Mambrú se fue a la guerra, pero con dolor y pena Milton Caniff no. Intentó alistarse y su estado de salud, afectado siempre por la flebitis que lo llevaría a dibujar muchos años postrado en cama, el autor de Terry y los piratas vio cómo su patriotismo indudable quedaba relegado a colaborar en el esfuerzo bélico desde casa, en un barrio residencial donde era el único hombre (todos los demás estaban en el frente) y donde solo pudo poner sus pinceles y su arte al servicio de la causa.
Ya lo había venido haciendo desde incluso antes de que Estados Unidos declarara formalmente la guerra a los países del Eje, tras Pearl Harbor. El escenario de las aventuras de Terry Lee, Pat Ryan, Burma, Connie, Big Stoop y todo el plantel de piratas y secundarios ya se desarrollaba en una China que vivía la invasión japonesa, aunque por pura prudencia e imposiciones del syndicate no se pudiera nombrar claramente a las tropas niponas, so pena de provocar un altercado diplomático. Los japoneses se llamaron “el invasor”, hasta que todo estalló en Pearl Harbor.
Los actores de cine, los héroes de los cómics, incluso los guionistas y dibujantes fueron a la guerra. Y Milton Caniff se dispuso a contar, como nadie había hecho antes en la historieta, cómo era una guerra a ras de tierra, centrándose en los soldados y pilotos, en el personal técnico, describiendo también la fatiga, el sudor, el miedo y la suciedad. Y todo eso sin perder de vista que Terry era una tira de aventuras que arrastraba detrás un pasado glorioso y que se encaminaba a cotas aún más altas de gloria. En las aventuras de aquel muchachito rubio que ya incluso dejaba atrás la adolescencia y se internaba en una era adulta donde todo cambiaba, en especial su relación con el bello sexo, protagonismo que hasta entonces había estado dedicado a su mentor Pat Ryan, se notaba un claro deseo de hacer que el “frente de casa” colaborara con los muchachos que se jugaban la vida en ultramar, y son abundantes las tiras donde se insta a comprar bonos de guerra, alistarse en el cuerpo de enfermeras o de aviación: el bello mensaje de que todos cuentan. En estos años de conflicto, Caniff crea insignias para docenas de escuadrillas o batallones, recibe cartas de los soldados desde los diversos frentes, refleja el pique amistoso entre marines y marineros o pilotos de caza y pilotos de bombarderos, y hasta ve cómo sus personajes femeninos adornan los fuselajes de los aviones. Sus personajes de ficción son tan reales para la generación que se juega la vida en combate como las actrices de Hollywood.
Pero no es suficiente. Nunca es suficiente. Y entonces Caniff desarrolla una tira humorística que publican gratis los diversos periódicos militares. Se llama al principio “G.I. Terry”, aunque Terry Lee no es el protagonista. Quien centra las miradas de la tira, dentro y fuera de la ficción de las viñetas, es esa rubia aventurera, la chica mala de buen corazón cuyo nombre jamás sabremos, la que tiene por leit motiv el “Blues de St. Louis”, que anuncia su presencia como una banda sonora propia: Burma.
Pero, ah, los periódicos de casa que publican Terry y los piratas, que son muchos y llegan cada día a millones de lectores en todo Estados Unidos, se quejan. Consideran que tienen la exclusividad del título y los personajes. Esto es el capitalismo, muchachos. Caniff no puede continuar con su tira dedicada a los soldados con Burma como protagonista, así que decide sustituir a la bomba rubia por una bomba morena. Y Burma deja sitio a Miss Lace, otra chica sin pasado ni futuro, que ocupa su nicho y encandila por igual a las tropas. No me extrañaría que con este encuentro accidentado con las leyes de mercado, y el recordatorio palpable de que, siendo su creación desde el principio, Caniff advirtiera que Terry no era su propiedad. Male Call, como acabaría siendo llamada la serie, sí lo era. Por eso la produce de forma altruista y sin cobrar nada. Y me malicio, sin pruebas, de que es comprender que en cualquier momento pueden hacer con su Terry lo que quieran lo que impulsa a Caniff a, recién terminada la contienda, abandonar a sus criaturas (y tuvo que ser muy doloroso) y crear otra serie distinta de la que sí retuvo los derechos. Me refiero, naturalmente, a Steve Canyon.
En Male Call, que ahora presentamos en su integridad, recuperando las tiras originales protagonizadas por Burma e incluso aquellas otras tiras que Caniff no llegó a terminar, respetando el orden en que fueron creadas (aunque no publicadas: cada periódico militar las publicaba cuando podía), Caniff da el do de pecho como cartoonist. Ya habíamos visto en Terry su habilidad para el gag, bien en las magistrales páginas dominicales donde retrasa la acción-río que enlaza la trama general, bien en las tiras diarias que no desentonarían en esta antología.
“Male Call” es un título difícil de traducir (y no solo el título): puede ser “la llamada del macho”, o “el reclamo”. También, en más castizo, “Cosa de hombres”. El nombre o apodo de su protagonista, Miss Lace, hace referencia a los encajes de la ropa interior. Pero no crea el lector de hoy que va a encontrarse con un tebeo pornográfico. Lace, más que Burma, es todo candor y dulzura. Pícara, desde luego. La chica buena que no es consciente, porque Caniff no quiere, de lo buena que está y las pasiones que levanta. Es una visión machista (lo dice el título) de la mujer, no cabe duda. Pero no olvidemos que no podemos juzgar esta creación de hace setenta años con los ojos de hoy. Ni olvidemos tampoco que el público que leía con fruición estas tiras, que las recortaba y pegaba en sus taquillas o las guardaba dentro de sus cascos de combate, que dibujaba a Lace en los fuselajes de sus aviones o sus bombas eran jóvenes que se enfrentaban a la muerte cada día. No olvidemos que muchos, muchísimos de ellos no volvieron a casa. Que el humor, como el sexo y la picardía, eran su antídoto contra la amenaza de la muerte.
Lean ustedes estas historias, y disfrútenlas, como un guiño cómplice a cómo era el mundo y la batalla entre los géneros hacia la mitad del siglo veinte. Vean a Lace como la vecinita de enfrente (se dice que fue “chica del coro” en su primera aparición), la que tiene una misión tan importante para los soldados como la que tienen los soldados para la democracia. Porque Lace, insisto, es bella e ingenua, pero no es en modo alguno una cualquiera. Antes al contrario, son incontables las tiras donde no advierte el volcán de emociones que causa a su paso, como incontables son las otras tiras donde para en seco los avances de algunos de los “lobos” que intentan propasarse con ella. Lace es ternura, el consuelo del guerrero que sale a enfrentarse a la muerte cada día. Lace es el apoyo del soldado raso, al que llama “general”, sin que lo sea. Lace respeta por igual a todos los cuerpos del ejército, ofrece su hombro (y nada más) a los muchachos que sienten nostalgia de casa, que echan de menos a sus novias de verdad, que quedan ciegos o tullidos o sienten que les flaquean las fuerzas. Lace es el espíritu de la tarta de manzana y la música de las barras y estrellas. Cumple su función y va desapareciendo poco a poco de la tira, a medida que se acerca la paz, hasta que desaparece y se despide hasta la próxima, volviendo al tintero del que salió, el tintero de los sueños para espantar pesadillas.