Debe de ser muy difícil calzar los zapatos de un gigante.
En el mundo de los cómics de prensa, donde se originó todo, y en especial en el mundo de los cómics de aventuras, ya hemos dicho que la Santísima Trinidad la configuran tres y solo tres nombres: Harold Foster, Milton Caniff y Alex Raymond.
Seguir la estela de Foster se antoja un imposible: ni su sustituto inmediato, Burne Hogarth, ni los pocos grandes que siguieron su escuela de dibujo hermoso y riguroso (José Luis Salinas, Wally Wood, Víctor de la Fuente) pudieron acercarse a su capacidad visual ni, especialmente, a su habilidad narrativa: antes que un grande del dibujo, Foster fue un novelista de pura cepa, un escritor que escribía con dibujos. Siempre fue un águila solitaria. O, en palabras de otro de los seguidores de la Santísima Trinidad, maestro de la segunda hornada, Will Eisner: “Foster era Foster”.
Más escuela creó, posiblemente, Milton Caniff, si acaso porque sus soluciones gráficas, tan impactantes, suponen un reto de mancha y luz. Su dibujo no es necesariamente naturalista como lo es el de Foster o Raymond, pero el atractivo de su propuesta, concebida al alimón con otro grande de paso breve por la historieta, su amigo Noel Sickles, se complementa, igual que en el caso de Foster, con una magnífica capacidad narrativa, su genialidad en la puesta en escena, el uso de los secundarios memorables y la mezcla de aventura y melodrama. Caniff tuvo y tiene muchos autores en su estela (Alfred Andriola, Josep Toutain, Jijé, Carlos Giménez), pero de todos ellos solo uno, que comprendió la historieta más allá de la estética, pudo acercársele y en ocasiones superarlo o hacerle sombra: me refiero, naturalmente, a Frank Robbins.
Y nos queda el caso del tercer gigante, Alex Raymond, cuyos inicios titubeantes y su escalada a las más altas cotas estéticas solo tendrían parangón, muchas décadas más tarde, en los casos de Jean Giraud/Moebius o Barry Windor Smith. Raymond era un esteta pero, ay, no era escritor, y su narrativa en la historieta no despegaría realmente hasta que (¿siguiendo la escuela de Caniff, deslumbrado por Caniff y su predicamento entre las tropas durante su servicio en el cuerpo de marines durante la Segunda Guerra Mundial?), de vuelta a casa tras el conflicto, creara Rip Kirby, donde se permitiría el lujo de experimentar con la narración segmentada en tiras diarias (nunca hubo una dominical del detective miope y bon vivant) y a la vez con soluciones plásticas (ora mancha de tinta, ora rayado, ora sombreado con aguada, ora con retícula) que dificultan enormemente su reproducción, máxime con la penosa calidad con que se ha conservado su legado.
La estética de Alex Raymond sí tuvo muchos seguidores, quizá algo tardíos: Al Williamson, Stanley Pitt, o Emilio Freixas y Jesús Blasco en España. Pero su marcha de su título emblemático de los años treinta y cuarenta, Flash Gordon, supuso sin duda un mazazo para el desarrollo de la serie. Sustituido en primera instancia, como ya hemos visto en nuestra edición de Sin Fronteras, por su antiguo ayudante y “negro” ocasional Austin Briggs, que pasó de complementar el título con unas tiras diarias de corto recorrido hasta pasar a encargarse de las páginas dominicales, es innegable que Briggs no se sentía demasiado a gusto con el personaje, o con las limitaciones estéticas y narrativas a las que le obligaba el personaje o más bien la visión que del personaje tenía su guionista en la sombra, Don Moore. Excelente dibujante y anatomista, no deja de ser paradójico que Briggs renunciara a Flash Gordon para iniciar una brillantísima etapa llena de éxito en la publicidad… justo aquello que nunca conseguiría su maestro y predecesor, Alex Raymond.
Es de imaginar que en King Features Syndicate saltaran las alarmas y la búsqueda de un sustituto para Briggs tuvo que llenarlos de desazón. Incluso sin el reclamo de los enormes dibujos de Raymond, Flash Gordon seguía siendo uno de los personajes más populares, auxiliado por su aparición en merchandising, seriales radiofónicos y sabatinos y, pronto, en series de televisión. En Europa y América del Sur era también un icono, y la guerra atómica que marca el fin de la Segunda Guerra Mundial y el principio de una nueva era lo convertía, casi obligatoriamente, en un personaje que no podía ser olvidado.
El sustituto del sustituto fue Manuel Raboy, que firmaba su trabajo como Mac Raboy. Dibujante de formación clásica, procedente del comic book, donde había ilustrado a personajes como Green Lama, Doctor Voodoo y, sobre todo, Captain Marvel Jr, su estética luminosa y las proporciones áureas de sus personajes remiten de inmediato a Raymond. Flash Gordon, Dale Arden y la infinita sucesión de hermosas reinas y princesas que aparecen ahora y siempre en el título recuerdan la belleza de la serie en los mejores momentos de su creador. Ayudado por un colorido deslumbrante, que ahora el lector español (¿el lector mundial?) puede apreciar por primera vez, Flash Gordon supone una continuidad en el tiempo, la fidelidad a una estética.
Una muestra de la valía y la consideración de Raboy en este final de los años cuarenta en que inicia su trabajo en la serie nos la dan dos detalles: los casi veinte años de permanencia en el título (record que solo superaría su “competidor” posterior en las tiras diarias, Dan Barry, que realiza como todos sabemos un remake absoluto del personaje y su entorno, y que lo sustituiría también en las dominicales), y el precio que cobraría por su trabajo: 300 dólares por semana (es decir, 300 dólares por página), en una época en que el salario medio americano estaba en 40.
Con guiones de Don Moore, que no se aleja de su consabido esquema, los nombres de personajes que nos indican ya sus personalidades, sus inventos desopilantes, su esperanza en lo atómico, este Flash Gordon de Mac Raboy sigue la estela narrativa no de Raymond, en tanto la aventura larga y la lucha robinhoodesca contra la tiranía hace ya mucho que desaparecieron del título, sino de Briggs. Flash es presidente de Mongo, como bien sabemos desde entonces, las alusiones a su humanidad terrestre desaparecen durante mucho tiempo, los personajes secundarios que tomos aprendimos a amar (Barin, Aura, Undina, Vultan, Fría, Desira) ya ni siquiera se mencionan, pero el continuo viaje en pos de desfacer entuertos de Flash lo lleva a mundos, reinos, reinas y personajes que en muchas ocasiones los recuerdan. Mongo, en ese aspecto, pesa como una losa en las aventuras, y no es extraño que, quizás a remolque de lo que empezaba a hacer Dan Barry en la serie paralela de las tiras diarias, Flash y sus amigos pronto volvieran al espacio y abrazaran otras galaxias y otros planetas.
Por encima del ballet (Alberto Breccia dixit) que es Flash Gordon, los soberbios dibujos de Mac Raboy, realzados por el rompedor uso del color, un acercamiento a un mito por parte de un autor que no temió enfrentarse a la comparación con Alex Raymond.
Tampoco le hacía falta.