EL AZAR DE LA AVENTURA
La ensoñación era el cielo, y el cielo dejó de ser el límite. El cowboy, en los medios, había sustituido al caballero andante, y el aviador vino a hacerles compañía a ambos. Las novelitas pulp de Bill Barness, la fijación de Howard Hugues con la aviación y las películas Wings (1927) y Hell’s Angels (1930), la inmensa popularidad de Charles Lindbergh tras su proeza a bordo del Spirit of St. Louis… todo hizo que los pilotos y sus acrobacias llenaran de colorido cine, libros de consumo e historietas. La Primera Guerra Mundial se había librado por primera vez en los cielos y quizá ya se presagiaba que guerras futuras pertenecerían también al aire: Buck Rogers, recordemos, el héroe de ciencia ficción que inauguró con Tarzan de los monos los cómics naturalistas en 1929, ya usaba casco y gafas de aviador y los pantalones bombachos y las botas de montar características, no importaba que su futuro fuese el siglo XXV.
Tailspin Tommy (1928), Barney Baxter (1935), y sobre todo Scorchy Smith (1930) cuando cayó entre 1933 y 1936 en los pinceles de Noel Sickles fueron los grandes personajes del cómic de prensa centrados en la aviación. Pronto se les unirían, a medida que la Segunda Guerra Mundial empezara a hacerse inevitable, Terry Lee, que cambiaría sus piratas de río por aventuras aéreas en el conflicto mundial en Oriente desde que los Estados Unidos entraron en la guerra y, algo más tarde, y por el mismo autor, el gran Milton Caniff, Steve Canyon (1947).
Y, naturalmente, Johnny Hazard de Frank Robbins.
Claro heredero de la estética de Noel Sickles que su amigo y compañero de estudio Milton Caniff había explotado y perfeccionado hasta convertirla en un estilo narrativo que haría historia, Frank Robbins (1917-1994) ya había entrado en contacto con el mundo de la aviación aventurera cuando se encargó de las tiras diarias y luego de las páginas dominicales de Scorchy Smith. Su talento y su capacidad para contar historias llamaron la atención del poderoso King Features Syndicate, que le propuso en principio encargarse de las historias de Secret Agent X-9. De las negociaciones, sin embargo, salió un personaje propio que nada tendría que ver con el mundo del hampa y los espías característicos de la serie creada por Dashiel Hammet y Alex Raymond en 1934.
Johnny Hazard es, en el principio, una serie bélica. Lanzada en los periódicos el 5 de junio de 1944, un día antes que el histórico desembarco de Normandía, arranca narrando los intentos de fuga de un campo de prisioneros de un piloto de la USAF y sus amigos Scotty y Loopy. El teniente (en seguida capitán) Johnny Hazard, ya en esos primeros titubeantes y apasionados momentos de la larga historia de la tira, se presenta como un hombre lleno de recursos, jovial, valiente e impulsivo, un gato que siempre cae de pie. Tal vez para evitar que se le compare con su predecesor Scorchy Smith o, peor aún, con el Pat Ryan de Terry and the Pirates, Johnny tiene un físico peculiar, muy poco al uso del héroe tradicional de los cómics. Quizá porque el referente son las películas de guerra, Johnny adopta los rasgos de cualquier secundario típico de esas películas: es chato, con los pómulos algo hundidos, el pelo rizado en caracoles y las sienes rapadas con el crew-cut militar o más bien canosas (con el tiempo serán lo segundo). No es un personaje guapo según la estética del mentón cuadrado imperante en los tebeos, pero acabaría siéndolo, conforme la serie se afiance, la guerra quede atrás y Johnny se lance a la vida civil como piloto freelance, hasta culminar en los años sesenta-setenta con cierta prestancia de hombre maduro de sienes plateadas que lo equiparen a un Stewart Granger o un elegante 007, con quien tiene tantísimos puntos de contacto.
Ya desde la primera aventura, y durante treinta y tres años de narración en tiras diarias y en páginas dominicales no sometidas a la misma línea argumental, Johnny Hazard es un carrusel de peripecias. Todo es rápido, desopilante, medido y pensado al milímetro pero, al mismo tiempo, enormemente refrescante. Robbins es un maestro del encuadre y estudiar cada tira como hecho narrativo dentro de un continuo es una obligación de todo aquel que quiera ser dibujante o guionista de historietas: la aventura avanza, la “cámara” siempre está en su sitio, potenciando la acción, sin repetirse jamás, una gozada visual que bebe del cine expresionista y que hace sombra, sin ninguna duda, a los mismos experimentos visuales que Milton Caniff venía haciendo en su serie fetiche. No hay constancia de qué pudo pensar Caniff de su “alumno”, pero no me cabe duda de que tuvo que vigilar muy de cerca lo que éste hacía, porque Johnny Hazard se adelanta a la creación de Steve Canyon y logra mantenerse siempre por delante, a su aire, sin tener que pagar el molesto peaje que Caniff tuvo que pagar a los halcones del Pentágono, la servidumbre de mantenerse apegado a una realidad (que tan buenos resultados le había dado durante los años de la Guerra Mundial con Terry) que lastraría el intento de héroe independiente que pudo ser en un principio Steve Canyon (en tanto Canyon se reincorpora pronto al servicio y lo veremos en Corea y luego Vietnam) y que consiguió ser, durante décadas, Johnny Hazard, hasta que la moda Bond convirtiera al piloto aventurero en agente secreto de la organización Wing.
Johnny Hazard es, antes que nada, peripecia. El apellido del personaje significa en inglés “riesgo” o “peligro” (de ahí que en España fuera conocido en ocasiones como Juan Furia o Juan el Intrépido), pero el componente principal de sus aventuras es el azar. Es la casualidad la que mete a Johnny de cabeza en sus aventuras, elementos insospechados que complican la trama y lo zarandean, bien sea una perla (¡con agujero!) en una ostra consumida en un bistró, una moneda que para el disparo a bocajarro contra su pecho, el encuentro fortuito con un periquito que no sabe latín, pero sí fórmulas químicas, o la nieve que lo salva in extremis de ser ejecutado cuanto bloquea un palo de esquí convertido en arma de fuego. Todo lo que puede salir mal sale mal en sus aventuras, pero todo lo que puede salir bien lo rescata y lo redime. Al encuentro siempre de lo inesperado, el azar le sale al paso y nos regala una vida de aventuras trepidantes.
Otros tres elementos, más el azar, acompañan a Johnny Hazard: el primero, una vez liberado del servicio a la patria y convertido en piloto civil, el maravilloso periplo por el mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Ninguna historieta ha reflejado mejor que Johnny Hazard el París, Londres, Venecia, Roma o la Asia de posguerra, la atención al detalle de atrezzo y al personaje humano, siempre a caballo entre el retrato, el tópico y la caricatura. Es ese reflejo del entorno lo que hace destacar el segundo elemento que convierte la serie en un apasionante muestrario de tipos humanos: el mimo con que el autor trata a los secundarios, ya sean villanos de nombre imposible (Mariwana, Captain Gore, Lámpara, Escarre, el sexualmente equívoco Orquídea, basado en los rasgos de Peter Lorre) como estrafalarios secundarios que se cruzan con Johnny y lo acompañan y hasta vuelven (Almirante, TNT, Wild Bill Hiccup, Snap Hunter). Y, por último, las acompañantes femeninas, un divertido muestrario de mujeres fatales y hermanitas indefensas, de maestritas, espías, jefas de esclavos, matronas mandonas, enmascaradas, periodistas aguerridas o brujas inmortales. La sombra de Howard Hawks y de Katharine Hepburn planea por el tratamiento de las relaciones entre los sexos y la independencia y redondez (pese a su angulosidad facial) de los tipos femeninos que son santo y seña de estas historias.
Johnny Hazard, quizá injustamente olvidado hoy en su país de origen, tan desviado de sus raíces artísticas en el mundo de la historieta, pero inmensamente popular durante décadas en Europa y América latina, se acerca a la aventura y el exotismo abriendo la senda que luego han seguido otros muchos personajes en cine, narrativa y cómic. Johnny Hazard está en Dan Lacombe y Delta 99, por citar dos personajes de autores españoles y rendidos admiradores de la obra de Robbins, Jordi Bernet y Carlos Giménez. Está también en el desparpajo y el anything goes característicos de Indiana Jones. Y no me cabe ninguna duda de que Ian Fleming fue fiel seguidor de sus historias: ahí tienen ustedes los villanos más grandes que la vida, los nombres imposibles con juegos de palabras intraducibles de malvados, chicas y comparsas, el secundario con el bombín y su cuchilla (Hardhat, clara inspiración de Oddjob) o el villano alemán Herr Umlaut, que preludia ya a Gert Fröbe y su Auric Goldfinger, fijación por el dólar y deseo de hundir la economía de los vencedores incluidos. No es extraño, en todo caso, que al menos en las maravillosas tiras diarias de Yaroslav Horak el agente 007 emplee como seudónimo “Mark Hazard” a la hora de infiltrarse en sus misiones, ni que Johnny Hazard acabara trabajando también para una de esas nebulosas agencias de espías que tan populares se hicieron en el mundo en los años sesenta.
Estamos, pues, ante una de las grandes obras maestras del medio. Los poderosos pinceles de Frank Robbins (dicen que hasta la rotulación estaba hecha a pincel), su dominio de la caracterización y el claroscuro van parejos a deseos experimentales que sorprenden sobre todo hoy, acostumbrados como estamos a ver a los superhéroes golpearse mientras comentan chascarrillos o las sobrantes cartelas al pie intentan acercar los textos a la épica: no hay más que admirarse de la descompensada pelea de Johnny Hazard contra el general Mariwana (y, más adelante, contra el bruto sicario de Destina) para ver cómo Robbins prescinde de la palabra y narra el encontronazo solamente con las viñetas mudas… y durante varios días de lectura. Otro tanto ocurre con las páginas dominicales, inéditas todavía en su mayor parte en nuestro país, con el valiente uso del color y sus rupturistas contrastes.
El intrépido Johnny vuela de nuevo. Es el reencuentro con un viejo amigo y, para los lectores que no lo conocían, el descubrimiento de la más agradable y divertida de las sorpresas.
NUNCA PASA NADA EMOCIONANTE
Los héroes de los cómics, como los de la vida real, se vieron obligados a marchar a la guerra: El Hombre Enmascarado recibió al enemigo japonés a domicilio, Flash Gordon volvió a la Tierra para luchar contra la Espada Roja y sus claras resonancias nazis, el Príncipe Valiente ya se había enfrentado antes que todos a los hunos (hasta el punto de que Hal Foster bromeaba diciendo que sabía qué países iban conquistando las tropas de Hitler porque dejaba de publicarse su serie), y también Popeye o Mickey Mouse hicieron causa común en el esfuerzo bélico al que también se sumaron muchos autores como Ray Moore, el propio Alex Raymond o, como es sabido, estrellas futuras como Jack Kirby (que entró en acción como ya había entrado su Capitán América) o Stan Lee (que no lo hizo). El ejemplo más claro de la influencia de la Segunda Guerra Mundial en los cómics lo tenemos en Terry y los piratas, cuyas aventuras en el mismo teatro de operaciones de la lucha contra los nipones en Oriente lo llevaron a abrazar una causa militar de la que ya nunca podría desligarse.
Pero la guerra se terminó y se venció (y, añadamos, en buena hora). Casi todos los héroes volvieron a sus aventuras de siempre… o no. El realismo pasó factura a la sociedad y a su visión del ocio y, como los mismos combatientes que habían vuelto a casa, lectores y espectadores descubrieron que las cosas ya no eran como antes. El exotismo de los años previos, en el cine y en los cómics, se agotó. En el mundo de la historieta se crearon personajes con pasado militar a las espaldas: es el caso de Rip Kirby, el intelectual detective que compartió con su creador Alex Raymond un pasado de marine; o de Steve Canyon, donde Milton Caniff forjó a un aviador por libre que ya había sido piloto en la guerra… y que acabaría por reengancharse para luchar en la “guerra pequeña”, la de Corea, quizás a instancias del mismo Pentágono con el que Caniff había hecho tan buenas migas durante los años de contienda.
Johnny Hazard había sido creado durante la guerra y el final de la guerra y la vuelta de los soldados a casa quizá lo cogió un poco a contrapié. Cierto, como tebeo bélico tuvo siempre unas características muy especiales que Frank Robbins supo mantener y enriquecer cuando el personaje es licenciado y entregado de cabeza a un mundo civil para el que quizá no estaba preparado nadie.
Robbins, sin embargo, no se arredra con el cambio de las reglas de juego. No necesita refugiarse en el monótono realismo, ni en la parodia, ni corre a entregar a su personaje de nuevo a las garras de los halcones militares. “A los civiles nunca les pasa nada emocionante”, se queja Almirante en la segunda de las tiras de este volumen. Y el lector ya sabe, por la magia de la narración, por ese eficaz uso de la paradoja característica de la serie, que las emociones le esperan al día siguiente.
Johnny Hazard vuela, literalmente, a salto de mata, de aventura en aventura, buscando excusas peregrinas para estar allí donde es imposible que pueda estar. Y su sentido de la casual inoportunidad, su buena suerte innata, le permiten salir indemne (o no), mientras desbarata los retorcidos planes de toda esa gente de fea catadura que, tras la guerra mundial, tiene también que ganarse la vida como malamente puede: en estas páginas tenemos retorcidos planes para ganar dinero con los presos de Guyana (mucho antes de que Papillón hiciera popular el presidio francés) o con platos de encargo (¿inventó Frank Robbins, o lo exageró al infinito, el concepto de “comida a domicilio”?), y disfrutamos de nuevo de la aparición de villanos con ingeniosos juegos de palabras en sus nombres (el doctor Renard, el mayor Riesgo, “Guantes” Diamond y su alusión al gangster “Legs” Diamond, el piratesco capitán Gore), las femme fatales herederas de Dragon Lady como Lady Mist, desabrida mata hari que justamente desata las iras y los celos de la intrépida Brandy, o los pintorescos Wild Bill Hiccup y el no menos extravagante Bombín, que salpimientan la narración con sus intervenciones y sus simpáticos tics de conducta.
Robbins estaba haciendo un tebeo de su momento y para su momento, de ahí los referentes a películas o canciones, o su conocimiento de la tecnología de la época (¿es Johnny Hazard el primer personaje de los cómics que pilotó un avión a reacción?), más el retrato de un mundo tan desnortado y a la deriva como sus propios personajes. La santa impaciencia de Johnny se ve acompañada por sus comparsas ocasionales, ese Almirante o esa Brandy que no pueden seguir su estela y aparecen y desaparecen de la trama cuando otra aventura u otras mujeres fatales ofrecen posibilidades de buscar fortuna y gloria.
Y es que Johnny vuela libre y no está hecho ni para trabajos fijos ni para novias eternas.
EXTRAÑOS EN UN AVIÓN
La aventura en Johnny Hazard necesita, como las pelis de Alfred Hitchcock, un macguffin que permita que pasen cosas sin ton ni son que diviertan a su narrador y entusiasmen a sus lectores. Es un tour de force que no todo el mundo es capaz de mantener, ya que muchos personajes necesitan un empleo fijo (pongamos policía, pongamos detective, pongamos justiciero de la jungla) y la aventura llama a sus puertas para que solucionen un enredo o detengan a un criminal, o son en ocasiones los mismos héroes los que salen al mundo o la ciudad en busca de entuertos que resolver: los superhéroes que dominan ahora el panorama de la historieta norteamericana y mundial son quizá el mayor exponente de esta forma de concebir la narrativa.
Los héroes de los media, en todo caso, suelen ser reactivos: si no se les encomienda una misión (caso de James Bond o de Dick Tracy) tienen que actuar cuando ya ha sucedido algo que reclama su atención (caso de Superman, El Capitán Trueno o Indiana Jones). A Johnny Hazard, sin embargo, la aventura le sale al paso. Es inevitable. Su sino es meterse en líos y salir bien parado de ellos. El peligro está a la vuelta de la esquina en cualquier situación donde se meta, lo cual dice mucho de la envidiable capacidad de Frank Robbins para imaginar argumentos que puedan meter a nuestro personaje en un brete.
Johnny es un tipo normal, ya lo hemos visto. Tiene potra, lo hemos visto también. Y una habilidad como piloto que es, en parte, lo que ayuda al guionista y dibujante a impulsar la aventura. Lo hemos visto en la guerra y ganándose el jornal en la paz como piloto. En este libro, a sueldo de ese personaje turbio pero simpático que es Sidepocket Sam, nuestro Sam Tronera, un mafioso vividor que en España habría sido uno de los pícaros que con tanto arte encarnaba Tony Leblanc y que tiene los rasgos físicos del músico Hoagy Carmichael (casualidad de casualidades, Ian Fleming dijo que se basó en él para James Bond, tan coincidente con Johnny Hazard), en ese restaurante imposible con comidas de todo el mundo en servicio por avión. Una excusa que le sirvió a Robbins para la aventura “Muerte a la carta” que vimos en el libro anterior y que aquí es convenientemente olvidada en cuanto la siempre cambiante fortuna de Johnny se lo lleva a ese país sudamericano cuyo nombre os choca tanto, Alicante.
La trama cinematográfica que sigue es puro Hitchcock. Extraños en un avión. Uno de ellos, la bella en apuros. El otro, el asesino que tiene que evitar, nada menos que Orquídea, el trasunto en cómic del grandísimo Peter Lorre (Robbins no se corta y apunta a la homosexualidad del sádico personaje: miren la manera tan despectiva en que Johnny se dirige a él). Y, como buen Hitchcock, cuando la trama estalla, es el héroe en apuros quien acaba siendo perseguido, tiroteado, golpeado por unos y otros. Es su destino.
Pero, si Johnny Hazard juega a ser el americanito corriente y moliente, no puede decirse lo mismo de sus comparsas, que son cualquier cosa menos personajes normales. La capacidad del autor para la caricatura refuerza los tipos humanos que presenta y que se convierten en parte indispensable de cada una de las historias. Es un nuevo reconocimiento a su calidad el hecho de que, dada la velocidad con que se desarrollan los argumentos, sean presentados a la perfección con apenas unas pinceladas, y nunca mejor dicho. Los rasgos de unos y otras (porque nunca, en este título, podemos olvidar al elenco femenino) son acusados, inolvidables, en ocasiones incluso grotescos. Pueden estar del lado del héroe o frente a él, pero cada uno lleva consigo un físico peculiar, tics de conducta y de lenguaje que los hacen destacar siempre. Aquí tenemos al estoico Bombín, al supervillanesco Lámpara, a los dos hampones de nombre ridículo (Lie Down y Drop Dead en el original) que se revelan como algo mucho más terrible que los Abbott y Costello que parecen en el devenir de la historia, al comisario de policía de Alicante, al sabio comerciante oriental y su no menos sabio adlátere. Todos tienen su momento estelar y entran y salen de la escena demostrando que, como en el teatro, en el cómic no hay personaje pequeño.
Y todos, incluido el propio Johnny, se mueven en un cenagoso terreno moral. O, dicho más sencillo: los mueve el ansia de riquezas, como queda escenificado a la perfección en la última aventura que compone este libro, esa búsqueda del tesoro perdido de Genghis Khan donde las traicione, las zancadillas, el desprecio por la vida humana, la codicia y la necesidad de supervivencia manejan los hilos de todos los personajes. Hoy es inevitable leer esta aventura como un preludio de lo que luego sería Indiana Jones, pero no olvidemos que El tesoro de Sierra Madre de John Houston es contemporánea de esta historia.
Howard Hawks, Alfred Hithcock, John Houston y la escuela del claroscuro de Milton Caniff y Noel Sickles. Sí, no cabe duda de que solo los grandes maestros como Frank Robbins son capaces de seguir a los grandes maestros en quienes se inspiran.
Todo esto y Brandy, claro. Antes o después del postre.
AVENTURA, MELODRAMA Y GRAN GUIÑOL
El final de la Segunda Guerra Mundial cambió de arriba abajo la concepción de entretenimiento en los medios de comunicación de masas. El público que leía cómics había vuelto de la contienda o abordaba el final de la misma con una perspectiva diferente de la política y la realidad del tiempo que les había tocado vivir y que, en el fondo, habían ayudado a configurar. Las selvas lejanas, los aventureros exóticos, los planetas inexplorados, los superhombres ingenuos dieron paso a una concepción diferente de la aventura. El explorador fue sustituido por el abogado, el aventurero por el detective, el hombre del espacio por el científico. El mundo ya no era aquel alegre batiburrillo de civilizaciones de fantasía: el hombre de la calle vivía en la calle, y esas calles eran reconocibles porque eran, en el fondo, de verdad.
Sucedió en los cómics y sucedió en el cine, y sucedería en seguida en la televisión que vino a darle el relevo, siquiera porque los presupuestos más ajustados no permitían lucimientos estéticos (luego vendría la competencia del Technicolor, el cinerama y todo lo demás, pero eso es otra historia). De lleno en su época, y adalid de su causa, Milton Caniff no tuvo empacho en señalar, desde su Steve Canyon, que la descarnada película Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, William Wyler, 1946) la historia de la reinserción de los veteranos a la sociedad civil tras la guerra, era la mejor película de todos los tiempos.
El realismo reformuló la aventura, y los personajes que ya se habían embarcado en la alegre causa de lo inverosímil, como nuestro Johnny Hazard, tuvieron que hacer juegos malabares para conjugar las dos tendencias. Hay un proceso de humanización constante en las aventuras del piloto free lance, y sin dejar de ofrecer el exotismo característico y lo desopilante de sus personajes comparsas, el personaje va experimentando un proceso de cambio que se ejemplifica a la perfección en la primera de las historias que componen este libro, una bellísima historia de amor donde la peripecia queda en segundo plano y donde la influencia del cine contemporáneo se nota a la perfección. “La montaña de los diablos bailarines” es western y melodrama a la vez, la oportunidad que se le presenta a Johnny, y a nosotros con él, de ver cómo podría ser su vida si sentara la cabeza y tuviera esposa e hijos. Como el corcho que arrastra la corriente, el no parar de las correrías del piloto lo llevan a perderse de sus acompañantes (Bombín y Brandy), y enfrentarse a una aventura personal, íntima, con un sorprendente tono adulto para la época (a fin de cuentas se está insinuando un adulterio, aunque no lo sea), y donde ninguno de los personajes es bueno ni malo, sino en cualquier caso víctimas de la telaraña que es la vida. Frank Robbins consigue una historia que apasiona en su desarrollo tira a tira, que marca un antes y un después en el proceso de creación de la tira, porque Brandy ya desaparece de las dailies (lo haría también de las dominicales) para dejar de hacerle la competencia y dejarle el corazón libre. Brandy, embriagadora y arrojada, suponía quizá un personaje demasiado rico, demasiado grande, y constreñía las posibilidades narrativas de la serie. Otras vendrían a sustituirla, alguna con físico parecido (ahí está la aterciopelada Velvet), pero gracias a ella podría Robbins jugar con las dualidades morales de la femme fatale y la mosquita muerta, alternándolas a capricho, y ofreciendo a su personaje el regalo de encontrarse un amor en cada aeropuerto.
Del melodrama en el Tíbet, de nuevo al exotismo en la aventura del sha Sharik, donde aparece el villano arquetípico de Robbins, el amoral Grob y sus apetitos, para pasar directamente al esperpento y el grand guignol de la aventura con Ventro el grande, un personaje (¿o unos personajes?) que no habrían desentonado en la parrilla de enemigos de Dick Tracy o de Batman.
La serie se mueve aún en los territorios orientales que tanto había explorado el maestro Milton Caniff, acercándose al policiaco de Alfred Hitchcok y Los 39 escalones. La alocada carrera con el pasaporte y el tráfico de drogas nos presenta a otro de los grandes personajes de la serie, as del disfraz y el espionaje.
En el futuro espera Europa. La época dorada de Johnny Hazard está ya a la vuelta de la esquina.
PISANDO LOS TALONES DE LOS PIONEROS
Frank Robbins es uno de los más grandes. De los cinco más grandes, si ustedes me apuran, de los cómics de aventuras de todos los tiempos. De los cinco más grandes de las historietas de prensa, tanto en su modalidad diaria en blanco y negro como en sus entregas dominicales a color. Cierto, no fue uno de los pioneros, por lo que siempre ocupa un segundo lugar en el escalafón de los artistas que engrandecieron el medio, pero su llegada a los periódicos, tras su paso como niño prodigio por escuelas de arte y concursos ad hoc, lo revelaría pronto como un alumno aventajado que en seguida sería capaz de mirarse cara a cara con los maestros.
Algo debieron verle, sin duda, en King Features Syndicate cuando lo rescata del excelente trabajo que venía haciendo en Scorchy Smith, que en sus manos se convierte ya en el piloto aventurero que preludia lo que iba a ser Johnny Hazard, para encargarle las tiras iniciadas por uno de los tres más grandes, Secret Agent X-9, que como todos sabemos comenzó un joven e inimitable Alex Raymond. Robbins debió ser consciente de su valía ya por entonces, sin duda quería ser dueño del personaje y sus destinos, y rechazó la oferta de la agencia de prensa para colar por la escuadra el gol del personaje que nos ocupa, Johnny Hazard, al que dedicaría más de treinta años de su vida.
No sé si los lectores son conscientes del tiempo que ha transcurrido desde que Robbins ideó y dibujó estas tiras. Hagan ustedes cuenta. Y, una vez echas las cuentas, díganme si no parece que están pensadas hoy mismo: en las décadas transcurridas no han perdido un ápice de su valor trepidante, de su sabiduría escénica, de su narrativa rompedora. Las aventuras siguen siendo frescas, cargadas de una ironía que nunca deja paso a la ingenuidad y que hoy incluso resulta chocante, dados los tiempos de lo políticamente correcto que nos invade y estropea. Robbins se divierte con los bretes en lo que va metiendo a su potrudo personaje, y es capaz siempre de ajustar los vericuetos de la historia al tempo narrativo, experimentando con angulaciones, dosificando las sorpresas, equilibrando el tono burlesco y hasta gran guiñolesco con el peligro que acecha siempre a Johnny Hazard en sus apuradas situaciones.
Robbins estiliza de tira en tira su narrativa, afila sus diálogos, hace juegos de palabras, iguala en seguida el rol de los hombres y las mujeres. Mientras su maestro más inmediato, Milton Caniff, se va apagando con los años e inicia una deriva ideológica que parece poner en segundo término la aventura que le había hecho justamente famoso en el medio, Robbins mejora, evoluciona, no pierde el compás de los tiempos, se acerca a las modas y los momentos políticos o sociales por los que vive y a los que hace que su personaje viva. Todavía estamos iniciando los años cincuenta, la edad de oro de la serie, pero ya la sombra de Caniff y del Lejano Oriente se va alejando conforme Johnny Hazard, en su periplo de aventura en aventura, propiciado siempre por el azar y ese maravilloso recurso narrativo que es el avión que le permite cambiar de escenario, va acercándose a Europa, donde le esperan las historias más divertidas y emocionantes.
Es una Europa en plena reconstrucción tras la guerra. Y sorprende, que tras los magníficos personajes que va dejando atrás, alguno para siempre, Robbins tenga continuamente recursos para ir haciendo desfilar su pequeña comedia humana por las viñetas de la serie. Ahí quedan Sadie la Sistema y su atribulado Karats (“Quilate”, aunque no he querido traducir el nombre), el reencuentro con el ambiguo Orquídea, el enfrentamiento con Li’l Jill (a quien volveremos a ver más adelante), el extravagante y estentóreo Thor Nils Thorson y las malvadas Sable y Tabriz, la simpar Paraíso, y ese malvado especialista en plásticas cirugías milagrosas que se adelanta a los malvados de James Bond una vez más. Robbins sigue jugando con sus referentes cinematográficos, y el propio Johnny se muestra como cinéfilo empedernido, usando y citando como recurso una variante del fuerte en el desierto asediado por los árabes de la maravillosa película de Willliam Wellman Beau Geste (1939) y el truco que allí se emplea con los fusiles desde las almenas, aunque aquí no haya soldados muertos, pero sí fantasmas. En el futuro esperan nazis y más genios del mal.
La maestría de Robbins, lo pueden comprobar ustedes viendo cómo pasea los enfoques y urde las tramas, va mucho más allá, muchísimo más allá, que el trabajo que algunos lectores de superhéroes no comprenden: su paso por DC y Marvel y su visión tan personal de los personajes. Pero en los años setenta (¡y sin abandonar Johnny Hazard, por cierto!) Frank Robbins tenía ya más de sesenta años y su paso por los comic books le aseguró la jubilación en México que bien merecida tenía tras tantísimas páginas de buen hacer.
Frank Robbins no fue uno de los pioneros. Pero sí fue, y sigue siendo, uno de los más grandes creadores de cómics de todos los tiempos.
LA MATEMÁTICA DEL AZAR
Voy a confesarles un secreto.
Si yo pudiera vivir en una serie de cómics, si un genio pudiera concederme el deseo de correr romances y aventuras en un mundo de viñetas, no pediría ser caballero de la Tabla Redonda del Rey Arturo, ni surcar los espacios siderales para combatir a emperadores rijosos, ni tener doble personalidad y balancearme por los tejados de una ciudad inmensa para enfrentarme a supervillanos desquiciados con infinitos planes de conquista y apañármelas al mismo tiempo para no llegar tarde a los exámenes ni pillar un mal resfriado.
Si yo pudiera vivir en una serie de cómics, me gustaría vivir en el mundo donde vive Johnny Hazard.
Que es nuestro mundo, sí, pero suficientemente estilizado y corregido, podado y reestructurado para que la sorpresa sea continua, las mujeres hermosas, los vaivenes sorpresivos, los villanos más grandes que la vida y las historias lleven siempre ese marchamo veloz que no permita un parpadeo, donde todo acabe bien, pero nos mantenga en vilo hasta el último segundo; es decir, hasta la penúltima viñeta, porque ya la siguiente nos sumergirá en otro thriller de acción y humor que nos atrapará sin darnos tregua.
Todo parece improvisado en Johnny Hazard. Y, sin embargo, los guiones y la puesta en escena corresponden a una matemática precisa, estudiada, medida y calculada al milímetro. Una matemática del azar donde Frank Robbins nos mantiene en suspense, nos engaña, nos despista y nos aclara, donde los elementos narrativos parecen encajar por pura casualidad, cuando en realidad el plan maestro de la mente y la mano que están detrás de estas historias pertenecen a un artista lúcido y total que bebe de sus maestros y de sus muchas fuentes (el cine, la novela policial) y que camufla perfectamente las horas y más horas que debe de haber detrás de la planificación de cada historia.
Eso se hace enormemente evidente en este libro, quizá el inicio del periodo de gracia absoluta de la serie. Johnny Hazard ya ha llegado a Europa, y en Europa quizá no estén preparados para el torbellino de acciones que le saldrán al paso. En su periplo por la Europa de posguerra nos presenta a ese clarísimo precedente de Auric Goldfinger que es el alemán (nazi, aunque se insinúe veladamente) Herr Umlaut (sí, significa más o menos “diéresis”: así es el mundo de Johnny Hazardy sus villanos y damiselas, una de las más claras influencias en los villanos y damiselas del 007 de Ian Fleming). Es posible además que, en el juego de incluir referentes cinematográficos y dar cabida en la serie a sus aficiones, Robbins estuviera, con esa noria de la feria de Berlín y esos nazis sombríos que están a punto de hundir la economía de la posguerra, haciendo un referente a Orson Welles y El tercer hombre.
Todo vale. Rien ne va plus. De ahí que de los dólares yanquis, las espías de mil caras y las millonarias aventureras pasemos al casino de Mónaco y la más extraña y más surrealista historia que hemos visto hasta ahora, el encuentro con la misteriosa Destina, que sumerge a nuestro protagonista en el mundo del fantástico, y donde de las influencias de Agatha Christie casi vemos una reinterpretación de El perro de los Baskerville de Sir Arthur Conan Doyle.
Era inevitable que Hazard llegara a Londres y reconociera la deuda con Alfred Hitchcock y toda la estética de Scotland Yard y la niebla. La aventura del puente de Londres (que debe su título a una nursery rhyme: El puente de Londres se va caer, cuya última línea “My fair lady” es de sobras conocida por la versión musical de la obra de George Bernard Shaw) nos presenta un detalle que tuvo que llamar la atención en su momento (o quizás no), y que se ha pasado por alto en las reediciones que el mundo han sido de las aventuras del personaje.
Es un juego escénico absoluto entre realidad y ficción el que Robbins plantea, y lo hace desde muchas semanas de adelanto: robado el cetro real que habrá de marcar la entrega del poder a una jovencita y espigada Isabel Windsor para convertirla en Isabel II de Inglaterra, Johnny y sus dos aliados para la ocasión deben correr contra reloj para recuperarlo, entregarlo y asegurar la ceremonia. Lo impactante de una historia llena de giros impactantes es que la viñeta alargada, muda, donde por fin somos testigos de la coronación se publicó en los periódicos norteamericanos EXACTAMENTE EL MISMO DÍA DE LA CORONACIÓN REAL, el 2 de junio de 1953 (es obvio que Robbins tuvo que documentarse con fotos de coronaciones anteriores). Los lectores de su tiempo leyeron la aventura en tiempo real, ajenos a la sorpresa matemática que el autor les tenía preparada.
Si yo pudiera vivir en una serie de cómics, ya digo, me gustaría vivir en el mundo donde vive Johnny Hazard.
LA AVENTURA POSTOMODERNA
El tiempo pasa inmisericorde por los seres humanos y por las obras artísticas de los seres humanos. Todo se marchita y envejece, y solo a lo que perdura y puede superar la prueba del algodón de los cambios de modas y actitudes, lo que se lee como si fuera nuevo porque es perenne, se le puede aplicar la etiqueta, tan manoseada y tan malinterpretada ya en sí misma, de “clásico”.
Pocos títulos en la historia de la historieta merecen más que Johnny Hazard esa etiqueta. Sí, reconozcámoslo, en los otros títulos hermanos de Sin Fronteras, obras maestras de los cómics en su mayoría, los lectores de hoy podemos extasiarnos con la calidad de los dibujos o con la sabiduría narrativa de sus autores, que pusieron las piedras fundacionales de todo lo mucho y bueno que vendría luego en el medio. Nos hemos quedado absortos en la espectacular evolución gráfica de Alex Raymond en su Flash Gordon, o con la imaginación de Lee Falk en su Phantom o Mandrake, capaz de seguir produciendo historias entretenidas cuando ya las dos series (en las etapas que estamos publicando) tenían más de treinta años a las espaldas, y nos sigue fascinando el concepto del hombre mono que es Tarzan en esas junglas de mentirijillas y su integración un tanto a la fuerza con los cambios producidos en África con el paso de las décadas. Pero tenemos que hacer un esfuerzo y situarnos en el entonces: comprender que son material de otros tiempod, producto de cómo se pensaba y se sentía en otros tiempos, realizado por unos autores que formaban parte de su momento histórico y que no podían renunciar al entorno del que ellos mismos eran, para nuestros ojos, lo que da sentido y vida a esos tiempos. Tenemos que ponernos en los años treinta y cuarenta para advertir cómo y dónde Raymond o Briggs subvertían el status quo, dibujando señoras de bandera un tanto débiles mentalmente, o su ingenua percepción del futurismo y las armas nucleares, y no digamos ya la visión que de otras razas se tenía en el mundo en aquellos entonces, hasta el punto de que hemos tenido que incluir algún “disclaimer” para que se entienda que los términos empleados para referirse a ellas no son en absoluto coincidentes con la percepción que, afortunadamente, se tiene hoy de la igualdad.
Comprender la evolución del medio es hacer justicia a la evolución de los tiempos. Y, sin embargo, nada de eso parece suceder con Johnny Hazard. Es producto de una época y de un mapa político, naturalmente: surgió en la misma Segunda Guerra Mundial (ya lo hemos dicho: la primera tira fue publicada el mismísimo Día-D), y nuestro aviador vagabundo se mueve en esa Europa o esa Asia que pugnan por recuperarse de los efectos de la contienda. Pero Frank Robbins va un paso más allá: es joven, es culto, es audaz. Sus influencias van mucho más allá de Milton Caniff o Noel Sickles, sus indiscutibles maestros, y de la novela clásica de aventuras a la que tanto debe Caniff, y pronto se decanta por el cine de su época (y no solo el cine norteamericano), las novelas de gangsters y, poquito a poco, las de espías. Y es ahí donde se produce la curiosa paradoja: fruto de su tiempo, pero profundamente adelantado a su tiempo, Frank Robbins crea un título que puede leerse todavía, hoy, como si se hubiera creado exclusivamente para nosotros en este ahora.
Johnny Hazard es un clásico de clásicos, pero a la vez es absolutamente moderno. Se lee hoy con la misma pasión que en su momento. Se disfruta, quizás, aún más. Porque podemos ver la maestría de los planos, la deliciosa gradación dramática de cada tira, que impulsa y obliga a seguir leyendo. Porque Johnny es un personaje simpático con el que no cuesta ningún trabajo identificarse: es un americanito de a pie, deslenguado, con una suerte enorme, generoso y burlón, enamoradizo y a la vez olvidadizo de esos amores. No tiene tiempo para muchas reflexiones, aunque quizá sea, antes de la llegada de Stan Lee a los superhéroes en los años sesenta, de los pocos personajes de los cómics para quienes los globos de pensamiento no son la expresión de lo que va a hacer o lo que está viendo, esa rémora del medio, sino que a través de ellos Robbins se vale para hacer que Johnny Hazard exprese sus dudas, sus temores, hable consigo mismo y se burle de sus precarias situaciones: para que los lectores, en suma, comprendamos mejor su psicología.
Y todo con dos pinceladas donde no falta un detalle que, precisamente por las dos pinceladas, se nos han escamoteado: los aviones son reales, los coches son reales, los monumentos son reales. Y no están dibujados al detalle, sino con esa mezcla prodigiosa de luz y sombra donde el lector lo ve todo, porque el lector forma también parte del proceso de creación y goce: es el lector quien redondea los dibujos, quien los acaba.
Las dos pinceladas se complementan, y cómo, con los secundarios. La misma naturaleza de la serie permite a Robbins cambiar continuamente de escenario y de comparsas, mezclando el tópico, la caricatura, el homenaje, la ironía. Hay malos muy malos que dan miedo incluso hoy. Hay villanos torpes que aún nos provocan la sonrisa. Hay malvadas que nos subyugan y chicas buenecitas a las que se apetece proteger o que nos protejan. Pero nada ni nadie es fijo en la serie: ni los trabajos de Johnny, ni sus amigos, ni sus enemigos. Duran todos lo que dura la aventura, y después quedan atrás, en el recuerdo nuestro y el olvido del protagonista, que jamás tiene tiempo para pensar en ellos porque los azares de su existencia lo han cruzado ya con otros enemigos y otros amigos. Ese es el mérito de Frank Robbins: crear un elenco tan enorme de personajes secundarios y abandonarlos. TNT, Bombín, Brandy, Sam Tronera, Low Moon Noogan, la Contessa, Joe Banjo, Escarre, la lista es infinita. Llegan y se marchan. Los conocemos, los amamos, los tememos. Y el autor, que los ha definido a la perfección mientras dura la aventura (y la aventura es siempre intensa, tenga la duración que tenga) pasa a otros personajes.
En este volumen volvemos a cruzarnos con la enigmática Paraíso, la mujer de las mil caras que aparece y desaparece de la serie y de la vida de Johnny Hazard con fantasmagórica habilidad. Robbins rompe las limitaciones de un medio inmóvil por naturaleza y nos entrega a un personaje, Tics, que es puro tembleque (observen las líneas cinéticas a su alrededor, borradas en las ediciones de hace cuarenta y pico años). Y aparece por fin el otro gran personaje, el fotógrafo “Snap” Hunter, que se me antoja basado en Robert Capa (de ahí la alusión a Hungría) y que se presenta de una manera muy diferente a todos los demás personajes de la serie: Snap (cuyo nombre corresponde al término aplicado a los fotorreporteros, y que podríamos traducir por “cazador de instantáneas”) es un personaje hecho y derecho, que tiene una vida anterior a su encuentro con Johnny Hazard y que la seguirá teniendo mucho después. Es un personaje honrado, un tanto melancólico, que ha sido marcado por su experiencia (“he visto desde Miss Universo comiendo hongos al hongo de la bomba-H comiéndose al universo”), y que contrasta, al menos desde el principio, con la alegre despreocupación, incluso ante el peligro, que tienen los demás comparsas que acompañan a Johnny. Luego, sí, ya lo vemos hacer bromas entre gestos de honor, pero se me antoja que durante los meses que duran las aventuras que fotógrafo y aviador comparten, Frank Robbins casi tiene la tentación de que la serie se convierta en las aventuras de dos amigos, aventurero y periodista, al estilo de lo que luego sería ese otro título de prensa, Steve Roper y Mike Nomad.
Gran personaje, gran tipo, Snap Hunter. No se preocupen: volveremos a verlo con su pipa y sus cámaras en aventuras futuras.
… Y LLEGÓ LA GUERRA FRÍA
Cuenta el propio Milton Caniff que cuando dejó su serie estrella Terry y los piratas en manos de George Wunder para dedicarse a su Steve Canyon, nunca dejó de seguir la lectura de su antigua tira y de cultivar una buena amistad con su sustituto en las riendas de la serie, y entre ambos se comentaban qué iban a hacer en el futuro con los personajes, para no pisarse las situaciones y, en cualquier caso, evitar las coincidencias.
Por eso mismo, cuesta trabajo pensar que ni el propio Caniff ni Frank Robbins (que siempre sostuvo que había llegado a las soluciones gráficas impresionistas que asociamos con Caniff y Sickles por su cuenta) osaran ignorar lo que ambos hacían con sus títulos respectivos, Johnny Hazard y Steve Canyon, habida cuenta de que existe un claro paralelismo situacional y temático entre ambos personajes. Cierto, Johnny Hazard llegó primero, cuando Caniff aún estaba haciendo historias de guerra con Terry Lee, Pat Ryan, Dragon Lady y demás personajes, y lanzó a nuestro piloto de las sienes plateadas al mundo de la aventura tras licenciarse antes de que Steve Canyon asomara su pelo rubio marcado por la veta negra característica. Hay diferencias entre ambos personajes, en efecto, más allá de que Johnny parezca partir de Jimmy Stewart y Canyon esté basado en Charlton Heston: dos pilotos desmovilizados en un mundo posbélico, el uno (Johnny) lanzado a la aventura sin red, pura diversión y descoque, y el otro (Canyon) con ciertas ínfulas de aventura realista (pese al contrasentido de un personaje algo extravagante como Happy Easter —“Feliz Pascua”— o la enmascarada Maid of Nine rebajen un tanto esa pretensión de cotidianeidad); ambos autores trabajando para la misma agencia, King Features Syndicate… y ambos condenado a evitarse.
Durante más de diez años, Frank Robbins había creado un universo narrativo propio basándose en las novelas policíacas y de espías, el cine de Alfred Hithcock o Carol Reed, la guerra de sexos de Howard Hawks, algún interludio romántico al estilo Douglas Sirk, siempre dentro de la lógica vagabunda y olvidadiza de su protagonista, capaz de cambiar de escenario y acompañantes entre el final de una aventura un sábado y el principio de una aventura nueva el lunes siguiente. Del campo de prisioneros a la lucha en Oriente, del deambular por las áridas estepas a los canales venecianos, de las junglas de Sudamérica a la niebla londinense o el Berlín donde los nazis ocultos aún acechan en el subsuelo, Johnny Hazard fue un cómic divertido y emocionante que, estando metido de lleno en su época y en sus parámetros político-culturales, había sabido nadar y guardar la ropa, un tanto a su aire, evitando los principales acontecimientos del momento, coronación de Isabel I de Inglaterra aparte. Steve Canyon, lo saben ustedes, pronto tuvo que renunciar a su empresa privada de transportes y volver a trabajar para el ejército norteamericano, convirtiéndose en uno de sus principales adalides ideológicos.
Bien fuera por presiones del syndicate, por estar al ritmo de los tiempos, o por plantarle batalla en su terreno a su hermano de agencia y competidor, Johnny Hazard, a partir de este libro de Sin Fronteras, se sumerge de lleno en la guerra fría. Oh, no se preocupen ustedes: nunca llega a convertirse en un cómic de propaganda, pero algo cambia en la percepción del mundo donde Hazard se mueve. Hay cantos de sirena que lo atraen hacia las fuerzas aéreas de su país, el lenguaje empleado cambia sutilmente (y lo veremos más adelante) para comprometerse claramente en una denuncia del comunismo (abunda hacia el final de los años cincuenta el uso de la palabra “rojos”), y aunque al principio el enemigo se camufla un poco, pronto vemos a comisarios políticos rusos y chinos y proyectos de dominio ya no tan ingenuos a los que Johnny y sus amigos se enfrentan.
No, no se preocupen: siguen apareciendo los comparsas simpáticos, las mujeres despampanantes buenas y malvadas, los enemigos más grandes que la vida de nombre y aspecto inolvidables. Pero hay aventuras, como la primera de este libro, “Proyecto Barrera de Calor” donde el tono de la serie deja de ser una aventura en estado puro para convertirse en una historia de aviadores y espionaje que casi parece un preludio de lo que luego leeremos con Michel Tanguy o Buck Danny (y no olvidemos que Buck Danny, desde Europa, y nacido casi a la vez que Johnny Hazard y Steve Canyon, es el trillizo de todos estos personajes). Observen la impecable narración técnica de la historia, lo puntilloso de los diálogos referidos a las capacidades de los aviones con los que la agencia Falcon pretende dar la vuelta al mundo sin escalas. Se desconoce si la historia está guionizada al cien por cien por el propio Robbins (el uso de ayudantes no reconocidos en el mundo de las tiras para prensa es una zona negativa insondable ya hoy en día) o si contó con la ayuda de expertos en el tema, como también lo parece en las labores del dibujo.
Johnny se encuentra metido en líos, como siempre, pero ya no se trata de salvar solamente a la chica o al amigo de las aviesas intenciones de personajillos rimbombantes: ahora entra en juego el mundo occidental, la democracia con la que de vez en cuando Snap Hunter o el propio Hazard se llenan la boca.
Adelantado siempre a su tiempo, Frank Robbins no se contenta con seguir la moda ideológica de los años cincuenta (resulta extraño que no se haya hecho mención alguna a la guerra de Corea), y en el cerrado mundo de los pilotos de pruebas de jets supersónicos, esos que algún día se enrolarán en la carrera espacial y llegarán a la Luna, introduce un nuevo personaje femenino fuerte y deslumbrante, Kitty Hawkes, una aviadora que quizá remite, ya que estamos en la guerra fría, al personaje de Katherine Hepburn en Faldas de acero (1956), Vinka Kovelenko, aquella versión de Ninotchka en el mundo de la aviación y el enfrentamiento comunismo-democracia.
En “Hazard contra Hawkes”, como se llama la primera de las historias que comparten ambos, Frank Robbins nos presenta a lo que bien puede ser la versión femenina de Johnny, con su mismo sentido del humor y su misma actitud intrépida ante el peligro y su mismo amor y magisterio en la aviación. No es extraño que Haz, Robbins, y los lectores nos enamoremos de ella como ya lo hemos hecho de tantas otras chicas inolvidables.
Y esta vez, ah, Robbins, qué bien manejas los tiempos, el romance parece definitivo y en serio…
¿Sonarán en el cielo campanas de boda?
EL TRAZO DE LA AVENTURA
Johnny Hazard no se puede quedar quieto en ninguna parte. Hoy diríamos que es un personaje hiperactivo. Leer sus aventuras como lo hacemos, en bloques continuados y álbumes de muchas páginas, nos hace sorprendernos de cómo terminan las historias y se encadenan con las historias que vienen luego, cambiando de registro y tono de un salto narrativo al siguiente, y tirando por la borda a los ricos secundarios que lo acompañan o a los que se enfrenta en cada aventura.
Esto, hoy, causa sorpresa. Las chicas de las que Hazard se enamora, y nosotros con él, desaparecen sin causa clara cuando cierra el telón de una historia y comienza el desarrollo de la siguiente. Al leerlo de corrido, sí, se interpreta de otro modo. Pero recordemos que estas tiras diarias en blanco y negro se publicaban a razón de una por día, y que la magia de la narración está en enganchar al lector cada día con lo que puede o no haber leído el día anterior, y encadenarlo a la lectura del día siguiente. Por eso no hay tiempo para más explicaciones: los personajes cumplen su función, los amamos o los odiamos, nos divierten o nos repelen, y cuando todo se resuelve (porque Frank Robbins tiene la capacidad de que todas y cada una de sus historias se resuelven a la perfección, sin que dé la impresión, como pasa en otros títulos de su tiempo y de tiempos más recientes, de que la historia se les queda corta o de que tienen que meter tijera por cumplir el cupo de las doce semanas o así con las que se vieron obligados a vender el producto a los periódicos), cuanto todo se resuelve, decía, los personajes se despiden o Johnny los olvida, y ya no hay memoria de ellos porque la montaña rusa de las historias no da tregua y en seguida conocemos a otros villanos rocambolescos, otros planes de malvados retorcidos, otras intrigas políticas (estamos ya en la guerra fría y eso se nota), y otras chicas deliciosas que nos hacen olvidar (o no) a las chicas deliciosas que hemos admirado en las historias anteriores. En cierto modo, todo se ejemplifica muy bien con el título de una de las aventuras que aparecen en este tomo: “En cada puerto”. Un amor en cada puerto, una tensión en cada puerto, una emoción (o muchas) en cada puerto.
Johnny es un tanto impulsivo y desastrado (en el comic franco belga su personaje se convertiría en Blueberry), pero es noble y, sobre todo, es un patriota: no olvidemos que lo conocimos siendo militar. El servicio a los EE.UU. de A. lo lleva a arriesgar el cuello varias veces en este libro, siempre contra los opresores comunistas, chinos ahora, con quienes tiene un par de rifirrafes muy divertidos en ese país imaginario que bordea el Tíbet y en las mismas puertas de Hong Kong. Atentos, por cierto, al tratamiento de los niños en las historias de Robbins: a su manera de mostrar ternura, inteligencia e ingenuidad, y que tanto recuerda a lo que haría luego nuestro grandioso Carlos Giménez, fan declarado del maestro y de esta serie.
Está claro, en todo caso, que Hazard es un trasunto de Robbins y de sus inquietudes. Curioso y hombre de su tiempo, Robbins es capaz de acercar las aventuras de su personaje a elementos dispares que le interesan: la política casi obligada del momento, el noir inglés de Hitchock, la desopilante aventura colonial o las historias de puro melodrama que no desmerecerían de cualquier película de Douglas Sirk (lo veremos más claro en el próximo número).
El sistema de producción de las tiras para los periódicos siempre ha obviado, aunque en ocasiones se noten, cuántas manos hay detrás de los que firman los títulos. Dando siempre más importancia al dibujante, hay un ingente trabajo anónimo realizado por ayudantes, guionistas que no son reconocidos, incluso otros amigos ayudantes que echan una mano y sustituyen al autor titular en momentos puntuales de apuro en la entrega, enfermedad o en vacaciones.
En el caso de Johnny Hazard y Frank Robbins, apenas han trascendido estos colaboradores en la sombra. Hoy sí sabemos que Robbins tuvo ayuda en los guiones, entre 1951 y 1971, de Howard Liss, guionista no acreditado además de otras series como Buck Rogers (entre 1960 y 1967), Ben Casey (1965-66), Tales of the Green Beret (con Jerry Capp, 1966-68), y Dark Shadows (con Elliot Caplin, 1971-72). Liss escribió también historias bélicas para los comic books de DC entre 1967 y 1975, en títulos como Our Army at War, Our Fighting Forces, y westerns como Tomahawk. Se da la circunstancia de que Howard Liss es además autor de libros como Baseball’s Zaniest Stars o Strange But True Basketball Stories o The Giant Book of Strange But True Sport Stories, con lo que podemos dar por hecho que la historia del alocado Gullet O’Hara de “Béisbol a la carta” parte de la afición e incluso de la experiencia en el tema del invisible guionista.
Esa era la tónica habitual en el mundo de los cómics. De todas formas, Patrice Serres, que entintó a Robbins entre 1968 y 1969, incide en que Robbins coordinaba los guiones a partir de varias ideas o gags, y luego hacía y deshacía a su antojo y le daba su marchamo especial a su trabajo.
Se dice que Jack Kirby se encargó de seis semanas de Johnny Hazard, anónimamente, en 1956. Y que abocetó varias dominicales en 1958. Lo cual nos lleva al misterio de qué otros autores echaron un pincel en estas páginas. Está claro que el estilo de los dibujantes varía con el curso de los años: revisen los primeros números de esta serie… y comparan con el grado de perfección de este libro. Pero, donde la narración sigue siendo perfecta y medida con la estilización necesaria para ir enganchando de viñeta en viñeta y de tira en tira, noten ustedes en este libro (como ya sucedió en alguna aventura de nuestra entrega anterior), cómo el entintado es mucho más pulcro y elegante y los personajes femeninos (y el propio Johnny Hazard) son muchísimo más atractivos.
Observen el entintado de los rostros de Ginger Jamison, de Kitty Hawkes, la señorita Sinclair, Pixie, Aloha Moran, Lucía Gardenia y, sobre todo, Sabina Eden (la mujer más hermosa de todas cuantas han aparecido hasta ahora, y eso es decir mucho). ¿No les recuerda poderosamente a las mujeres de otro autor que llevó el comic romántico a DC un par de años más tarde y que convirtió en beldades a las novias de cierto trepamuros marveliano ya a mediados de los años sesenta? No está acreditado. No sabemos en realidad si está ahí o no. Pero estas historias coinciden con el momento de crisis de los comic books a mediados de los años cincuenta, cuando tantos autores se quedaron sin trabajo en esa industria, poco antes de que John Romita padre firmara un contrato de exclusividad con DC en 1958… así que mi apuesta es que “Jazzy” John estuvo aquí, anónimamente también, dotando de belleza y elegancia el férreo trazo del maestro Frank Robbins.
CON ALAS Y A LO LOCO
En el mundo de los cómics entronizamos con frecuencia la injusticia. Sin datos en la mano, dando demasiado a menudo por hechos lo que no son sino opiniones incontrastables, desnudamos santos y vilipendiamos autores, robando autorías o adjudicando méritos por meras filias, absurdas fobias, sesgos ideológicos o vaya usted a saber por qué.
Esto, que lo sufrimos todavía en la sempiterna e irresoluble cuestión de quién creó qué y quién escribió qué en los algo más cercanos (pero lejanos ya) universos superheroicos, también tiene su ejemplo en ese océano insondable que son los cómics creados para la prensa. Cierto, el hecho de que los guionistas fueran en un noventa por ciento de los casos gente anónima y en ocasiones múltiple, que muchos autores se valieran de la colaboración de ayudantes y recurrieran a manos amigas para cumplir plazos o sustituirlos por motivos de enfermedad o vacaciones, tampoco ayuda demasiado a establecer unos parámetros de los que podamos fiarnos a la hora de valorar un trabajo creativo por lo que debería ser: la exploración de un medio artístico, el reflejo de una época y unos gustos, sus logros.
En los cómics de prensa hay estilos diversos: la caricatura, el nonsense, el escrupuloso gusto por la arquitectura y la eliminación de sombras de Little Nemo in Slumberland o Bringin’ Up Father (eso que luego derivaría en la “línea clara”), el naturalismo estatuario de Foster y Raymond, el trazo nervioso y semicaricaturesco de Dick Tracy… y el juego de luces y manchas de sombras, lo que se ha querido llamar “impresionismo”, que creó una escuela que todavía perdura… y cuya creación ahora e moda adjudicar a un solo hombre: Noel Sickles.
Sí, cierto, Sickles jugó con este estilo donde, dibujando menos, contrastando negros y blancos, se crea la ilusión de que se dibuja todo. Pero no fue el primero y el rastro se remonta casi al principio de los cómics “realistas” (ahí tienen ustedes el Tarzan de la adaptación de la primera novela que hizo Hal Foster, o las aventuras de Wash Tubbs del gran Roy Crane), y sin duda que Sickles y su colega-alumno-competidor Milton Caniff compartían estudio y, al dibujar mesa con mesa, es imposible que no miraran lo que hacía el otro, que no se influyeran mutuamente, que no se echaran una mano y podamos decir, casi sin temor a equivocarnos, que tanto el breve momento en que Sickles “explotó” en Scorchy Smith como el momento en que Caniff se afianza en Terry y los piratas son parte de un toma y daca entre los dos dibujantes y es muy posible que ambos dejaran su impronta en la serie del otro.
Decir que el mérito de este estilo es de Sickles es negar la aportación infinita que Milton Caniff hizo desde su adaptación artística. Sickles abandonó pronto los cómics para centrarse en una exitosa y maravillosa obra como ilustrador, mientras que Caniff desarrolló no solo el estilo esbozado, sino un sentido de la narración, de los personajes, del melodrama, que no pueden achacarse más que a él mismo. Y a partir de ambos, nuestro Frank Robbins (que sustituyó a Sickles en una más que interesante aportación de Scorchy Smith antes de crear su propia serie, esta que están ustedes disfrutando ahora), exploró a su modo el estilo de dibujo y potenció a su modo sus personajes, sus historias, el sentido del ritmo y la aventura. Puede que Noel Sickles (¿quién lo duda?) encontrara una mina de oro, pero no puede desdeñarse el trabajo de zapa y extracción que Caniff, Robbins, Andriola y tantos como vinieron más tarde hicieron.
En la competición Caniff/Robbins es sabido que el segundo siempre consideró que King Features Syndicate ninguneó en cierto modo su Johnny Hazard en favor de la serie con la que Canniff sustituyó a su Terry y los piratas: Steve Canyon. Con puntos de arranque parecidos (aunque Johnny Hazard es anterior), sin duda que KFS tenía que aprovechar el caro fichaje de Caniff y lucharía para colocarlo en los periódicos. Una ayudita del Pentágono quizá no estuviera lejos del moderado éxito que Canyon tuvo en su país de origen… éxito que no se tradujo por cierto en Europa, donde el rey (hasta que lo olvidaron) fue Johnny Hazard, quizá porque el tono político de Caniff y su actitud ultraconservadora y militarista en esa etapa chocaba demasiado para lectores que no tenían que jurar cada mañana ante la bandera de las barras y estrellas.
Johnny Hazard, al contrario, es un personaje que va por libre. No vende militarismo ni americanismo al cien por cien. Lo consigue durante más de una década y cuando la guerra fría lo alcanza y tiene que reflejar la confrontación ideológica del mundo en el que vive, lo hace con sentido del humor, sin dar lecciones políticas, sin sacrificar jamás la marca distintiva de la serie: los personajes caricaturizados, los malos más grandes que la vida, las chicas dulces y las mujeres poderosas. Quitando algún que otro comentario que hoy nos parece ya cosa de otro mundo (el término “rojo” aplicado a los comunistas chinos o rusos), y que quizá correspondan a las imposiciones del syndicate para acercarse a la serie rival y hermana, las aventuras de Johnny Hazard nunca pierden de vista que su propósito es la aventura pura y dura donde nuestro protagonista sigue una y otra vez mostrando esa cualidad casi sobrenatural para meterse en líos, cualidad que solo es superada por la habilidad pasmosa para salir de ellos… divirtiéndonos.
En este nuevo volumen Frank Robbins nos ofrece un momento melodramático digno de las películas de Douglas Sirk, para pasar en seguida a un capotazo largo donde la aventura en el Tíbet dominado por los chinos y la causa de Johnny y el ejército norteamericano más o menos camuflado nos presenta a un par de personajes (Sequin, a quien ya conocimos; el contrabandista Yumi) que parecen un claro homenaje a Dragon Lady y el simpar Connie, mientras que los dos gigantescos y tontorrones Chuli y Muli recuerdan al siempre noble y valiente Big Stoop.
Frank Robbins demuestra que está haciendo una serie de su momento y para su momento (y la posteridad): en la frontera entre los años cincuenta y la década prodigiosa que cambiaría por completo la faz del mundo, nos presenta ya la cultura beatnik y el jazz, el acercamiento a la autoayuda y el budismo (con un personaje llamado en inglés Rama Lama, como la canción), y el deambular de Johnny por la India lo lleva a toparse con una orquesta femenina que es un clarísimo homenaje a Con faldas y a lo loco, dirigida no por Sweet Sue sino por la mismísima Marilyn Monroe reconvertida en Vavá Lavoom… un icono, el de Marilyn, que asomará más veces en el futuro.
Es un ejercicio de descubrimiento de los gustos de Robbins y las modas de su momento: ahí tienen el homenaje a Con la muerte en los talones en la avioneta fumigadora. También, se puede rastrear su pensamiento político, bastante más liberal de lo que pudiera parecer. Adelantado de nuevo a su tiempo, o demostrándonos a los que vivimos ahora que las ayudas desinteresadas al tercer mundo no las inventamos nosotros, la historia “Proyecto Humanitario” incluye una clara alusión a los Cuerpos de Paz que por esos mismos meses instauraba Jack Kennedy, avance de las muchas ONGs que vendrían luego. Asoman, en cartel, Nikita Kruschev y Mao Zedong, por cierto. Y hay cierta coña implícita tanto hacia el imperialismo americano (los comentarios de Snap Hunter son impagables) como hacia los procelosos y en ocasiones ridículos manifestantes comunistas… uno de cuyos líderes lleva el jugoso nombre de Pho-Ni, siendo “phony”, en inglés, “farsante”.
Nunca fue más divertida la guerra fría que con las aventuras de Johnny Hazard.
LA FRESCURA DEL ORFEBRE
Hay tres formas de abordar la lectura de los títulos que configuran nuestra línea Sin Fronteras, dejando siempre a un lado la nostalgia, que es mala consejera.
La primera es verlos como si fueran fósiles, recuerdos de un tiempo añejo, y compararlos con lo que se hace hoy y ahora en el mundo de la historieta, creyendo que los autores contemporáneos lo hacen mejor que los maestros de entonces. Permítanme que señale que esto es un error. Los autores de muchos de estos títulos que tienen ya más de cincuenta y sesenta años son artistas fundacionales, los que crearon los recursos del medio: todo lo que ha venido luego viene a su rueda. Otra cosa es que nos hayamos (auto)educado en otra forma de hacer cómics y entendamos mejor lo que nos resulta más inmediato. No es algo privativo de la historieta: hay quien prefiere, hoy, el reguetón al rock and roll.
La segunda es leerlos como si nada, disfrutando de las historias sin hacerles luz de gas. Es más placentera que la primera de las opciones, sin duda. Nos permite mayor disfrute. Consiste, básicamente, en ignorar (cosa difícil) que estos títulos tienen ya muchos años encima. Pero cuando las historias están bien contadas, cuando los dibujantes son grandes, es sencillo gozarlas.
La tercera forma sería una mezcla de ambas. Porque leer estas historietas, serializadas día a día o domingo a domingo en los periódicos norteamericanos, nos permite asomarnos a una forma de narración por entregas donde la dosificación es la reina de la partida, y donde los encuadres, el desarrollo, las sorpresas y cliffhangers (y las inevitables repeticiones de escenas para enganchar al lector de hoy para que siga comprando el periódico y leyendo la serie mañana) nos dicen mucho y bueno de la maestría de los artistas. Y además, con la perspectiva que nos dan las décadas y la evolución no del medio, sino de nuestra sociedad, somos testigos de cómo el mundo real se refleja y motiva en la creación de argumentos.
Vayamos a Johnny Hazard, el título que nos ocupa. El piloto aventurero ha dejado atrás ya la Segunda Guerra Mundial en la que participó, los años cincuenta donde ha vagado por oriente y occidente, y comienza la década de los años sesenta inmerso en un mundo polarizado entre comunismo y capitalismo (o, si ustedes quieren, entre dictadura del proletariado y democracia burguesa). La guerra fría en todo su esplendor, y un tiempo de cambios sociales que ya Frank Robbins refleja e incluso vaticina.
Las historias que componen este volumen reflejan momentos históricos: la aventura con el barco del cuerpo de médicos enlaza con una aventura en Saigón donde ya se narra la derrota francesa en Dien Bien Phu, sin saber que pronto las tropas norteamericanas se enfangarían en una guerra de la que huyeron los franceses que entonces ocupaban Vietnam. Johnny se toma un descanso de la guerra fría y vuelve a la aventura casual que es su santo y seña, pequeñas obras maestras de orfebrería narrativa donde asistimos a un crimen perfecto en el aire con el macguffin de una póliza de doble indemnización que remite a Perdición, de Billy Wilder, y donde Robbins se permite el lujo de jugar con los rasgos característicos de actores del momento: Shelley Winters y Karl Malden.
Son los años en que Hollywood aún goza de una santa infatuación con Italia, país que Johnny ya ha visitado en ocasiones. La actriz Anna Capri recuerda poderosamente a Sophia Loren, su pasado y su devoción hacia su madre nos remiten al personaje de la campesina de Dos Mujeres, película con la que ganó un Oscar en 1960, y hasta la noche loca a la que se ve obligada por el chantaje de un fotógrafo de su pasado tiene puntos en contacto con La Dolce Vita de Federico Fellini, gran aficionado a los cómics, por cierto.
Es, sin embargo, la última de las historias de este volumen, que devuelve a Johnny a la guerra fría y preludia ya el futuro como agente secreto que le espera esta misma década marcada por la fama de James Bond, que tanto le debe, y donde a través de un rocambolesco cambio de escenario, de Egipto a Hong Kong, Frank Robbins cuenta una versión de la crisis de los misiles cubanos del 1962, cambiando la isla caribeña por el otro punto caliente de entonces: Formosa, hoy Taiwán.
Lo dicho: disfrutar de estas historias nos permite comprobar la maestría absoluta de Frank Robbins, el cuidado y la frescura que transmiten cada una de las aventuras de Johnny Hazard. Y además aprendemos la historia del siglo veinte.
(Sí, Robbins está al acecho y en el futuro espera su versión de The Beatles).
FRANK ROBBINS Y LAS ARTES SECUENCIALES
Convendrán ustedes conmigo que hay pocos tebeos más cinematográficos que este que tienen en las manos, Johnny Hazard. Donde otros títulos de nuestra línea Sin Fronteras derivan del folletín romántico mezclado con la aventura (Terry y los piratas), otros remiten a la ilustración prerrafaelita y la novela (Príncipe Valiente), o el pulp y, como lo llamó Alberto Breccia, el ballet (Flash Gordon), Johnny Hazard es un cómic que juega a la dosificación de sus tramas y el planteamiento de sus misterios y desenlaces con el ritmo y la acción que otros encontraron en el cine (y vaya por delante, antes de continuar, que quien esto firma allá arriba nunca ha creído que el medio cinematográfico sea superior a la historieta… ni a la literatura).
Frank Robbins era un aficionado a los aviones, y eso se nota (su puntillismo y su experiencia en el tema fue lo que le llevó, en los años setenta, poco antes de jubilarse, a dibujar para Marvel Comics la serie The Invaders, porque en palabras del guionista Roy Thomas, nadie dibujaba ni conocía como él los aviones de la Segunda Guerra Mundial). Pero también era un cinéfilo impenitente, y la manera en que el cine narra sus historias, el juego de casualidades y pistas, el acelerón final de las aventuras, los encuadres, los villanos megalómanos, los personajes femeninos y buena parte de los secundarios beben mucho del cine. Robbins juega a mostrar sus cartas en ocasiones, y lo hace como lo hacen los grandes maestros, citando o alterando lo suficiente lo que narra para que quizá pase por alto al lector que no conoce la referencia… y llenando de sabor añadido a quien sí entiende a qué se está refiriendo.
Pongamos por ejemplo este libro: El pequeño Kiki, pillastre callejero en las calles de Atenas, está tomado directamente del personaje de El Limpiabotas (Sciuscà, 1946) , la célebre película de Vittorio de Sica, premio honorífico de la Academia, que ya había influido en el fumetto italiano con la serie del mismo nombre, conocida en la España de los años cincuenta como Suchai, el pequeño limpiabotas. La breve alusión al contrabando de oro en souvenirs de la torre Eiffel, cuya trama sigue muy levemente la aventura “Mercaderes de muerte”, remite a la película Oro en barras (The Lavender Hill Mob, 1951), protagonizada por Sir Alec Guiness (y donde aparece fugazmente Audrey Hepburn en una de sus primeras interpretaciones). Y, naturalmente, el personaje de la transformista Bon-Bon, es un claro homenaje a Marlene Dietrich. Que Frank Robbins esté citando cine europeo y no norteamericano dice mucho de su condición de cinéfilo. Es de suponer que, especialmente el cine neorralista italiano, no tendría una difusión masiva en las salas de Estados Unidos.
Es en la puesta en escena donde Robbins, innovando siempre, trata su arte secuencial con virtuosismo de montador cinematográfico. Vean ustedes cómo es capaz de colocar la “cámara” (o sea, su ojo, que es el ojo del lector) para que las conversaciones entre los personajes no sean imágenes redundantes, y cómo cuando la acción estalla (porque, en Johnny Hazard, como en un buen blockbuster del futuro, la acción estalla), el dibujante es capaz de dar tienda suelta a la espectacularidad que le permite su dominio del espacio narrativo, bien sea en una pelea a puñetazos, el ametrallamiento a una barquita desde un avión, o el asalto con un tanque capaz de atravesar las paredes para salvar a la chica de turno.
No me cabe duda de que ese ritmo, ese montaje, esos encuadres han sido leídos, estudiados y examinados no solo por muchos dibujantes de cómics (saludo a Carlos Giménez, que nos estará leyendo) sino también por muchos directores de cine. Siempre me ha parecido ver la sombra de Frank Robbins en las películas de Steven Spielberg, por ejemplo: la manera en que el director de Indiana Jones encuadra y pasea la cámara, siguiendo los storyboards que son cuasi-bocetos de historietas que nunca serían, me lo recuerdan.
Y, sin embargo, Johnny Hazard, como casi todos los personajes que tuvieron su eclosión en la mitad de los años cuarenta y alcanzaron su cima popular en los cincuenta y sesenta, no tuvo una adaptación cinematográfica como sucedió con los héroes de los años treinta en los seriales sabatinos (Flash Gordon, The Phantom, Dick Tracy) o en la incipiente televisión (el mismo Flash Gordon, Jungle Jim, X-9). Siempre he echado en falta que la televisión de entonces (no digamos ya el cine, que solo se acercó, y mal, a Prince Valiant en 1954) no se fijara en Rip Kirby o en Johnny Hazard para explorar el sentido de lo detectivesco y la aventura sin límites. Y eso que la imagen de Rip Kirby siempre la hemos querido ver en el Atticus Finch que Gregory Peck dotó a su personaje en Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1962) y nuestro Johnny Hazard, que quizás parte de James Stewart (piloto de bombardero en la Segunda Guerra Mundial, como nuestro personaje) y en estos tiempos se acerca al humor socarrón, la belleza, los rizos y las entradas de Tony Curtis (así pueden verlo ustedes en la ilustración del gran Alex Toth).
Poco importa. Las aventuras de Johnny Hazard, en el cómic y para el cómic, no necesitan la gran pantalla para ser lo que son: ejercicios perfectos de narrativa donde Frank Robbins va reflejando las inquietudes propias y las de su tiempo, eso que hace que autor y obra sean eternos.
LOCOS POR ELLOS
La llamaron “la década prodigiosa”, entre otras cosas porque sucedieron tantas cosas, y tan rápido, que le dieron la vuelta al mundo tal como se conocía. La eclosión pop entregó el mundo, siquiera como objeto de consumo, a los jóvenes, que se rebelaron contra los modos y costumbres de sus progenitores, revolucionaron la forma de vestirse y componer música, de actuar y de protestar contra las guerras y las injusticias. Como bien recuerda alguien que estuvo allí, y aunque con el paso de las décadas acabara votando tory, el gran Michael Caine, fue el momento en que la cultura cayó en manos de los hijos de la clase trabajadora. Y así se define Sir Michael todavía, pese a sus millones: a “working class guy”.
Los líderes de todo aquello fueron cuatro melenudos de Liverpool. ¿O eran tres? En la aventura de nuestro intrépido Johnny Hazard que abre este número son tres, y no son ingleses, son australianos, y no se llaman The Beatles, sino The Beardles, juego de palabras intraducible. Durante mucho tiempo en la traducción los llamé, intentando en vano reproducir la coña de Robbins a la barba de los personajes y su paralelismo con los Beatles, como los “Bearbudos”. Al final, por no rotular las exclamaciones y menciones a la nomenclatura del trío, hemos dejad el nombre original… pero, qué demonios, tampoco los Beatles se ha podido traducir con exactitud nunca, pues la alusión al ritmo beat a los escarabajos se nos ha perdido forzosamente.
Es una aventura divertida donde Hazard, tras enfrentarse a lo que ya podemos identificar con una red de espionaje y extorsión, A.B.C.D.E., se ve envuelto en una historia de secuestros y sustituciones. Antes de que los propios Beatles experimentaran las de que uno de sus componentes (Paul) había muerto y lo había sustituido un sosia, aquí tenemos cómo uno de los tres barbudos es secuestrado y reemplazado por un maloso que, además, entiende de música. Es curioso cómo Robbins respeta los gustos musicales del momento, aunque a lo mejor no los comprenda, y sus personajes lleguen a comentar por dos veces que los padres de los seguidores y seguidoras de los Beardles no eran muy distintos en su afición a las bandas de jazz y los crooners de otros tiempos.
La década prodigiosa, claro, no se centró solo en la música. La guerra fría seguía en todo su apogeo, y una vez más Johhny y Snap Hunter son reclutados por el gobierno americano para infiltrarse tras las líneas del bloque comunista, lo que permite a Robbins mostrar que está al tanto de las nuevas tecnologías, de ahí que se use el satélite Telsar y el dibujante se pegue el gustazo de dibujar aviones a reacción de alas plegables. Aunque la serie tiene ya más de veinte años, sigue estando al día y su propuesta aventurera sigue siendo tan fresca como el primer día.
Se dijo en algún momento, de broma o en serio, que el ejército francés nunca retrocedía, sino que avanzaba hacia atrás. Es el título de la peculiar aventura que lleva de nuevo a Johnny y Snap detrás del Telón de Acero en busca del tesoro que Napoleón Bonaparte saqueó de Moscú y perdió (u ocultó) en las aguas de un río. La excusa del rodaje de una gran producción que remite a la cinefilia de Robbins y a Guerra y Paz nos lleva al momento en el que, ya, la otra gran moda de los años sesenta desembarca con fuerza en la serie.
Una base secreta en el interior de un glaciar, aviadoras sexis, una organización dedicada al secuestro y la extorsión y un malo que bordea lo supervillanesco y tiene el significativo nombre de Doctor Cero.
Sí, James Bond asoma ya de manera inevitable. Johnny Hazard influyó en su creación, en sus mujeres de nombre equívoco, sus supervillanos más grandes de la vida, su gusto por la casualidad y lo trepidante (y no olvidemos que el nombre falso con el que 007 se inscribe en los hoteles es, precisamente, Mark Hazard), y a mediados de los años sesenta se invertiría el juego de influencias y el despreocupado vagabundo que vive a salto de mata sería reclutado de nuevo por una organización secreta, “Wing”.
Lo veremos en el próximo número.
¡AL SERVICIO SECRETO DE MÍSTER ALFA!
El despreocupado vagabundo de pronto se nos ha vuelto formal. Y patriota. A mediados de los años sesenta, la moda impuesta en los medios por el amoral agente secreto británico James Bond, aquel primer 007 que todavía los rasgos de Sean Connery, llenó el mundo de espías, organizaciones secretas, aventureros y aventureras que se servían de la tecnología (como si fueran unos precursores de lo que luego sería el ciberpunk), bombas atómicas, arsenales de armas novedosas, científicos locos, desertores y atractivos héroes que ni se despeinaban aunque les dieran para el pelo.
Johnny Hazard, desde su profesión como freelance aventurero, se había mantenido un tanto al margen de la guerra fría y la búsqueda de infiltrados comunistas hasta debajo de las alfombras, y si retrocedemos una década en el tiempo de nuestras historias, veremos que sus encontronazos con los “rojos” son apenas un camuflaje ideológico (¿impuesto por el syndicate, o el intento de competir con Steve Canyon?) que no altera demasiado la aventura despendolada y casual que siempre ha sido el santo y seña de nuestro piloto.
La presión, o la moda, hace que Johnny Hazard se acerque al tiempo en que tienen lugar sus aventuras: Frank Robbins, en “La Cimitarra”, retrata la lucha ideológica de los países árabes del norte de África (quizá “Cimitarra” sea una alusión a Abdel Nasser, aunque hoy se nos antoje que preludie a Gadaffi), sin tomar partido por ninguno de los dos enemigos enfrentados por el poder y aplicando una visión descreída, despegada y casi satírica sobre los conflictos “revolucionarios” y “contrarrevolucionarios”.
Pero en seguida el deber llama. Si hasta ahora la aventura ha salido al encuentro de Johnny, con su incorporación a la organización secreta “Wing”, acróstico en inglés de “Red Guardiana de Inteligencia Global”, será al contrario: Convencido tras salir incólume de lo que hoy podríamos llamar una “escape room”, y sin pensárselo dos veces, y por mediación de Snap Hunter, que también está en el ajo (¿desde cuándo?), se presta gustoso a convertirse en “agente de Wing”, a las órdenes de un señor elegante y repeinado llamado Míster Alfa que, casi como si fuera una versión sesentera de Howard Hughes o lo contrario de un villano de James Bond, o no, vive literalmente en las nubes a bordo de un avión de lo más moderno que tiene sus puntos de contacto con el “helitransporte” de otra organización de espías de la época, S.H.I.E.L.D.
Naturalmente, una organización de espías que no es la C.I.A. ni U.N.C.L.E., pero se le parece, trata de ponerse por encima de la guerra fría y defender a la humanidad y bla bla bla, aunque los villanos sean, obvio, otras organizaciones en la sombra, “La Garra” o “El Cepo”, y los malos sean en ocasiones los chinos o los soviéticos, aquí llamados “rojos” o “ruskies”. La adjetivación continua “la China roja” debe ser entendida en oposición a la “China nacionalista”, Formosa, hoy conocida como Taiwán. Conforme avanzan las historias, parece que todo hijo de vecino (incluso un tipo tan turbio como Odds, que les pide ayuda) parece conocer qué es Wing. Todos… menos el héroe hasta que lo engatusan.
De cualquier forma, el reclutamiento de Johnny y su unión a la causa del espionaje no cambia demasiado el tono de sus aventuras. Normalmente, Míster Alfa le tiene preparada la misión, Johnny la acepta y vuela en un avión chulísimo (mi duda es dónde lo aparca si quiere seguir manteniendo el anonimato como espía), y se encuentra con el grupo de sospechosos habituales, guapísimas malas o guapitas buenas, y villanos con un puntito de locura, que nunca falta. Es significativo, no obstante, que la primera de las organizaciones presentadas, “La Garra”, esté compuesta por mujeres, como la famosa “Banda del cielo” de nuestro amigo El Hombre Enmascarado, o como la cohorte de chicas de Pussy Galore al servicio de Goldfinger. Su jefa, la malvada y algo estrambótica “Cobra”, con su físico imposible, casi parece una supervillana de las que dentro de poco Frank Robbins ilustrará en las páginas de Capitán América. El jefe algo inútil de “El Cepo” es otro pseudo-supervillano con problemas con los gérmenes, divertidamente conocido como “Máscara”.
Poco cambia en general en las historias, excepto que ahora Johnny Hazard, suponemos, tiene nómina. Para no desmerecer de otros espías del momento, algún gadget le auxilia, aunque no sea gran cosa (¡un anillo con microcámara o con un transmisor, por todos los santos!). Lo que sí cambia un tanto es la relación de Johnny con las chicas. Estas adoptan en ocasiones un rol sexualmente activo… y él se deja querer. “Hazard, deje lo que tenga entre manos”, le ordena Míster Alfa. Y Johnny deja de besuquear a la rubia Astrid y se lanza a la acción.
No es extraño que el mundo se llenara de espías en esos tiempos…
ESPÍA A SU AIRE
Todo y nada ha cambiado en la forma en que Johnny Hazard se enfrenta a la casualidad que rige sus aventuras desde sus inicios en 1944. Ya vimos en el número anterior que ha cedido (o ha cedido Frank Robbins, o los jefes del syndicate han hecho que Frank Robbins ceda) a la moda de los agentes secretos que permeó los medios de comunicación de masas desde que James Bond se convirtiera en el antihéroe más celebrado de todos los tiempos. Y así nuestro Johnny, piloto y exmilitar que quién sabe por qué chanchullo nunca contado se libró de ser reclutado de nuevo para participar en la guerra de Corea (quizás porque Steve Canyon ya ocupaba ese nicho, circunstancia que los seguidores de Hazard nunca agradeceremos los suficiente), se convierte de la noche a la mañana en el agente secreto menos secreto de todos los que en el mundo han sido, a las órdenes de un jefe misterioso y trabajando para una organización voladora adecuadamente conocida como “Wing”(o sea, “Ala”, Paul McCartney era un Beatle todavía en esta época), que lo envía de aquí para allá, o lo alquila a otras agencias norteamericanas (porque aunque al principio se dijera que no, se nota a la legua que “Wing” es más americana que las películas de John Wayne) para que lea resuelva algún embolado, ya que se dice un par de veces, como de pasada, que los malos malísimos a los que se enfrentan tienen fichados y bien localizados a los agentes de la “Compañía” y otras empresas.
Da lo mismo, en realidad, porque Johnny llega y pega (o le pegan), se mete en un lío, descubre a los villanos, conoce a alguna chica y lo resuelve todo rapidito, que hay otra misión a la espera. Tal parece que “Wing” no tenga a más gente en nómina. O que, de todas formas, la organización que dirige desde el aire Míster Alfa (ese personaje que fue Edward Fox antes de que fuera popular), la conoce todo el mundo.
Porque Johnny se identifica como agente de “Wing” sin que le duelan prendas. Y al cuartel general volante, por lo que se ve, puede llamar a pedir ayuda cualquiera. No importa. Son las cosas de los tebeos.
El eterno presente donde Johnny vive y corre y vuela, a nosotros que estamos leyendo sus aventuras como si el tiempo no pasara por ellas (y en efecto la virtud de este clásico de clásicos es que parece que el tiempo no pasa y están dibujadas y escritas hoy mismo por la mañana), nos sorprende que, en la historia donde conocemos parte de la historia de Míster Alfa se nos presente a un grupo de veteranos espías de la Segunda Guerra Mundial… mientras Johnny no dice ni pío y sigue teniendo ese aspecto juvenil algo estilizado en la evolución del dibujo magistral de Robbins. Todos se sorprenden por la juventud de la chica a quien confunden por una de las espías de nombre en clave de alfabeto griego, y llegan a la conclusión de que no, no puede ser ella. Y Johnny, naturalmente, calla y otorga: en el presente eterno que son las tiras de prensa, el lector de finales de los años sesenta no tiene por qué saber, ni le interesa, que Johnny empezó sus aventuras en un campo de prisioneros durante esa misma guerra mundial.
Con algún momento donde no hace ninguna falta que Johnny sea espía (simplemente, “Wing” le ahorra al guionista el quebradero de cabeza de buscar un encuentro casual que justifique la historia), las historias son ahora más cortas, pero no por ello menos interesantes.
A destacar que aparezca la Guardia Civil y Algeciras en la última de las historias de este libro.
Y que, por fin, aunque fugazmente y un tanto cambiada de físico, regresa Brandy.
HAZ LO QUE QUIERAS, HAZ
Johnny Hazard se interna en los años setenta con alguna que otra cana en su peinado ahora impecable, madurito interesante que no ha envejecido si su biografía hubiera ido al ritmo natural de las décadas. Es la ventaja de los héroes de los cómics, sobre todo los de las tiras de prensa. Conocimos a “Haz” en 1944 siendo ya un joven piloto, y casi tres décadas después sigue siendo viviendo en esa frontera indefinible de la treintena, no importa que en su camino se crucen nazis y veteranos de guerra que sí tienen la edad que sin duda le envidian.
No importa. Como agente secreto de la organización “Wing”, Johnny se entrega a una nueva vida donde, sorprendentemente, puede decir “quedan detenidos” (nunca queda claro cuál es el estatus de su red de espías), y donde los cartuchos de texto inciden en recalcar una y otra vez su profesión: Johnny es citado pocas veces por su diminutivo. Impera el hipocorístico “Haz” y, en bastantes ocasiones, se refiere a sí mismo como “John”. Será que, en efecto, algo ha envejecido y la procesión va por dentro.
Pero, en cualquier caso, si una de las características de la serie es vivir en ese instante eterno que lo hace saltar de una aventura a la siguiente y olvidar en ese tránsito a amigos, enemigos y chicas despampanantes, la profesión de agente secreto también se olvida. Hazard sigue encontrándose aventuras al paso, no espera siquiera que Míster Alfa se las encomiende, y solo al final de cada una de ellas (son más cortas ahora por imposición del Syndicate, pero la calidad de la serie no decae para nada) recurre a “Wing” para que termine de atar los cabos burocráticos mientras él se dedica a buscar un nuevo enredo. Hazard hace lo que quiere, sea espía o no. Como ha hecho siempre.
Quizá porque sabe que tiene detrás una organización que lo respalda, Hazard se muestra más activo. Si normalmente es un personaje reactivo que se ve metido en líos y se libra de ellos por su buena suerte y su ingenio, ahora adopta un rol mucho más decidido. Basta ver la historia “El salto del enamorado”, donde se dedica voluntariamente a hacer de Cupido para un bailarín de ballet soviético, a quien prácticamente empuja a desertar. La aventura, por cierto, e incluso los rasgos físicos del personaje Leonev, están basados en la experiencia real de Rudolf Nureyev, que sí logró desertar (en París, no en Londres), aunque su entonces pareja fue la que no lo hizo.
Frank Robbins sigue demostrando que es un fan absoluto del cine, y aquí lo vemos contar una historia de robo perfecto donde aparece un director llamado Roberto Ferrini, nos sumerge en el mundo de los dobles de escenas de acción (en este caso para la tele, aunque homenajeando el serial del cine mudo “Los peligros de Paulina”), y nos muestra a un motero vagabundo que recorre Europa en la aventura titulada “Uneasy Rider”, basado en los rasgos de Peter Fonda en la película “Easy Rider”, y que, por seguir el guiño de un título intraducible, hemos traducido por “Perdiendo mi destino”, ya que la película en España se estrenó como “Buscando mi destino”.
Por esta época, Robbins ya había empezado su colaboración con DC Comics escribiendo y dibujando Batman. Hacia la mitad de la década de los setenta se encargaría, en Marvel, de diversos personajes como el Capitán América. Una circunstancia curiosa, o una premonición, que la moto de Peter Fonda se llamara de esa forma…
LOS AÑOS DEL MIEDO
En ocasiones creemos que todo lo que marcó nuestro presente se forjó en una década concreta que hemos romantizado porque nos ha dado música, películas, series de televisión, acontecimientos políticos… y también historietas. Estoy pensando, claro, en los años sesenta, que se han entronizado en el acerbo popular como ese momento de ruptura donde los jóvenes tomaron (o creyeron tomar, o se les dejó tomar) brevemente las riendas del mundo.
Los sesenta fueron una época de cambio con sus luces y sus sombras que, entre magnicidios, revoluciones truncadas, golpes de estado y guerras imperalistas, acabó con un profundo desencanto. Y este desencanto marcó terriblemente a la década que vino luego (y recordemos a Carlos Pacheco quien, en su sabiduría, recuerda siempre que el concepto “década” no tiene por qué coincidir siempre, en la cultura, con los años que van del uno al cero). Los años setenta se perfilaron como un momento histórico feo al que quizás contribuye, en nuestra memoria y experiencia personal, la fotografía mate de las películas del momento, tan alejada de los colores brillantes y contrastados de los años anteriores. La guerra de Vietnam, que tanto había desangrado al ejército de Estados Unidos y desmoralizado a sus habitantes, proyectaría su larga sombra sobre la realidad, y no es extraño, a toro pasado, que el Pentágono decidiera por fin salir por piernas y admitir una derrota en una guerra que jamás se declaró… una vergüenza nacional que solo sería borrada del imaginario americano con la aparición del John Rambo cinematográfico.
La guerra tuvo por compañía la irrupción generalizada del terrorismo internacional, que en esa década pareció centrar sus atentados en el secuestro de aviones, hasta culminar en la Operación Ikrit y Biraan, el asesinato de once atletas y entrenadores israelíes y un policía de Alemania Occidental en Múnich durante los Juegos Olímpicos de 1972.
Y entre los horrores que salpicaron estos años no pudo faltar la eclosión de la droga, que se convirtió en estos años en una lacra que todavía pervive en distintas formas. Fueron los años de la heroína y la marginalidad, el único consuelo a una generación sin expectativas y el caldo de cultivo para fortunas más que dudosas.
Todos estos elementos aparecen en estos años que octubre este nuevo volumen de las aventuras de nuestro Johnny Hazard. Convertido en agente secreto de la improbable organización “Wing” (y donde, adviértanlo, sigue sin nombrarse apenas su nombre de pila y se prefiere llamarlo Hazard o Haz), válido lo mismo para un roto que para un descosido, Hazard se enfrenta a los traficantes de opio en cuatro de las historias que componen este libro, bien en su vertiente urbana, con la historia del duro policía Cuarenta y Cinco Zabriski (compañero de fatigas de Johnny en Corea… una guerra donde no lo hemos visto y que sirve, alejado ya tanto el conflicto de la Segunda Guerra Mundial, para rejuvenecerlo al menos diez años) en las calles y, luego, en las plantaciones de amapolas del cercano y lejano oriente.
Los planteamientos son, sin duda, adelantados para su tiempo. La preocupación por las drogas estaba en el aire y la presión social era tan fuerte que, por estos mismos años, Stan Lee optó por eliminar el sello de aprobación-censura del Comics Code en los números de The Amazing Spider-Man que trataban del tema. Frank Robbins trata el tema con la precisión y la premura que le permite la longitud ahora abreviada de sus historias, pero no se corta un pelo cuando describe las calles “secas” o la extorsión que sufren los campesinos que se ven obligados a sembrar amapolas para las bandas de narcotraficantes. Cinéfilo siempre, la sombra de The French Connection es omnipresente (qué es Cuarenta y Cinco Zabriski sino un guiño al Popeye Doyle de Gene Hackman), y hasta Robbins juega con citar la famosa frase de El Padrino, alterándola lo justo: “… una contraoferta que no podrá rechazar”.
Robbins trata temas que extrañan incluso hoy en día: la manera tan clara en que cuenta cómo los terroristas secuestran aviones y no están dispuestos a entregar a sus rehenes, el ambiente lóbrego de los ghettos de las grandes ciudades norteamericanas, el flagrante adulterio de Ellie Sue y Teddy, la moda de las artes marciales que casi en seguida llenaría las pantallas de todo el mundo, la (falsa) búsqueda de la identidad de tantos jóvenes en la filosofía oriental, la evasión de capitales y los paraísos fiscales de la banca Suiza… e incluso algún pescozón al “Women’s Lib” o a la sospecha de que tras el seudónimo de Madame X (Ms. X en inglés: saben ustedes que “Ms.” no indica si se trata de señora o señorita) pudiera hallarse un hombre. O sea, las “fake” news que ya existían hace la friolera de cincuenta años.
Johnny Hazard sigue el ritmo de sus tiempos. Y no se nota nada de nada que sus tiempos no sean los nuestros.
SOBREVOLANDO LA HISTORIA
No sé ustedes, que lo mismo ni estuvieron allí, aunque fuera desde lejos, pero una de las cosas que estoy aprendiendo con las diversas series de nuestra línea Sin Fronteras es a recordar cómo era el mundo y cómo fue cambiando, a veces a mejor, otras a peor, a medida que fueron pasando las décadas. Todos los miedos, las modas, los avances tecnológicos, las situaciones políticas, las películas, los sucesos, van apareciendo tamizados por la visión peculiar de cada autor en cada uno de nuestros (muchos) títulos.
He aprendido y aprendo del mundo como era antes de que me trajeran al mundo (porque traducir no es solo abrir el diccionario cuando no se entiende algo, ¿saben?), y a recordar cómo eran las cosas cuando yo ya tenía cierta capacidad para mirar alrededor. Compruebo entonces que no todo fue como yo asumía, o me da la experiencia para ver de qué pie cojea cada guionista o cada dibujante, y a veces me escandalizo (poquito) y otras me sonrío por los planteamientos en ocasiones ingenuos tan propios de las épocas.
Nuestro Johnny Hazard nos ha llevado de paseo por la segunda mitad del siglo veinte, desde sus lejanos inicios en aquel campo de prisioneros en la Segunda Guerra Mundial (recordemos de nuevo que la primera aparición del personaje tuvo lugar justo durante el desembarco de Normandía) hasta sus últimas aventuras en 1977. Sí, han leído ustedes bien. Este libro, el décimo octavo en la serie, llega hasta agosto de 1975. Nos queda, por tanto, un solo libro más, y habremos conseguido la hazaña de publicar TODAS las tiras diarias en España, algo que no se había logrado antes. Da un poco de pena, ¿verdad? Pero nos queda el orgullo (y la satisfacción) del objetivo cumplido. Pero, de todas formas, séquense las lagrimillas y recuerden que, terminada la publicación de las tiras diarias de nuestro aviador freelance y espía más freelance todavía favorito, comenzaremos con la publicación de las páginas dominicales EN COLOR. Nos queda Johnny Hazard para rato.
Dejando el intermedio publicitario, volvamos a lo que íbamos: cómo los autores, gente de su tiempo, reflejan su tiempo en su obra. El caso de Frank Robbins es admirable, porque consigue abstraer el origen de sus argumentos y crear historias universales que no han perdido un ápice de frescura y espontaneidad. Con Johnny Hazard consigue hacer eternos sus argumentos. La más pura definición de lo que es, en arte, el término “clásico”.
En este penúltimo libro (de las tiras diarias en blanco y negro, insisto) vemos a Johnny (que pocas veces se llama ya Johnny, como hemos visto), convertido en el agente Hazard de “Wing”, aunque “Wing” en ocasiones sean unos hijos de mala madre que le preparan unos escenarios que se merecen un ahí te quedas por parte de nuestro héroe (lean, lean la primera de estas historias). Pero también es cierto que nuestro héroe, el espía menos espía de todos cuanto han sido, también se toma permisos por su cuenta y desaparece del radio de “Míster Alfa” para hacer la aventura por su cuenta. El jamesbondismo, que atrajo al personaje a sus redes de agentes secretos y organizaciones secretas, ha pasado ya en los años setenta un tanto de moda, a la espera de la gran eclosión de la ciencia ficción que se producirá el mismo año en que Frank Robbins se retire de los pinceles, y por eso la excusa argumental de tener un jefe muy mirado que te ordene desde el cielo, como un Yahvé de pelo a navaja y blazer cruzado, se complementa con la casualidad y el encuentro con los peligros que son marca de la casa.
Sí, Johnny vuelve por sus fueros, dispuesto a echar una mano aunque no se lo pidan. Cierto, como las aventuras duran ahora un máximo de diez semanas, las cosas se resuelven demasiado rápidamente: se echa en falta ese nudo que las alargaba, la meticulosa preparación de la bomba de relojería que marca el compás de muchas de las historias que hemos leído a lo largo de todos estos años pasados del personaje. Pero, en favor de Frank Robbins (y de su anónimo equipo de entintadores y me figuro que de guionistas) la calidad del dibujo y la puesta en escena jamás se resiente. Robbins pasea la cámara con la maestría de costumbre, la tensión de las historias se comprime y se vuelve más intensa. Y Johnny sale triunfante, a menudo como siempre, un tanto escaldado y con su vocación de buen samaritano que ahora tiene (imaginamos) una nómina que incluso le permite viajar en primera clase.
Aquí lo tenemos, convertido en rico heredero de un castillo Hazzard (con dos “z”), resuelto a investigar las muertes de un grupo de migrantes asesinados (ya les digo que las historias parece que han sido escritas hoy mismo), la extorsión a un superpetrolero (son los años de las primeras catástrofes ecológicas y de la crisis del petróleo que a todos nos trajo por la calle de la amargura), sin que falte el habitual juego de whodunits tan cercano a la estética de los misterios a lo Agatha Christie (Robbins es un gran admirador de lo británico, y se le nota), el juego de los sosias y sus complicaciones inevitables o, ya al final, un guiño un tanto extraño a la guerra fría y la Alemania Oriental donde se mezclan sin muchos tapujos las estéticas y las ideologías nazis con las comunistas.
El agente Hazard de “Wing”, nuestro Johnny, sigue sobrevolando el peligro. Lo que yo les diga: la mejor serie de aventuras de todos los tiempos.
¡MISIÓN CUMPLIDA, MISTER ALFA!
Lo conocí como Juan el intrépido en los tebeos de Dólar de los años sesenta que venían ya saldados, agrupados de cinco en cinco con una incongruente portada común, eliminadas las originales, nada menos que con una foto en sepia del Apolo de Belvedere. Y casi al mismo tiempo en el formato remontado, casi de novela popular de la época, de la misma editorial. Aquel personaje, aquellas aventuras tenían algo.
Cuando Buru Lan, a principios de los años setenta, se propuso publicar los clásicos de los cómics de prensa norteamericano con toda la calidad que era posible entonces, tuvo el buen tino de publicar Johnny Hazard (y también Ben Bolt) en el blanco y negro original, sin remontar (al principio) la tira como hacía con El Hombre Enmascarado, Flash Gordon, la etapa final de Príncipe Valiente (un auténtico desaguisado), Rip Kirby o Halcones de Acero.
Eran unos tebeos caros. Los que ahora se quejan (nos quejamos) de lo cara que resulta nuestra afición o desconocen o han olvidado lo caros que han sido siempre los tebeos. Los buenos tebeos. Con esto les vengo a decir que el servidor de ustedes adolescente compraba Príncipe Valiente, nada más, hasta donde llegaba la paga, y con suerte fue haciéndose con las ediciones de saldo de los demás títulos.
Johnny Hazard lo compraba mi amigo José Miguel Martínez.
Los tebeos se prestaban y se intercambiaban. En el caso de Miguel, además, los contaba. Y los contaba con mucha gracia, manteniendo a la perfección la tensión de las aventuras. Cuando yo leía los tebeos de Johnny Hazard, me los sabía ya de memoria. Pero poco importaba. La emoción de la lectura, en aquel lejano 1973, era la misma, aunque ya supieras lo que iba a pasar. También he sentido esa misma emoción hoy, al traducir y leer al piloto aventurero en nuestra edición.
“Pasaporte al paraíso”, se llamó el primero de los libros de aquella colección que solo alcanzó once números, apenas un año. Una historia que venía empezada y a la que sin embargo nos pudimos sumar al momento. No deja de ser curioso que “Pasaporte al peligro” sea el título de este tomo con el que cerramos la edición completa de las tiras diarias.
Leímos las aventuras siguientes, a salto de mata, en la edición de la revista de importación argentina El Tony. Luego, años más tarde, y desde el principio, Norma publicó unos cuantos tomos en un formato vertical y un tamaño de viñeta inapropiado que tampoco llegó muy lejos. Maisal publicó un par de números sin trascendencia.
Toutain nos mostró una aventura de las páginas dominicales en color y los ojos se nos hicieron chiribitas. Eseuve lo intentó y tampoco consiguió publicar más que unos pocos números, y de aquella manera.
Johnny Hazard y Frank Robbins, que lo mismo da, parecían condenados al olvido. La ignorancia de los tiempos ha (o había) relegado a ambos al abismo del olvido. En los años setenta, cuando ya Robbins preparaba su jubilación, una generación de jovencitos que desconocían la talla gigantesca del maestro se horrorizó de las contorsiones de sus personajes superheroicos. Como si Jack Kirby, que hizo de negro anónimo durante alguna semana en Johnny Hazard, no hiciera también suyas las contorsiones y la anatomía distinta a los cánones clasicistas. Y al desprecio ignorante le quedó la penitencia de no haber disfrutado, como los que ya amábamos a Robbins sí que hicimos, de sus guiones para Batman, su visión del Caballero Oscuro, su maravillosa Sombra o, ya en Marvel, su inteligente visión del Capitán América y su conversión en el Nómada y, especialmente, sus Invasores, donde dio la serie ese tono retro que tan bien acompañaba al aire bélico de las historias.
Tampoco había mucho más en otros países. Una de las tres o cuatro mejores series de aventuras de todos los tiempos parecía destinada a perderse.
Hace ya tanto tiempo que ni siquiera soy capaz de ponerle fecha, Vicente García me propuso publicar Johnny Hazard. Jesús Yugo incluso diseñó las portadas (en azul celeste, por si les interesa el dato, y con el epígrafe “Star and Strips”). Pero las cosas de palacio van muy despacio. Y creo que todos olvidamos el proyecto.
Pasan los años. Un día de julio voy paseando por la playa y me suena el móvil. El caminante playero que soy en vacaciones lo atiende. Es de nuevo Vicente. Que ahora sí, que quiere publicar Johnny Hazard. Y yo digo, naturalmente, que adelante, que cuente conmigo. Con todo, pasa casi un año antes de que por fin aparezca la serie tal como yo concibo que hoy tienen que publicarse estas series: en tomos gruesos, donde las historias empiecen y terminen, porque el álbum finito de sesenta y pocas páginas haría, por un lado, que la publicación de la serie se eternizara, y por otro que publicáramos de nuevo (aunque mejor, eso sí) el mismo material desde el principio que ya habían publicado Norma o Eseuve.
Fue el primer tomo de la línea Sin Fronteras que entonces comenzaba. Cometimos errores (el de la fecha de portada, mismamente), pero poco a poco fuimos mejorando y aprendiendo.
Han pasado cinco años y medio y hemos conseguido, y perdonen si me pongo la medalla, lo que no imaginábamos que podríamos conseguir aquel día de julio mientras yo caminaba por la playa: publicar TODAS las tiras diarias de Johnny Hazard, algo que solo se había hecho en Italia en los años ochenta. Ahí es nada. Cuando nadie daba un duro por la serie y por la línea, ahí está: misión cumplida.
Creo que hemos descubierto para quienes lo desconocían o recelaban a un autor esplendoroso y a una serie prodigiosa. Cualquier cosa que pudiera yo decir ahora sería repetirme. Lean. Y, sobre todo, al leer, disfruten. Pocos cómics hay más divertidos, más inteligentes, más sabios, más bien narrados que Johnny Hazard. Creo que ahora, precisamente, cuando ya la primera parte de la edición (es decir, las tiras diarias) concluye, esos lectores desconfiados se lanzarán a buscarla y completarla. Les envidio las buenas horas de lectura que les quedan por delante, aunque no puedo evitar darles desde aquí un metafórico tirón de orejas: los cómics necesitan más lectores que coleccionistas, y esperar a que las series se terminen para entonces comprarlas implica un riesgo: que nadie las compre en su momento de publicación y, por tanto, no se terminen nunca.
O sea, tomen ustedes nota si son de ese tipo de coleccionista o de lector. Son necesarios siempre. No todo van a ser crowdfundings. La salud y la continuidad de los títulos depende de su fidelidad.
Pues aquí estamos. Satisfechos por el deber cumplido. Lo hemos conseguido. Y lo que hemos conseguido no habría sido posible sin la generosidad y la paciencia de nuestro editor, Vicente García, que nos ha dado cancha libre y nos ha permitido trabajar a nuestro aire y a nuestra bola. Y a la colaboración de amigos como Antonio Moreno o Santiago Ezpeleta. Y, sobre todo, al trabajo metódico 24-7 de Jesús Yugo, que restaura, monta, rotula y diseña y no descansa llueve o truena.
Prueba superada. Johnny Hazard vuela hacia el amanecer, cumplidas sus misiones…
¡Eh, no tan rápido, piloto aventurero! En un par de meses la línea Sin Fronteras te tendrá de vuelta, ahora con las páginas dominicales a todo color.
¡No se vayan todavía, aún hay más, Santa Susana!
Scorchy Smith, Tim Tyler’s Luck (también con etapa aérea), Buz Sawyer, Terry y los piratas (en su periodo bélico), Johnny Hazard, Barney Baxter, Flyin’ Jenny, Steve Canyon, Air Hawk y los doctores voladores,…
…Smilin’ Jack (Zack Mosley), otra divertida comic-strip de aviadores.