trinca 63, 1 de junio de 1973. Los editoriales (bajo el epígrafe “Queridos amigos”) empiezan a parecer en el último tramo de la revista.
[44] Hernández Palacios nació en 1921 y Víctor de la Fuente en 1927.
[45] No es el único western que publica Trinca. También aparecen esporádicamente, en blanco y negro, historietas sindicadas de Kendall, del argentino Arturo del Castillo.
[46] Vean ustedes los sábados en el Canal Ñ cualquiera de los westerns españoles rodados en Almería y verán cómo fueron un campo de aprendizaje perfecto para lo que luego se reciclaría en Curro Jiménez.
[47] En realidad, el equivalente a Carlos Saura del tebeo español es Enric Sió, pero ustedes entienden lo que quiero decir.
[48] O Antonio Casado, el director. O Alfonso Lindo, el subdirector. Digo yo.
[49] “No se trata de decir adiós, sino todo lo contrario. Se trata de cerrar un ciclo en la vida de lo que podíamos llamar la marca “TRINCA””, dice el editorial. ¡La misma retórica que hoy nos venden desde la Moncloa!
[50] “Los comienzos, como siempre, fueron difíciles y hemos tenido que luchar con dificultades incalculables, recelos injustificados e incomprensiones trasnochadas”. Evidentemente, se refiere al búnker.
[51] “Este fue el principal objetivo de nuestra revista: rescatar a los mejores dibujantes españoles que trabajaban sólo para el extranjero y presentarlos a nuestra juventud para que los conocieran y se deleitaran con ellos, fieles al espíritu que inspira a la Editorial Doncel de la Delegación Nacional de la Juventud, editora de la revista”. Obsérvese cómo la retórica se vuelve más retrógrada y partidista: no es sólo una despedida, es una defensa numantina de una postura fracasada posiblemente por las zancadillas de los mismos mayores a los que se hacía referencia en el editorial del primer número.
[52] Díganme ustedes sin con la censura todavía fuerte, el Tribunal de Orden Público acechando desde las catacumbas, la imposibilidad de mostrar desnudos (de eso nos empachamos apenas cinco años más tarde) y, sobre todo, el férreo control sobre los guiones podía haber libertad creativa… Que sí, que estéticamente a lo mejor. Pero no es sólo eso, me parece a mí.
[53] Extraños extras que, sin seguir la numeración oficial de la revista, sí incluyen historias que se continúan luego en la revista o continúan a las de la revista.
[54] “El doncel del antifaz”, Andrés Martín. En Troya 7.
[55] Martín da por sentado que hubo varios directores de la revista, aunque sólo aparecieron identificados como tales dos, ya mencionados: Isidoro Carvajal y Antonio Casado. Quizá incluye en su diatriba a los directores o altos cargos de la editorial, a quienes menciona por su nombre: Carlos Vélez, Juan Van Halen o Víctor Fragoso del Toro.
[56] “Los dibujantes que colaboraron en Trinca se pueden dividir en tres clases: los resabiados que vivían en Madrid, los confiados de Madrid, y los que residían en provincias. Los pertenecientes al segundo y tercer grupo cobraron sus colaboraciones irregularmente (…). El procedimiento [de cobro] era complicado, rocambolesco: Llevaban las páginas. En la Redacción de Trinca (en la calle Eugenio Salazar), les decían que se las quedaban, pero que allí no tenían dinero., que tenían que ir a cobrar a Editorial doncel (en la calle Pérez Ayuso), donde estaba la caja, pero que dejaran las páginas, antes de ir a cobrar. Los dibujantes, entonces, tenían que oponerse, resueltos a cobrar primero y entregar después. Se trasladaban a Editorial Doncel. Allí les decían que no tenían orden de pago para ellos. “Telefoneen a Trinca”. Telefoneaban. Había un largo regateo a distancia entre Doncel y Trinca. Por fin, la Caja pagaba. Y sólo entonces los autores regresaban a la Redacción y entregaban sus páginas. (Ejemplos de esta aventura son Bielsa y Ventura y Nieto). ¡Y esta aventura se repetía quincenalmente, a cada entrega de material!”. Andrés Martín en el citado artículo.
Un ensayo absoutamente fascinante. No es la primera vez que te oigo mentar Trinca, pero esto está a otro nivel.
Asimismo, ¿hay ALGO de Víctor de la Fuente, aparte de Los ángeles de acero, que tenga un guión decente?