TERRY Y LOS PIRATAS: UNA OBRA MAESTRA

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Terry y los piratas 1934-1936 - Dolmen Editorial

Los doce prólogos de la serie TERRY Y LOS PIRATAS que he escrito para la línea Sin Fronteras de Dolmen, que traduzco y coordino. Equivalen, todos juntos como los publico aquí, a un pequeño estudio sobre la obra, una de las tres grandes de los cómics de aventuras de todos los tiempos. Si no la conocen y les pica la curiosidad, aún están a tiempo de zambullirse en uno de los títulos más fascinantes que jamás haya publicado el medio.

 

            LAS AVENTURAS DE UN MUCHACHO EN CHINA

 

Antes de llamarse Terry Lee se llamó Tommy Tucker.

Y antes aún, Dickie Dare.

La historieta no conclusiva era relativamente joven todavía, y me invento ese término para diferenciar la tira basada en el gag  de las otras tiras donde las situaciones humorísticas se suceden formando un todo continuo, historietas que desde 1924 arrancaron (como el Wash Tubbs de Roy Crane) en el chiste y desembocaron en la aventura. Desde enero de 1929 la aventura se hizo pura con Buck Rogers y Tarzan of the Apes, y en 1931 Dick Tracy prometió la ampliación a otros géneros, que pronto fueron acompañados por Flash Gordon, Jungle Jim y     X-9 Secret Agent en 1934.

A caballo entre lo humorístico y lo aventurero, el joven Milton Caniff (1907-1988)  había pergeñado Dickie Dare en 1933: las aventuras semioníricas de un niño de la época que viajaba de libro en libro y conocía a personajes literarios e históricos, desde Robinson Crusoe al Rey Arturo. En 1934, el tono aventurero ya se había adueñado de la serie y un tutor adulto, “Dynamite Dan” Flynn, acompañaba a Dickie y se encargaba de repartir los puñetazos.

Es de suponer que Dickie Dare tuvo un éxito moderado o, al menos, llamó la atención del capitán Joseph Patterson, del Chicago Tribune New York News Syndicate, quien contrató a Caniff para que produjera para él una nueva serie que no difería mucho, en su premisa inicial, de lo mismo que el dibujante había estado haciendo ya: las aventuras de un muchacho y su tutor; en China, que parecía un escenario exótico. La propuesta inicial de Caniff fue la de llamar al personaje Tommy Tucker. A Patterson no le gustó, lo que obligó al autor a ofrecer una lista de nombres alternativos. Patterson eligió Terry y, según cuenta el propio Caniff, añadió al lado “y los piratas”. Y ese fue el detonante de la serie: un chico, su tutor, la China misteriosa y desconocida… y piratas. Sin duda ni Patterson ni Caniff imaginaban que aquella serie iba a hacer historia del medio, ni que la relación entre ambos acabaría, doce años después, como el rosario de la aurora. Y es que la serie no perteneció nunca a su autor, sino al syndicate, una práctica común en aquellos tiempos y el motivo, quizá, por el que Patterson colaboraba con la creación de nombres, secundarios y argumentos: recuérdese cómo, por mediación suya, “Plainclothes Tracy” se convirtió en Dick Tracy o  lo que habría sido “Little Orphan Otto” cambió de sexo y se hizo famosa como Little Orphan Annie.

Terry y los piratas comenzó, como tira diaria en blanco y negro, el 22 de octubre de 1934. Las aventuras dominicales en color, con historias diferentes (pero muy parecidas) comenzaron el 9 de diciembre del mismo año. Mantener dos continuidades debía de resultar difícil, además de confuso para los lectores, así que (como ya hacían otras series del mismo syndicate, como Dick Tracy) las dos historias paralelas se fundieron en una sola a partir del 26 de agosto de 1936.  Por tanto, una edición de la serie que se precie no puede obviar la continuidad diaria de los siete días de la semana, aunque la habilidad narrativa de Caniff fuera capaz de presentar unas historias que podían entenderse por los lectores de los periódicos cada domingo, si solo compraban el periódico ese día, o a lo largo de la semana, si eran lectores a diario. O los siete días de la semana. Un ejercicio de orfebrería creativa sobre el que volveremos en futuros artículos.

La serie, lo leerán ustedes en las próximas páginas, tiene unos inicios titubeantes. Haciendo un símil cinematográfico, al principio parece un serial de la RKO y poco a poco logra convertirse en una superproducción de la Metro Goldwin Mayer. No es ociosa la mención al cine: Caniff está mirando su tiempo, sus modas, sus actrices, incluso su música (ese Blues de St. Louis que es la banda sonora que acompaña a Burma y podría ser también el leitmotiv de la serie).  La secuenciación de las viñetas le hace jugar con los planos y los contraplanos. Y la profusión de textos (¡cuánto hablan al principio!) nos demuestra que por entonces imagen y palabra buscaban aún un equilibrio, y que la radio y los radiodramas eran sin duda una de las influencias que acompañaban a Caniff en sus muchas horas de trabajar delante del tablero de dibujo.

Las primeras historias tienen un claro principio y final, aunque Caniff es libre, como lo eran por entonces los autores de cómics, de decidir qué longitud tenían. Pero el teatro de personajes que pronto entran y salen de escena, y la complejidad de los argumentos, la mezcla de aventura y melodrama, hacen que la serie desemboque en una novela-río, similar en sus planteamientos narrativos a la otra gran serie de Hal Foster, Prince Valiant: no es extraño que ambos autores fomentaran su amistad y declararan admirarse mutuamente.

Terry y los piratas está marcada por su tiempo. Puede y debe leerse como una radiografía de su tiempo: del uso y abuso del tópico racial, de la simpleza argumental, del gag como remate aislado de muchas tiras, al tapiz concienciado de los acontecimientos políticos que desembocarían en la Segunda Guerra Mundial y el cambio de percepción de los lectores de lo que era China, el Lejano Oriente: en definitiva, el mundo.

La historieta tiene mucho de improvisación; es decir, de jazz. La partitura que marca las historias se va alterando según se desarrolla estas: unas veces, por buscar la sorpresa en el lector; otras porque el autor se aburre y agota la propuesta narrativa. Terry y los piratas está constreñida por el título impuesto por el capitán Patterson, por lo que Milton Caniff tiene que buscar siempre la excusa de introducir piratas en los primeros años de la trama y, más tarde, de incluir en el término a todo ese cúmulo de vividores, estafadores, ricachones y mujeres sin escrúpulos que serán la sal y la pimienta de la serie.

Caniff confiesa que no sabía nada de China, y es por eso que los escenarios y personajes secundarios se mueven dentro de los tópicos, al menos en su principio. Es una China de guardarropía, influida por las novelas baratas y el racismo soterrado que permeaba la sociedad de su momento. En algún momento de sus doce años de estancia en su título, Caniff comprendió que necesitaba documentarse, que no podía seguir siempre en escenarios de cartón piedra con personajes unidimensionales, y se documentó hasta convertirse en un experto no solo en China y el Lejano Oriente… sino en la situación sociopolítica de su tiempo. Es sabido que, al reflejar en sus historias lo que sucedía en la realidad, llegó a adelantarse, una vez llegada la guerra contra Japón (que hasta entonces aparecía identificado solamente como “el enemigo”) a lo que sucedía en el mundo real, circunstancia que le granjeó la visita de  unos recelosos agentes del FBI que, al comprobar que el autor estaba limpio de polvo y paja y no era un espía nipón, contrataron su silencio y su capacidad narrativa para utilizar la historieta como medio propagandístico y hasta de despiste, a cambio de documentación gráfica que reflejara el realismo que Terry y los piratas mostraba como ningún cómic había hecho hasta la fecha. La relación de Caniff con el Pentágono y los halcones de Washington, como se sabe, acabó por pasarle factura y, del alegre liberalismo cuasi-izquierdista de Terry, una vez terminada a guerra, nuestro autor pasó a un conservadurismo propagandístico que tuvo en su nuevo personaje, Steve Canyon, su máximo abanderado.

Los doce años de Terry y los piratas son la historia de un desarrollo personal para el autor: del dibujo semihumorístico inicial la serie cambia para convertirse en heraldo de una estética del claroscuro que bebe de Noel Sickles, compañero de estudio de Canif mientras dibujaba Scorchy Smith. Es el gran hallazgo estético que salpicaría a los cómics de todo el mundo: frente al clasicismo de Alex Raymond o Hal Foster, el estilo nervioso, la presencia de la mancha de tinta, el dibujar menos pero, paradójicamente, mostrarlo todo. Caniff se convirtió por derecho propio en la tercera pata de la Santísima Trinidad de la historieta, el gran maestro que influiría a centenares de dibujantes por venir: Will Eisner, Jijé, Uderzo, Hugo Pratt, Josep Toutain, Bosch Peñalva… El juego de luces y sombras llevado al extremo hizo que Caniff fuera considerado “el Rembrandt de los cómics”.

Estamos, pues, ante una serie capital, una serie que cuenta las aventuras de un muchacho en China. Casi contada en tiempo real, veremos a Terry pasar de ser un preadolescente arrojado a convertirse en un adulto, mientras su carrusel de secundario evoluciona  y  muestra personajes que cambian de opinión o cruzan las líneas del honor y la fidelidad a sus respectivas patrias. Sigue habiendo siempre piratas, claro.  Y mujeres hermosas (aquí tienen ustedes a Burma, cuyo nombre significa Birmania y recuerda a Marlene Dietrich) muy adelantadas al feminismo que vendría: sorprende cómo en la historia del naufragio en la isla de Burma y, luego, la aventura con el matrimonio inglés, la serie abraza ya tan pronto temáticas adultas.

Bienvenidos, pues, a una de las series punteras del medio. El viaje merece la pena.

 

 

 

NOTA: Las aventuras de Terry y los piratas diferenciaron al principio las tiras diarias y las páginas dominicales en aventuras distintas,  hasta unirse y formar una sola continuidad. En este primer volumen publicamos en blanco y negro los primeros años de la tira. Nuestro segundo volumen publicará, en color, las aventuras de las páginas dominicales, donde se presenta nada menos que a Dragon Lady. A partir del tercer volumen, cuando ya la historia es una sola, publicaremos en blanco y negro las tiras diarias y en color las páginas dominicales.

 

 LOS PIRATAS DEL DOMINGO

 

Es una verdad universalmente reconocida que un joven artista con ganas de asomarse al futuro debe aceptar que el jefe siempre tiene la razón. Sobre todo si el jefe es alguien más grande que la vida y se conoce al dedillo los mecanismos intrínsecos del negocio editorial. Es lo que sucedió con Joseph Medill Patterson (1879-1946) y Milton Caniff (1907- 1988).

Patterson era una leyenda en sí mismo, universitario, exsocialista, autor teatral, veterano oficial de la Primera Guerra Mundial, y como “Capitán Patterson” sería conocido en el incipiente medio de los cómics de prensa con su labor al frente del Chicago Tribune New York News Syndicate. Caniff era un joven de 27 años que ya había destacado con las entregas de una sola viñeta de The Gay Thirties y los cómics de Dickie Dare, títulos menores que le permitían seguir alimentando el sueño de convertirse en un cartoonist de éxito.

La experiencia de Patterson y su sabiduría no se ponían en duda: era el equivalente en su tiempo a los mogules cinematográficos Irving Thalbert o Samuel Goldwin en el mundo de los cómics, el modelo sobre el que luego incidirían Julius Schwartz, Stan Lee o incluso Josep Toutain. A Patterson se le debe haber aceptado la propuesta de Chester Gould de crear un detective contra los gangsters del Chicago de la época: tras más de sesenta proyectos presentados por Gould a lo largo de los años, Patterson aceptó por fin “Plainclothes Tracy”, pero cambiando el nombre al ya popular Dick Tracy, e incluso alterando la fisonomía del personaje: su gabardina amarilla y su sombrero, diferente en su primera aparición en los periódicos dominicales a la de las tiras diarias de unas semanas después, donde ya se nota que el autor ha tenido tiempo para madurar la idea y desarrollar los resortes de  una historia continuada. A Patterson se debe también haber cambiado el sexo del personaje huerfanito Otto para convertirlo en Little Orphan Annie.

Cuenta la leyenda que Patterson convocó a Caniff a su despacho y le dio las directrices de la historieta que quería: un chico aventurero en un enclave exótico; como el chico no podía ir repartiendo puñetazos porque no sería creíble (Jim Hawkins en La isla del tesoro, dijo, solo interviene en la acción cuando se ve acosado por los piratas en el palo mayor del barco, escena que se reproduce casi tal cual en este libro), tendría que ir acompañado de un tutor adulto que fuera mentor y luchador al mismo tiempo, y que además pudiera encargarse de la parte amorosa de las historias y así atraer a las lectoras…. Y a los padres de los jóvenes lectores con las mujeres que fueran apareciendo en la tira, con las que por cierto el enamoradizo Pat Ryan nunca debía casarse. Porque, sí, tendría que haber romance y emoción. En algún lugar remoto como China. Con piratas. Peligro y humor.

Es de imaginar al joven Caniff tomando notas mentales, diciendo a todo que sí, y notando cómo los engranajes de la máquina de crear se ponían en marcha. Si advirtió entonces que lo que Patterson le estaba proponiendo era un reboot de la serie que ya llevaba en marcha, Dickie Dare, tuvo el buen tino de no decirlo (el jefe, ya saben, siempre tiene la razón… y las ideas). ¿Estaba el joven Milt preparado para la tarea? Lo estaba. ¿Sería capaz de llevarla a cabo? Lo sería. Y entonces la sorpresa: lo quería todo para dentro de siete días.

Y no solo eso: Patterson quería una tira que se publicara en blanco y negro de lunes a sábado y continuara los domingos en color.  Al contrario que Dick Tracy, que empezó con las titubeantes páginas dominicales antes de las tiras diarias, la serie del chico en China con su tutor, los piratas, la acción, las mujeres hermosas (y el humor, no olvidemos el humor) se publicaría primero de lunes a sábado y más adelante en la edición en color… pero Caniff recibió la orden de empezar por las páginas en color, que tenían que estar listas diez semanas antes de la publicación en los periódicos, pues el proceso de fotograbado era más arduo, mientras que las tiras diarias “solo” necesitaban  una ventaja de cuatro semanas. Consciente de ello, Patterson indicó que al principio tiras diarias y planchas dominicales tendrían que tener historias separadas, con la idea de que convergieran en una sola trama más adelante, como así fue.

Caniff aceptó el encargo, sabiendo que no tenía la menor idea de cómo era China. Patterson le indicó un libro, Vampires of the China Coast, además de la ya mencionada obra maestra de piratas de Robert Louis Stevenson y el concepto de amor desgarrador e imposible de Cumbres Borrascosas.

Fue una carrera contra el tiempo, porque además de tener que entregar las páginas en color  como presentación de los personajes, y hasta estar seguro de que se aceptaba su serie, Caniff no podía abandonar el trabajo que ya llevaba adelante con The Gay Thirties y Dickie Dare (le sucedería algo parecido, una década y pico más tarde, cuando abandonó Terry y los piratas en favor de Steve Canyon, pues el férreo contrato con Patterson le impedía tomar notas y hacer bocetos de cualquier otro trabajo). El trabajo de esa primera semana de prueba tuvo que ser extenuante.

Caniff cambió el color del pelo de Dickie Dare y lo convirtió en rubio; cambió también el color del pelo de Dan Flynn, el escritor y aventurero adulto que se había convertido en el acompañante de Dickie, y lo volvió moreno. Y usó dos nombres cargados de resonancias irlandesas: Tommy Tucker y Pat Ryan. A Patterson no le gustó el nombre del chico, ya que coincide con el de una popular nursery rhyme inglesa [1], así que Caniff tuvo que buscar en la guía de teléfonos nombres que empezaran con “T”, envió una lista a Patterson y este aceptó “Terry” y garabateó al lado el título definitivo de la serie: “Y los piratas”.

Con esos parámetros, suficientemente restrictivos y al mismo tiempo suficientemente amplios para que el joven autor pudiera explorar a gusto sus capacidades narrativas, Milton Caniff comenzó a trabajar en lo que sería su serie estrella y una de las tres o cuatro series capitales de la historia de los cómics.

Una vez aprobado el proyecto, las tiras diarias comenzaron su publicación el 22 de octubre de 1934, y las dominicales siete semanas más tarde, el 9 de diciembre del mismo año. Ya hemos visto en el primer número de nuestra colección los primeros años de las tiras diarias, y ahora retrocedemos unos meses en el tiempo para mostrar las dominicales en color, justo hasta donde la continuidad de las entregas van por separado: ya en nuestro tercer volumen, donde enlazan diarias y dominicales, podremos leer la aventura única presentada originalmente los siete días de  la semana, con el aliciente de las Sundays en color.

Se da la paradoja, claro, de que estas primeras páginas dominicales  son lo primero que Caniff dibujó aunque se publicaran después de arrancada la serie. Comparando una versión y otra vemos cómo en estas dominicales el inicio es similar, aunque no se incluye la historia del mapa del tesoro del abuelo de Terry ni, lo más importante, se comienza con el encuentro decisivo con Connie, el intérprete chino y contrapunto humorístico.  Podemos decir que a partir de la primera dominical Caniff crea un palimpsesto en las tiras diarias y rehace y amplía la narración, hasta ir dotándola de suficientes elementos dramáticos para crear la novela-río que sería la serie luego.

No aparecen en estas páginas primeras ni el viejo Pop ni su hija, ni se hace alusión a los amoríos de Pat Ryan con Normandie Drake, ni esperen que Burma asome todavía. Pero a partir de la segunda página Caniff tiene una inspiración gloriosa que marcaría el futuro de la serie y, de hecho, el futuro de los cómics. Porque se revela pronto que los piratas no están dirigidos por un hombre, sino por una mujer (inspirada en Joan Crawford según confesión del autor, aunque su físico recuerde más al de Hedy Lamarr), a la que Pat Ryan bautiza de manera despectiva como “esa Dragon Lady”, nombre fortuito que  poco después será pronunciado por los sicarios de la bella capitana y pasará a ser su nombre de guerra (y se incorporaría al idioma inglés para describir a mujeres fatales y poderosas). Se da la circunstancia de que más adelante sabremos que el nombre verdadero del personaje, Lai Choi San (“Montaña de riqueza”) corresponde a un supuesto personaje real que surcó con una flota de doce juncos piratas los mares de China en la década de los años veinte y treinta del siglo veinte. O así se contó en uno de los libros que sirvieron de inspiración a Caniff, I Sailed With Pirates, de Aleko Lilius… quien no pudo reclamar derechos sobre el nombre porque en teoría su libro no era ficción, sino un ensayo. No se ha podido discernir, de todas formas, si el nombre “Dragon Lady” fue ocurrencia de Caniff o de Patterson.

Malvada, inteligente, decidida, cruel, sin perder jamás su toque femenino y confusa en la tensión sexual de su relación de amor-odio con Pat Ryan, Dragon Lady es el primero de los personajes exóticos, bigger than life de la serie. Su agresividad sexual (hoy podríamos decir que lo suyo es un claro ejemplo de acoso invertido), que confiere un tono adulto a las entregas dominicales de la serie, contrasta con el más ligero aire de estas aventuras primeras si se las compara con el juego melodramático de las tiras diarias. Aquí Terry es más protagonista, más burlón, más activo: se nota que Caniff y Patterson saben que el público lector mayoritario de los diarios de los domingos son los niños, de ahí que Terry se convierta en el ejemplo a seguir, aunque su tono jocoso, sus insultos raciales, sus acciones violentas, tan medidas en las entregas diarias, nos escandalizarían si se publicaran hoy.

Los colores son sencillos, tres principales, porque los sistemas de reproducción de los periódicos donde se publicaba la serie, según Patterson, necesitaban colores simples que se asociaran a la vestimenta de cada personaje para poder identificarlos mejor. Caniff, que conocía bien los procesos de imprenta del momento, pronto fue usando una paleta más completa y redonda.

Lo cierto es que Patterson, iniciada la serie, dejó alas libres al joven autor: Caniff nunca asistió a las reuniones del Capitán con los demás dibujantes de la casa y voló por libre, tejiendo una historia que crecería exponencialmente con el paso de los años y se redondearía cuando entregas diarias y dominicales compartieran una única continuidad.

No se preocupen los lectores: Connie aparece en las dominicales en cuanto Caniff comprende que el personaje es un fan favourite. Y las entradas y salidas de los personajes secundarios no solo están aseguradas, sino que se esperan con fruición. Uno puede imaginar perfectamente el suspense de los lectores de hace ochenta y pico años a la espera del encuentro entre la rubia aventurera y la despiadada pirata china, entre Burma y Dragon Lady…

Permanezcan a la espera.

 

 

[1] Little Tommy Tucker / Sings for his supper.

What shall we give him? / Brown bread and butter.

How shall he cut it  / Without a knife?

How will he be married / Without a wife?

 

¿AVENTURA… O MELODRAMA?

 

 

 

Porque trascienden los géneros, las grandes obras maestras de cualquier campo de la creatividad humana son enormemente difíciles de clasificar. O quizá es que los géneros (y bien lo sabían los griegos) es un artificio inventado para aclarar a los libreros y los clientes de entendederas cortas   qué cosas puede encontrarse al abordar una obra.

Tradicionalmente, hemos considerado que Terry y los piratas es una tira de aventuras. Y, sin dejar de serlo (o siéndolo en ocasiones) no deja de ser en muchos momentos una tira humorística, con un dominio del gag y la sorpresa que ya quisieran muchas tiras de su momento y de ahora. Y, lo veremos conforme avance la serie hacia el conflicto mundial, una historia bélica. Pero siempre, y sobre todo, Terry y los piratas es un melodrama.

Son las pasiones, las pulsiones y las barreras emocionales de los personajes principales (y convengamos que el joven Terry apenas pone su nombre a la serie) las que impulsan las tramas. Milton Caniff declaró a menudo que Cumbres Borrascosas y los amores imposibles entre Heathcliff y Cathy eran la base sobre la que se guiaban las relaciones sentimentales del auténtico protagonista de la tira, el enamoradizo y contradictorio Pat Ryan, cuyo encuentro con las tres mujeres que de momento le han salido al paso (y si tenemos que recordar a estas alturas que son Normandie Drake, Burma y Dragon Lady más vale que dejen ustedes de leer este prólogo y busquen los anteriores números de esta colección de Sin Fronteras) está marcado siempre por el quiero y no puedo, bien por los motivos morales que separan a la reina de los piratas del honrado americano irlandés, por el turbio pasado y las no menos turbias actividades de Burma o por la desgracia que siempre acompaña a la modosita Normandie.

El melodrama (eso que en nuestros tiempos desembocó en el culebrón) vive de estirar una situación que jamás se resuelve a gusto de todos. Es signo de la maestría de los autores que quienes siguen las peripecias amatorias de los personajes vivan con el alma en vilo y acepten de buen grado lo que les ocurra. No importa que el viaje no tenga fin, sino al contrario. Cuando la narración está bien hecha, cuando los encuentros y desencuentros, amores y desamores están suficientemente razonados, el melodrama se convierte (y bien que lo supo Stan Lee muchos años más tarde) en parte indispensable de la parte más aventurera o más humorística que componen las otras patas sobre las que se apoya la historia.

En este libro, por fin, las páginas dominicales y las tiras diarias se convierten en una sola aventura que se concatena durante los siete días de la semana. Con la salvedad, como ya sabemos, de que las páginas dominicales se realizan con muchas semanas de antelación y luego son las tiras diarias las que sirven para encadenar los huecos. Un nuevo signo de maestría y de juegos malabares: la serie puede entenderse leyendo solo las páginas dominicales (y así se ha publicado en ocasiones), o solo siguiendo las tiras diarias. Pero como más se goza es siguiendo los meandros de las tramas sucesivas de lunes a domingo, y recibiendo cada seis tiras el regalo de la dominical en color.

Caniff, por tanto, sabe adónde va cuando realiza cuatro o cinco páginas dominicales. Y sabe qué tiene que hacer para que, entre semana, la serie desemboque en el domingo. Evita con una maestría que luego las condiciones del mercado y las imposiciones de los periódicos acabaron por torpedear al repetir ad nauseam lo que sucede. Sí, él sabe que cada entrega es una isla flotante donde el lector que se la encuentra al paso no tiene por qué saber qué ha pasado anteriormente… pero necesita despertar la curiosidad del cliente para que compre de nuevo el periódico al día siguiente. Todos contentos.

Las dominicales sirven como resumen, como también como resumen, en cartucho, se recuerda cada lunes lo que ha pasado y en qué situación mental o física se encuentran los personajes. El sistema, que se nos antoja extraño, nos ofrece perlas de narración: los momentos de acción sin diálogos, los gags que no te esperas en el desarrollo diario o en el momento dominical. Y, siempre, al rellenar los huecos de la historia, la trama se engrandece y los personajes se vuelven más humanos, más diabólicos, más tridimensionales.

Terry, Connie y Pat, lo sabe Caniff y lo disfrutamos nosotros, obedecen a arquetipos que, por sí mismos, quizá no llegaran mucho más lejos que la consabida terna de personajes de tebeo intercambiables. Pero los acompaña siempre un reparto de personajes secundarios inigualables: solo Frank Robbins, en su Johnny Hazard, sería capaz de crear esos otros personajes más grandes que la vida y más hermosas que la vida que alegrarían las aventuras de su errabundo piloto; pero los personajes de Robbins (y simplifico mucho) tienen en ocasiones a la desmesura y el grand guignol, mientras que los de Caniff son el melodrama en estado puro.

Estamos en una época muy lejana en el tiempo, pero sorprende que Caniff, joven aún, casi novato, comprenda de tal manera los resortes del ama humana y sea capaz de mostrar unas tramas tan adultas, contando sin contar, o mostrando sin mostrar. Hay varias capas de lectura en Terry y los piratas, la más simple, la que hoy nos chirría un tanto, es el componente racial propio de su momento, detalle que se irá suavizando con los años (o, al menos, lo hará para la etnia china en detrimento de los japoneses y sus aliados, alguno de ellos blanco y americano, perdón por el spoiler). Pero el amor de Pat y sus sucesivas enamoradas dista de ser un amor adolescente y romántico y sensiblero: es un amor claramente adulto. Lo que hoy llamamos “tensión sexual no resuelta” es el motor de sus encuentros con Burma o Dragon Lady, damas de dura personalidad que sin duda sienten hacia el apuesto americano los mismos deseos que él. Es bellamente sintomática la escena en el junco, cuando Dragon Lady recita a Romeo y Julieta ante un Pat Ryan que se ha quedado dormido y abre por primera vez su corazón a los lectores… para cerrarlo de nuevo inmediatamente.

El tono adulto y sexual de las historias se acentúa con la presentación de uno de los dos personajes odiosos que aparecen en esta entrega: el dictador Papá Pyzon (y no olvidemos que su apellido se pronuncia como se pronuncia “pitón” en inglés), un sátrapa seboso y cruel que odia a las mujeres y que, entre líneas, se nos revela como homosexual: de ahí el juego escénico donde Caniff remeda a la Lisístrata clásica, invirtiendo la burla de la huelga sexual de las mujeres de Atenas y proponiendo un harén de bellas concubinas para los aguerridos bandidos de las montañas.

Pero el gran personaje es el que más se parece a la realidad, el que no necesita de exagerados tics ni de discursos grandilocuentes en tercera persona para provocar la aversión inmediata de los lectores: Tony Sandhurst, el insufrible hijo de papá, despectivo, inútil y vengativo… y además esposo de la siempre desvalida e indecisa (¿o no?) Normandie Drake. Sandhurst (cuyo físico remite al del actor Charles Laughton, quien a decir de Caniff se sintió encantado por el guiño) es un villano sin escrúpulos precisamente porque su único superpoder es el dinero. Es necio, débil, cobarde, contradictorio, lleno de matices en su desdén hacia cuantos lo rodean. Qué pudo ver en él la simple Normandie (o su tío, el dickensiano millonario bueno, Drake) es uno de los misterios que aceptamos. Sandhurst es el jefe que siempre quiere llevar la razón aunque no la tenga, el inútil puesto a dedo, el hombre cuya crueldad lo hace engañarse haciéndole creer que es superior a los demás aunque sepa, en el fondo, que es un pobre diablo.

El melodrama está servido. La venganza de Sandhurst, en ese largo juicio tan melodramático como inaudito en las páginas de un tebeo (ya hemos dicho en ocasiones que Terry parece en ocasiones un drama radiofónico) con el que pretende vengarse de Pat Ryan, simplemente porque Pat le ha salvado la vida, desemboca en la presentación de un nuevo personaje, el gigantesco y mudo Big Stoop (nombre que no hemos traducido, pero sirva saber que “stoop” significa “agachado” o “encorvado” pero quizás sea apócope de “estúpido”), cuya simpleza actoral se verá en el futuro redondeada cuando Caniff nos revele los traumas de su pasado.

Sin spoilear de nuevo antes de tiempo, y hasta la revelación que tendrá lugar más adelante en este libro… fíjense en cómo Caniff dibuja a Normandie Drake siempre cubierta por un abrigo.

 

DOS MUJERES Y UN DESTINO

 

Milton Caniff no sabía nada de China, pero China y su serie estaban destinados a encontrarse.

Reconocería el autor que se movía en el tópico, de oídas, recurriendo a conceptos trillados y concepciones simplistas que pronto se le quedaron cortas, dado el scope que iba adquiriendo el desarrollo de su serie y la evolución de sus personajes. Pronto, sin embargo, consultando libros y recibiendo consejos de los muchos lectores que conocían el escenario de Terry y los piratas, Caniff abrazaría, siempre dentro de los cánones del melodrama y la aventura, una visión más realista del gran país asiático. La historia donde tanto el autor como sus personajes vivían vino a echarle un mano. Eso que salió ganando la historieta.

Hasta ahora hemos aprendido a reírnos con Connie, a admirar (y a veces no comprender) la tozuda valentía del romántico Pat Ryan, a rechazar las maquinaciones de un personaje tan repulsivo como Tony Sandhurst y a extrañarnos un poco de que el personaje titular de la serie fuera un secundario más dentro de las historias. Hemos sido testigos de un desfile de personajes fabulosos, sobre todo entre los villanos, y de situaciones de alto nivel melodramático y grandes gags humorísticos, cuando se ha terciado.

Y, quitando la aparición de Dale Scott, de fugaz recuerdo, y de la un tanto insulsa Normandie Drake, la serie ha destacado por la introducción de dos personajes femeninos que harían historia en el medio: la rubia aventurera Burma (“Birmania”, no lo olvidemos) en las tiras diarias y la cruel y contradictoria mujer pirata china Dragon Lady en las entregas dominicales a color.

Milton Caniff está creando un teatrillo de personajes y los mueve a su antojo, haciendo que entren y salgan de sus historias según le convenga. Era solo cuestión de tiempo que la rubia basada en Jean Harlow/Marlene Dietrich y la morena basada en Hedy Lamarr/Joan Crawford se encontraran. Y el encuentro entra ambas produce chispas.

Caniff juega con el factor sorpresa en todo momento y nunca nos hace imaginar qué derroteros van a tomar sus tramas. La aparición de Dragon Lady (y eso que ya lo sabe el lector, porque antes del spoiler de este texto ya ha visto nuestra portada) deja boquiabierto. Su relación con Burma, sus enfrentamientos y su yo diría que tensión homosexual no resuelta, y estamos todavía a finales de los años treinta del siglo veinte, no lo olvidemos, llenan la serie de unos matices y una carga como muy pocas veces  se ha visto en la historieta.

Los lectores contemporáneos (o no tan contemporáneos ya, ay) conocemos la dicotomía Gwen Stacy/Mary Jane Watson, como antes se conoció la de Betty y Verónica, o la de Lois Lane y Lana Lang. Milton Caniff, adelantado a todos ellos,  se complace y nos complace en mostrar a dos mujeres fuertes y sin complejos que eclipsan con su mera presencia y sus actitudes vitales a los demás personajes de la serie.

¿Había que elegir entre una y otra?  Quizás es Burma el gran personaje de la dos, en tanto se nos sugiere que es una chica del sur de Estados Unidos, bonita más allá de lo imaginable, rebelde y golpeada por la vida. Una sinvergüenza de buen corazón que ha tenido un puñado de malos tropiezos y que es perseguida por su pasado y por la policía. La presencia de Burma llena de erotismo la serie desde su inicio, acompañada del Blues de St. Louis que anuncia su presencia. No es extraño que Caniff no muestre su profundo erotismo en escenas que en su época tuvieron que ser muy subidas de tono: ahí la tienen ustedes desnuda debajo de las sábanas, duchándose ante la mirada prohibida de los muchachos, haciéndose pasar brevemente por mosquita muerta ante el rico papá  millonetis (¡y qué bien le sientan el moño y las gafas!), o marcándose un baile sensual con un joven Terry que se adentra ya en la adolescencia y que, confuso, cae rendido a los pies de la bella, que tarda algún tiempo en darse cuenta de su error. La escena del baile de ambos, y el pisotón torpe de Terry, es la más divertida alusión a un gatillazo en una iniciación sexual que se haya visto en la historia de los cómics.

Dragon Lady, por su parte, es más salvaje, más contradictoria. Como Burma, su rival occidental, está enamorada de Pat Ryan, pero solo lo reconoce en contadas ocasiones, porque su “villanía” es un muro que se interpone en su condición de mujer. La mala suerte impide que Burma sea feliz, pero es su propia capacidad de liderazgo lo que hará siempre de Dragon Lady una mujer marcada, una mujer perseguida. La manera en que Caniff la rescata de la muerte aparente de meses atrás, su relación aparentemente inocua con Terry y el resto del grupo, sus fidelidades y sus traiciones la convierten en un personaje rico en matices, la mala que a veces quiere ser buena, la buena que siempre en el fondo es mala.    Caniff la admira. Nos hace admirar su capacidad de decisión y temer su crueldad. Llena de un magnetismo sexual salvaje pero autocontenido, es un prodigio de la preparación de la serie cómo el profundo escote que luce la mujer pirata en las dominicales (preparadas con varias semanas de antelación, como ya sabemos) tiene su justificación en el sable con que la tortura el malvado Klang. En estas páginas nos presenta quizá su momento más brillante en toda la serie, la arenga que hace a los guerrilleros de un derrocado Klang en defensa de China, una semana de monólogo que se remata en la página dominical donde las palabras, la gestualidad, la enorme sensualidad de la gata asiática dicen que está inspirada en los discursos de Dolores Ibarruri, “Pasionaria”, arengando a los milicianos durante la Guerra Civil Española contemporánea de esta historia.

Porque es la guerra lo que asoma ya en el horizonte. Una guerra que ha empezado con la invasión japonesa en 1937 y que Caniff, forzado por las circunstancias y la no intervención de su país, deja todavía en segundo plano. Es divertido leer que las fuerzas niponas son solamente identificadas aún como “el invasor” y, en un momento, como “los imperiales”. Pero ya nos va mostrando el autor los horrores de la guerra, el predicamento de los refugiados, la larga lista de piratas y sinvergüenzas que se aprovechan de la desgracia ajena para obtener beneficios. Es un detalle de maestría que la propia Dragon Lady, cuando los demás personajes se extrañan o congratulan de su arenga nacionalista, se excuse diciendo que los  japoneses (perdón, los “invasores”) acabarán con ella si lanzan  a su ejército o su policía contra sus actividades, y que de esta forma podrá seguir lucrándose con el oficio que mejor sabe hacer, la piratería. Siempre nos queda la duda de en qué momento está mintiendo.

La reunión de los personajes dispersos en buena parte de este libro nos presenta a una repelente niñita, sin nombre durante muchas semanas, hasta que descubrimos que es hija de un rico magnate británico, el típico millonario dickensiano en la onda de Chauncey Drake, el tío de Normandie. La niña, cuyo larguísimo nombre es  Nastalthia Vincenta Smythe-Heatherstone,  apodada “Nasty” por la deslenguada Burma, y que nosotros hemos traducido, porque lo es, como “Chinche”. La niña en cuestión rivaliza y hasta supera al canalla de Tony Sandhurst, para convertirse con el paso de los años en el personaje más repugnante y odioso de toda la serie.

Terry crece y en este libro adquiere durante muchas semanas el protagonismo central que le corresponde. Y los problemas crecen también. La realidad parte al encuentro con la ficción. La guerra sino-japonesa acabará por envolver a todo este teatro de tinta.

SU NOMBRE ES CANIFF

 

“Me llamo John Ford y hago películas del oeste”. La respuesta a los intentos de censura y exclusión a Joseph Leo Mankiewicz por parte del común colega Cecyl B. De Mille se ha convertido en una de las boutades más célebres de la historia del cine, ya que, fuera socarronería o falsa modestia, el autor de Centauros del desierto o El hombre tranquilo era mucho más que eso, un poeta de la imagen, un narrador de raza.

“Me llamo Milton Caniff y mi oficio es vender periódicos”. Una boutade no menos admirable que podemos aplicar a nuestro medio, en tanto el autor de Terry y los piratas, Male Call o Steve Canyon era, y sigue siendo, uno de los puntales imprescindibles de la historieta, un explorador, un innovador, un gigante que puso los cimientos de mucho de lo que vendría luego. La importancia de Milton Caniff, desde los años treinta del siglo pasado hasta nuestros días, es capital. A su estela se han edificado leyendas en todo el mundo. No se trata de que sea (que lo es) un grandísimo dibujante, no se trata de que sea (que lo es) uno de los mejores narradores que han dado los cómics: es que su impronta, la calidad de su trabajo, la perspectiva única con la que enfoca sus historias son una luminaria que está siempre ahí, y cuyo legado podemos ver en centenares de títulos que vendrían después, tanto en el estilo de claroscuro impresionista que le es característico, como en la forma en que presenta y desarrolla a sus personajes, esa mezcla perfecta de culebrón melodramático y estilizada aventura de acción, cómo rompe las reglas de continuo, o las respeta pero añadiendo una perspectiva única a su juego escénico, haciendo malabarismos imposibles entre la comedia y la tragedia, entre los momentos culminantes de cada historia, que podríamos centrar en las planchas dominicales a color, y la profundidad de los personajes y el redondeo de la trama que son la marca imborrable de las seis entregas en blanco un negro cada semana.

Sí, ciertamente: el talento de Milton Caniff juega con el presente eterno que supone la entrega diaria o dominical de sus historias, sabiendo que el periódico de hoy ya está vendido y que debe picar la curiosidad del lector para que regrese al día o la semana siguiente. Y Caniff lo hace con tanta habilidad, con tanto dominio de un género que él mismo está iniciando y explorando, que nos parece todavía arte de magia. Puede que haya, sin duda, dibujantes mejores que él (aunque tampoco encontremos demasiados), pero se cuentan con los dedos de una mano, y sobran, los que han sido o son capaces de crear universos con su pincel y evocar a otros autores venideros a seguir sus pasos. Ahí radica la enorme maestría de este hombre zurdo que se entregó tanto a este título y a contar, a su manera, el reflejo del tiempo en que vivía, que es referente en cualquier película o serie televisiva que se ha hecho luego. Por citar un par de ejemplos que me vienen a la cabeza mientras escribo: el término “Dragon Lady” ha pasado al lenguaje cotidiano inglés (y como “Dragon Lady” se referían a la extraterrestre Diana en aquella serie, “V”); el simpar Connie está en la base de los contrapuntos humorísticos orientales que el mundo han sido, por mucho que haya llovido y por desfasado y poco políticamente correcto que pueda parecernos hoy en día: el caso más cercano a nosotros es, quizás, el sidekick de Indiana Jones, Tapón, cuya peculiar forma de hablar tanto me ayuda a la hora de traducir la divertida jerga con la que nuestro George Webster Confucio se expresa (¡y que en este libro exclama un par de veces el célebre “Oki Doki”!); también una larga aventura de artes marciales en Shang Chi Master of Kung Fu acabó siendo dedicada a Milton Caniff (uno de sus más brillantes alumnos, John Romita padre, ya había homenajeado al maestro en aquella aventura en que Flash Thompson se perdía en Vietnam y conocía a un gigantesco chino calvo y mudo, un guiño claro a Big Stoop); una serie un tanto olvidada, al socaire del éxito de Indiana Jones, Los cuentos del mono de oro, no dudaba en fusilar personajes y escenas de Terry y los piratas; y para terminar, y por quedarnos cerquita, no me digan ustedes que ese personaje tan enormemente divertido, Slugger “Guantazos” Dunn, no inspira al entrañable Rascal de Torpedo 1936.

En este libro, Milton Caniff sigue marcando el endiablado ritmo que ha aprendido a desarrollar en su novela-río, permitiéndose apartarse de la trama aventurera y zambullirse en elementos costumbristas o claramente humorísticos cuando se le antoja. Del clímax en la isla y el enfrentamiento entre Burma y la enloquecida y frustrada Drusilla Crail pasamos a uno de los momentos más desopilantes que hemos visto hasta el momento, las riquezas de Connie y Big Stoop, que nos sirven para presentar a otro de los villanos de la serie, el barón de Plexus y, de ahí, a la introducción de April Kane, una preadolescente que recuerda un tanto a una infantil Judy Garland y que, como dama sureña, casi podría ser el equivalente ingenuo de Escarlata O´Hara.

Los vericuetos de la trama nos llevan a los brazos y los ojos de Sanjak, un personaje perturbador y enormemente adelantado a su tiempo, hasta el punto de que cuesta trabajo imaginar que Caniff pudiera introducirlo en sus tramas (lo que indica que hubo otros tiempos donde los autores gozaron de mayor libertad creativa o el status del autor era tan grande que nadie osaba toserle… todavía). Porque Sanjak se revela (y perdonen el spoiler, pero los prólogos son esa parte de texto que se lee DESPUÉS del libro) como una malvada transformista, inequívocamente lesbiana… aunque su físico sin disfraz más nos parezca indicar que se trata de un varón travestido (quizá así lo fuera de origen y en efecto presiones de los mandamases obligaron a Caniff a cambiar su sexo sobre la marcha). No importa, en cualquier caso: la aparición de Sanjak es una sorpresa para todos y el primer momento en que los cómics reconocen la existencia de otras opciones sexuales (aunque, signo de los tiempos, Sanjak sea una villana). Su relación con la sumisa April Kane (y, antes, con la chica del cabaret que quiere ser actriz en Hollywood) nos remite a matices e implicaciones donde Caniff, una vez más, se revela un maestro de maestros.

De la tragedia, de nuevo a la comedia: un apurado Terry se encuentra con un inesperado rival que, sin embargo, nos cae bien (tiempo tendremos de ver en el futuro cómo evoluciona Deeth Crispin III, esa especie de Harry Osborn de los años treinta), y la desesperación del inexperto Terry porque no sabe bailar tienen un giro sorpresivo cuando encuentra a la maestra más hermosa e insospechada de todas.

El interludio en Hong Kong es el preludio a la guerra que acecha más allá de los convencionalismos internacionales. Klang ha vuelto, y con él, la crueldad de los tiempos.

¿Y se pregunta aún alguien por qué Caniff es tan grande?

 

LA SUERTE DE LA FEA

 

Uno se queda algo perplejo cuando ve la edad que tiene esta serie, y cómo se tratan en ella asuntos que la historieta ha tratado muy pocas veces… y que hoy no se podrían tratar, ni en el cómic, ni en el cine, ni posiblemente tampoco en la literatura.

Milton Caniff ya había irritado a las mentes bien pensantes con las viñetas con las que terminó nuestro libro anterior y con cómo continúa haciéndolo en las primeras páginas de este libro: la tortura a Dragon Lady por parte de Kang, primero, y las vejaciones a las que somete a nuestros héroes más tarde hicieron que llovieran las protestas (por carta, que era lo que se estilaba entonces), a las que, siempre dentro del respeto, Caniff respondía… Pero siguió en sus trece.

No tengo muy claro que, entonces, o al menos por parte de Caniff, se considerara que el medio, y en concreto Terry y los piratas, fuese un cómic infantil. Ciertamente, violencia aparte, en esta serie se tratan temas que poco de infantil tienen: las relaciones amoroso-sexuales entre los personajes son lo más destacado. Caniff no necesita (no habría podido en todo caso) recurrir a desnudos ni a situaciones descaradas para explorar la guerra entre sexos y el quiero-y-no-puedo entre el apuesto Pat Ryan y cuanta femme fatal o femme leal se le aparezcan en el camino. Caniff juega con la ironía, con lo imposible, con lo complejo de las relaciones humanas en el teatro que ha establecido para sus personajes, y siempre sale airoso, y nos deja a los lectores con ganas de más y, lo repito, sorprendido de que se pudiera contar todo eso, y se pudiera contar así, en la frontera entre los años treinta y cuarenta.

Ya vimos a Terry beber los vientos brevemente por la hermosa Burma, con alegoría de gatillazo incluida, y ahora Caniff devuelve a Pat Ryan el protagonismo de la tira y, convertido en macho alfa, se encuentra ante una difícil situación que nos provoca la sonrisa. Cazador cazado, uno no puede sino disfrutar de la incomodidad del apuesto Pat, el Clark Gable sin bigote de esta historia, cuando sufre los avances entre ingenuos y descarados de esa Escarlata O’Hara adolescente que es April Kane. Que el fornido gañán no sepa reaccionar ante el desparpajo de la menor, y que la historia se complique cuando ambos tengan que hacerse pasar por matrimonio para salvar el pellejo añade picante a una historia que sorprende por su originalidad y que, insisto por tercera vez, hoy no se podría contar ni en sueños. Caniff reconoce en su juego la influencia de la exitosa película Sucedió una noche de Frank Capra (protagonizada, por cierto, por Clark Gable), y Pat remeda el truco para separar la habitación en dos que ya había hecho el actor gaditano (de Cádiz, Ohio) en esa película señera. También hay una alusión muy divertida a Orson Welles y el truco radiofónico de su emisión de La guerra de los mundos.

Pero el gran personaje (otro más,  y van…) de este libro es la introducción de Raven Sherman, la desinteresada millonaria que dedica su esfuerzo y su dinero a ayudar primero a los niños afectados por la guerra y, luego, a meterse en un lío importante por salvar a un líder de la resistencia china de presidio. Raven es dura, cínica, inflexible. No es una mujer atractiva y Caniff se encarga bien de recalcar eso: en contraposición a Dragon Lady, Burma, April Kane o Normandie Drake, remite a la dureza de las pioneras. Esa desabrida y sería antipática de no ser porque es capaz de poner en su sitio a Pat Ryan y enfrentarse a la obnubilada adolescente que es April por el equívoco de los favores del mocetón irlandés.

Sorprende mucho, la llegada de Raven Sherman a la serie. Porque no se parece a ninguno de los personajes, masculinos o femeninos, que han aparecido antes. Porque encarna al dinero (es curioso cómo, a la estela de Dickens, Caniff insiste una y otra vez en que los ricos buenos son quienes pueden solucionar la papeleta a nuestros vagabundos protagonistas, que viven siempre a la que salta), y el dinero en este caso es la metáfora de los lectores, del ciudadano norteamericano que no se implica todavía en una guerra que ve ajena y lejana, aunque faltan apenas dos años para que la guerra llame a su puerta en una bahía de Hawaii.

Me recuerda, Raven Sherman, a la fea más guapa de Hollywood, a esa actriz que tanto fascinó a Howard Hawks y a quien el discípulo aventajado de Milton Caniff, Frank Robbins, homenajearía tantas veces en sus personajes femeninos propios. Me refiero, naturalmente, a Katharine Hepburn. Un personaje, Raven Sherman, que ahora que los servicios de voluntariados, cuerpos de paz, médicos sin fronteras y ONGs de todo tipo convierten en absolutamente moderno y contemporáneo.

… y hasta aquí puedo escribir sobre ella.

 

POR EL VALLE DE LAS SOMBRAS

 

Si la serie Terry y los piratas pudiera ser definida con una sola palabra esa sería sofisticación. La manera en que Milton Caniff aborda su creación no tiene ningún parecido con los cómics de su momento, ni siquiera con el otro título sofisticado de entonces y de siempre, Príncipe Valiente de Harold Foster, con quien tiene puntos en contacto: no es extraño que ambos creadores cultivaran la buena amistad y la común admiración que sus distintos quehaceres les permitían.

Terry es una serie que, dentro de los parámetros que Caniff ya ha definido (parámetros que, de todas formas, van a cambiar radicalmente en cuanto Estados Unidos entre en la guerra que ya asola Europa y el mismo continente chino donde nuestros personajes corren sus aventuras), responde a la libertad creativa de su autor. No es un tebeo más. Creo que ni siquiera está, en la mente de Caniff, planteada como una historieta, sino como una gran novela ilustrada donde, sí, en ocasiones juega con los convencionalismos de los cómics, a veces usa el humor, se basa siempre en el melodrama… pero no se parece a nada que se hiciera en aquellos momentos. Y sigue sin parecerse a nada de lo que se ha hecho después. Terry y los piratas es fundamentalmente un cómic de autor donde los personajes entran y salen, sufren y gozan, ríen y lloran y a veces… mueren.

Todo melodrama necesita un revulsivo. Las historias de amor infelices, las traiciones, las heridas, los secuestros, los desengaños, bordean siempre el valle de las sombras de la muerte. Hasta ahora, en la historieta, la muerte ha sido algo que sucede a los villanos, o a algún personaje secundario sin demasiada importancia ni peso. Pero Caniff sabía, y así lo confesó, que necesitaba un revulsivo para que la aventura no fuera siempre un estirado culebrón de finales interrumpidos. Uno de sus personajes tenía que morir en aras del realismo que se iba imponiendo en la narración.

No sé si Caniff sabía la que se le venía encima. Al menos un personaje más o menos importante, Ilene, había muerto ya en Príncipe Valiente unos cuantos años antes. Uno no puede sino imaginar qué revuelo habría causado en todo el país si hubiera muerto uno de los personajes principales.

La secuencia de la muerte es antológica, extendida de las tiras diarias a la dominical en un virtuosismo técnico insuperable: la persecución de los camiones, las dos mujeres indefensas, el villano, el disparo desde lejos de Dude Hennick… Y los momentos de silencio que preceden a la muerte, la larga caminata por el pedregoso valle. La necesidad de que lo que sucede en las tiras se resuma y complemente en la dominical en color juega aquí a favor de alargar la agonía del personaje.

Lo que vino luego fue ya una bomba. “Asesino”, llamó a Caniff el ascensorista del edificio del News el lunes siguiente. Y durante dos días las cartas de los lectores solo publicaron cartas de protesta. Unas cuantas muestras: “No veo cómo ha tenido valor para eliminar a la criatura más fascinante que he conocido jamás”; “Le retamos a que venga a nuestro barrio”; “Lo que le pasó (a ***) tendría que pasarte a ti, capullo”.

El impacto fue tan grande que unos cuatrocientos cincuenta estudiantes de la Universidad Loyola de Chicago guardaron un minuto de silencio mirando al este. Un periódico que no publicaba la serie, en Pennsylvania, comunicó la muerte como si fuera una noticia. “Aún recibo cartas con reborde negro cada octubre”, recordaría Caniff.

No puede asegurarse que, además de llamar la atención sobre la serie, prueba superada y con creces, Caniff no pretendiera convencer a sus compatriotas de la necesidad de intervención en el conflicto de Oriente entre China y “el invasor”. Los lamentos y amenazas provocados por la muerte del personaje, un par de meses más tarde, habrían provocado otro tipo de furor, y no habría ido dirigido al autor, sino al enemigo al que ya por fin se podría poner nombre.

La poesía inherente a esta muerte (y reconózcanme ustedes el mérito de no haber mencionado al personaje para no hacer spoilers) es indicio de que la vida, incluso en la ficción, es de verdad. Que la gente muere incluso en los melodramas. Que la guerra que Terry y sus amigos evitan y se zambullen (y ahí tienen ustedes la poco velada denuncia del nazismo en la figura de Kiel, clarísimamente el amante de una semiesclavizada Burma, y los mensajes aún más claros en defensa de la libertad y el deseo de sacudir la conciencia ausente americana de otro alemán, el coronel Wolff) acabará por envolverlos a todos.

Y, con la guerra, en efecto, llegaría el fin de la inocencia.

 

EL MUNDO EN GUERRA

 

Como a tantos otros millones de norteamericanos, Pearl Harbor y sus consecuencias pillaron a Milton Caniff por sorpresa. Apenas unos meses antes, el capitán Patterson lo había llamado a capilla: conservador, republicano acérrimo y contrario a cualquier tipo de intervención en el conflicto que ya asolaba medio mundo, el jefe del syndicate le dejó claro al autor de Terry y los piratas que se dejara de hacer cómic político y no insistiera tanto con la presencia de los “invasores” en sus historias. En vano pudo argumenta Caniff que, si sus personajes estaban corriendo aventuras en China, una guerra de invasión era lo que allí estaban sufriendo.

La orden de no incitar a la intervención, y que Caniff parece seguir en las primeras páginas de este volumen, se vino al traste después de aquel 7 de diciembre de 1941. Naturalmente, Patterson no se retractaría jamás de su error, aunque, patriota al fin y al cabo, su punto de vista sobre la invasión japonesa de China y el nuevo enemigo de Estados Unidos viniera a coincidir con la de Caniff.

Y es que, aunque quizá la amenaza de la guerra se esperaba, se temía o se deseaba a partes iguales, cuando finalmente estalla, coge a todo el mundo con el paso cambiado. A Milton Caniff más que nadie. El autor se ufanaba de haber estudiado y ser experto en China desde que, casi sin tener ni idea, se embarcó en la aventura de contar las aventuras de un muchacho en ese escenario. Pero el domingo en que los japoneses bombardean y destruyen la flota americana en el Pacífico sus personajes están pensando en la Navidad que se acerca. Ese mismo día de Navidad de 1941 las tropas de Hiro Hito (Tojo, como se le llama despectivamente en este cómic) ocupan Hong Kong, el lugar donde nuestros personajes están envueltos en una aventura relacionada tangencialmente con la guerra, donde un personajillo que parece el reverso tenebroso de Mickey Rooney, llamado Sammy the Tapper (por “tap dancing”, baile de claqué), está haciendo chantaje a la bella April Kane siguiendo las órdenes de un jefe en la sombra a quien no cuesta mucho trabajo identificar, aunque Caniff de momento no lo haga.

Caniff se encuentra con el problema de que lleva diez semanas de adelanto respecto a los hechos reales… lo que se traduce en diez semanas de retraso con respecto a lo que sucede en el escenario bélico. La aventura del chantaje queda más o menos interrumpida, en un alarde de inspiración separa a April de Terry y Pat Ryan y, a renglón seguido, hace desaparecer a Terry de la escena, dejando a Pat de nuevo como centro de la acción. A Pat, a su amorcito del alma Normandie Drake… y a la hija de esta, la simpática Merrily.

La huida de Hong Kong (ahora llamada simplemente “la ciudad”) y el altruista sacrificio del enamorado Pat, y la reaparición del esposo de Normandie, el repulsivo Tony Sandhurst, envuelve la huida al interior de un sentido del melodrama insuperable que, quizás (solo quizás) Caniff no pudo o no le dejaron redondear. Lean ustedes entre líneas y lean bien: la introducción de la pequeña Merrily (basada en Merry Lee,  la hija del rotulista de la serie, Frank Engli… aunque la niña ya tenía otro nombre, Antoinette), cuando Pat Ryan la salva de ser atropellada por un tanque, lleva inmediatamente al tanquista a creer que Pat es el padre de la niña… Circunstancia equívoca (¿o no?) que se repite  varias veces: cuando Pat y Normandie se miran con la niña delante y luego miran a Merrily, cuando Dragon Lady encuentra al trío y no puede reprimir una carcajada, cuando Terry ve a la niña (y dice que le suena familiar)… ¿Estaba Caniff jugando precisamente a que lo que los personajes niegan y él mismo no aclara es el trasfondo de la relación pseudo-familiar entre los tres? ¿Quién lo sabe? Maestro del subplot y la insinuación, visto desde ahora, donde no habría cortapisas para contar una situación tan adulta (y más o menos adúltera) en un titulo ya de por sí tan adulto como Terry y los piratas, desde luego lo parece. Recordemos de volúmenes anteriores cómo el embarazo de Normandie siempre queda oculto por el abrigo que lleva… y que la desaparición de Sandhurst y su supuesta parálisis casi nos están dando a entender que no ha habido relación conyugal entre los desposados. Ahí queda. Entienda el lector lo que el lector quiera.

La guerra, en todo caso, envuelve la ficción y Caniff, separados sus personajes, recuperada Dragon Lady, alejado Terry del foco principal, lo volvemos a encontrar en un campamento de bombarderos donde introduce a la enfermera Taffy Tucker, en una aventura de hiato donde se nota, quizá demasiado, el efecto propagandístico: la reivindicación del cuerpo de enfermeras tan necesario en la guerra, la necesidad de ampliarlo, la llamada a la cooperación con dinero para la causa… Este efecto patriótico tuvo que ser un mazazo en la época. Y, en seguida, mientras Terry se pone de una herida de metralla japonesa (ya los japoneses son nombrados como tales, no como el “invasor”) y deshoja la margarita de qué hacer con su futuro en esta guerra para la que aún no tiene, por la mínima, la edad necesaria, Caniff presenta a un nuevo piloto, Flip Corkin, basado en un antiguo conocido y piloto, Phil Cochran, quien de asesorar al dibujante en materia de aviones pasó a convertirse en el personaje más popular de la serie en estos años de guerra.

La fascinación por la aviación asoma ya en estas páginas. Y Terry, reclutado como espía (“agente 000”, nada menos), secuestrado por una émula de Dragon Lady, la amoral Rouge, deja pasar el tiempo mientras deshoja la margarita de su reclutamiento. Maestro del tempo narrativo, Milton Caniff deja pasar los meses para poder tener a su protagonista a punto para el destino en el aire que ya lo acompañaría siempre.

 

EL LARGO CAMINO A TOKIO

 

            “Señor presidente de la Cámara. Hace ya tiempo que soy aficionado a las llamadas tiras de cómics de nuestros periódicos diarios y dominicales. He seguido las carreras de los personajes, como el Tío Walt y Skeezix, Little Orphan Annie, el sargento Stony Craig y otros desde hace muchos, muchos años. Entre estos personajes, los más emocionantes de todos son Terry  y Phil Corkin. Ayer, domingo 17 de octubre, Milton Caniff, el artista, presentó uno de los más bellos y nobles sentimientos en la charla que hizo que el coronel Flip Corkin le diera al recién nombrado joven aviador, Terry. Merece la inmortalidad y para que no se pierda por completo la presento, deseando tan solo que la espléndida página en color pueda ser también reproducida aquí”.

Era el lunes 18 de octubre de 1943. Las palabras pertenecen a la alocución que el congresista por California Carl Hinshaw dirigió a sus colegas en la sesión del Congreso de los Estados Unidos, mientras tenía en las manos la página dominical de Terry y los piratas publicada el día antes. Procedió a leerla y, con su gesto, consiguió que el discurso de Flip Corkin y su mensaje quedara guardado para la posteridad en las Actas del Congreso y los archivos nacionales.

El esfuerzo de la guerra reconoció el valor de una página de historieta, y del mensaje que Milton Caniff dirigía, por medio del sermón a Terry, tanto a los soldados que combatían en los diversos frentes, como al pueblo que esperaba en casa noticias de la guerra. No es una arenga al uso: no se hace mención al enemigo, lo cual ennoblece aún más su contenido. Corkin esboza el pasado de la aviación, su historia y sus logros, reconoce el legado de generaciones que han hecho posible las máquinas que pilotarán Terry y sus compañeros, y ensalza la labor de equipo de todos cuanto participan en la guerra: los mecánicos, los ingenieros, incluso se permite dar un pescozón a la burocracia militar, para terminar con el recuerdo a todos los que han caído o faltan de sus casas en el sur del Pacífico, Alaska, África o Asia. Terry aprende, y nosotros con él, que tiene que continuar con ese legado. Y el final de la prodigiosa página (Caniff no es solo un maestro con las palabras: también sobresale en los silencios), lo muestra reflexivo, solitario, abrumado por la responsabilidad de ese legado y del camino que lo devolverá a casa cuando hayan pasado por Tokio.

La serie ha cambiado ya para siempre. No se parece en nada a lo que fuera en su principio, aquellas aventuras ingenuas de un chiquillo en busca de un tesoro y su mentor. No es hasta ahora que recordamos que, en efecto, Pat Ryan iba vestido de marino y que no era un disfraz como el que usaría décadas más tarde Tony Curtis en Con faldas y a lo loco: en la separación de los personajes, reencontramos a Pat trabajando para la inteligencia de la Armada, barbudo y marinero, mientras que Connie y Big Stoop son soldados a sus órdenes (y parece, por cierto, que Big Stoop es el único personaje de la serie que mata).

Caniff se ha encariñado con su nuevo personaje, el mayor (luego teniente coronel) Flip Corkin, que de pronto se convierte en nueva figura paterna de un Terry que se inicia en la vida adulta y quiere ser piloto. El deseo de ser veraz con los tiempos le lleva a introducir la historia de Pat, el teniente Goode y la amnésica Taffy Tucker, y eso le da tiempo a que la instrucción de Terry se desarrolle en off y casi en tiempo real, los  meses necesarios para que el muchacho pueda formar parte de las Fuerzas Aéreas del ejército de los Estados Unidos. El autor es consciente de que la serie se publica, en estos años, y antes de multiplicarse por tres en el periodo bélico, en 130 periódicos por todo el país, con una circulación de unos veinte millones de ejemplares y una masa lectora que se calcula en dieciséis millones de lectores cada día, el doce por ciento de los habitantes del país. Cualquier error de apreciación es advertido al momento por cualquiera de esos lectores, tanto los que están en casa como los que combaten en los frentes.

Caniff los escucha a todos, intenta satisfacerlos a todos. La experiencia de Terry al mando de su avión se corresponde con su propia investigación sobre el tema y algún vuelo tutorado. Lo mismo con la presencia del cuerpo de enfermeras y su ordalía. Cuando una insignia está mal, cuando un galón se desplaza, al momento hay quien lo detecta e informa y Caniff lo corrige. La relación entre el autor y su público, y su necesidad personal de participar en el esfuerzo bélico, lo llevan a diseñar cientos de insignias para compañías de los diversos cuerpos del ejército (se dice que solo Disney diseño más que él). Como una especie de irregulares de Baker Street a distancia, gracias al correo, Caniff cuenta con el feedback de pilotos, enfermeras, soldados, marineros, marines, incluso veterinarios. De ahí que de pronto Terry y los piratas  se convierta en una serie realista. Bélica, sin duda. Pero también profundamente humana: era la serie que los soldados veían como suya, donde se contaban sus problemas, sus bromas, sus miedos, sus anhelos. Caniff cuenta la guerra en tiempo real. Hace, desde el cómic, periodismo de su momento.

Es un maestro del gag semanal. Entiende como nadie las bromas chuscas de los militares, su jerga, su talante simple y generoso, su obsesión por las muchachas (eso que hoy sería impensable en cualquier medio), los piques entre marines, aviadores y marinos, su dolor. Debió ser, sin duda, emocionante para aquellos muchachos que en el frente veían de pronto las insignias de sus batallones dibujadas en los uniformes de sus contrapartidas de papel, al tiempo que reconocían a la inspiración real que estaba detrás de personajes de ficción como Dude Hennick o Flip Corkin.

Consciente de que los soldados veían la serie como algo propio, y mientras espera ser aceptado en el ejército, Caniff comprende que tendrá que dejar Terry y los piratas en otras manos. De ahí que, en este libro, mientras Terry aprende a volar y se desencanta y se desespera, podamos rastrear los trazos de otras manos. Pero, mientras espera el momento de ser llamado a filas, Caniff propone una tira de carácter semanal para animar a las tropas. G.I. Terry, se llama en un principio, y es un divertimento sexy e inocuo en exclusiva para los soldados y sus periódicos, protagonizado por la sexy Burma. Las protestas de directores de periódicos que pagaban por publicar Terry y los piratas y se consideraban prácticamente dueños de la serie hacen que Caniff recule y saque a la rubia Burma de la ingeniosa tira y la sustituya por la sensual e ingenua Miss Lace, y la serie pasa a llamarse desde entonces Male Call (“El reclamo” o “La llamada del macho” o, quizás, “Cosa de hombres”). Ya volveremos más adelante sobre el tema.

Caniff no llegó a ir a la guerra: la flebitis que padecía hizo que lo calificaran como “No apto” para el servicio. 4F, como vimos que le sucedía a Steve Rogers. Se volcó entonces en Terry y los piratas, para nuestra suerte, y continuó colaborando con el ejército en labores de propaganda y apoyo.

Y entonces, una noche, dos hombres con sombrero llamaron a su puerta. Se identificaron como agentes del F.B.I.

Igual que Taffy Tucker antes que él, Milton Caniff había sido acusado de ser espía a favor del enemigo…

 

¿QUÉ HICISTE EN LA GUERRA, MAMI?

 

Ya hemos visto cómo el ataque japonés a Pearl Harbor y la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, pese a los vientos que auguraban que se produciría tarde o temprano, pillaron a  Milton Caniff desprevenido: el ritmo de trabajo, cuatro semanas de adelanto las páginas dominicales con respecto a las tiras diarias, sorprendió a los protagonistas de Terry y los piratas en una situación que se contradecía, por el obligado retraso, con lo que la serie había ido convirtiéndose y en lo que se convertiría una vez que el enfrentamiento armado pudiera ser narrado sin cortapisas: casi una crónica día a día de las vicisitudes del conflicto.

Caniff no pudo ir a combatir, pero su participación en el esfuerzo bélico fue importante. Saber tanto de lo que se cocía en el frente oriental le pasó factura, una especie de inversión del retraso de lo sucedido con Pearl Harbor y la evacuación de Hong Kong que ya hemos visto. Elucubrando a partir de unos pocos datos dispersos, y suponiendo lo que podría pasar, como todo buen autor, Caniff inventa un maguffin donde se anuncia una ofensiva norteamericana en Birmania… exactamente, cuatro semanas antes de que la ofensiva real se produzca. Esto hizo saltar las alarmas en el Departamento de Guerra. ¿Era Caniff un espía japonés? ¿Un quintacolumnista? ¿Un traidor a la patria?

Una pareja de agentes del F.B.I. lo visitó en su casa y el azorado autor tuvo que dar explicaciones durante un larguísimo interrogatoratorio que duró toda una tarde. No, no sabía nada de que en efecto hubiera prevista una ofensiva en Birmania (donde participaba nada menos que Phil Cochran, el amigo y modelo para el coronel Phil Corkin, que estaba en ese mismo teatro de operaciones y que, siempre fiel a lo que pasaba en la vida real, asoma solo esporádicamente en estas historias), y que era una simple casualidad. Caniff tuvo que ser convincente, exoneró a su amigo Cochran de haber hablado de más, los hombres-G lo creyeron… pero Caniff firmó un pacto con el diablo. Su alianza con el Pentágono a partir de ese momento no tuvo marcha atrás. El autor recibía datos, información no sensible, documentación sobre uniformes y máquinas, y lo vertía todo en su prodigiosa serie. Esa unión con el gobierno se hizo aún más evidente en la otra serie que pronto asomaría en el futuro de Caniff, cuando con sumo pesar abandona Terry y los piratas para crear Steve Canyon para el Field Enterprises Syndicate, agencia de la competencia. Si en Terry hemos visto la visión liberal y en ocasiones casi izquierdista de un entorno y una forma de concebir la aventura, en Canyon, a medida que se sucedan los años, lo veremos aliado con los halcones del Pentágono. La inocencia, como bien dijo Javier Coma en uno de sus (recomendables) estudios fue una de las víctimas de la Segunda Guerra Mundial. El cómic de aventuras de la postguerra ya nunca sería el mismo. Los jóvenes idealistas que participaron con ardor en la defensa de los valores de la democracia contra el nazismo, el fascismo y el imperialismo japonés perderían ese entusiasmo pionero para aliarse en la defensa cerrada de una causa.

Pero todo esto nos espera en el futuro.  En este ahora, el esfuerzo de colaboración de Caniff con su patria se traduce en los cientos de insignias que dibujó para compañías de aviadores, infantería y marina (precisamente ese motivo, la creación de insignias, fue lo que cimentó su amistad con Phil Cochran, que además instruyó al autor en la terminología específica de la aviación y la peculiar forma de hablar de pilotos en concreto y soldados en general) y, sobre todo, en usar la historieta como reclamo para recaudar fondos, vender bonos de guerra, instar a hombres y mujeres a alistarse, recordar la importancia de la implicación en el conflicto y levantar la moral tanto de los soldados como de quienes los esperaban en casa. La mayor aportación de Caniff desde la historieta son una serie de tiras semanales para los periódicos de los soldados, realizados de manera altruista, y protagonizados por la bomba sexual rubia de Terry y los piratas: la aventurera Burma. Ya veremos con más detalles las vicisitudes que llevaron a Caniff a sustituir a Burma por la no menos sensual Miss Lace, bajo el título de Male Call (“el reclamo del macho”), el título especial con el que celebraremos los cien números de la línea Sin Fronteras.

Es Burma quien en buena medida es la protagonista de este libro. Siempre huyendo del neblinoso cargo de piratería del pasado ya lejanísimo de los inicios de la serie, esta femme fatale de buen corazón huye disfrazada de exótica bailarina india con el nombre de Madame Shoo-Shoo, para continuar su continua fuga y acabar nada menos que en Birmania, el país del que ha extraído su propio nombre, lo que da pie a jugosas confusiones, y adoptando una nueva personalidad, la de la severa institutriz que acompaña a una jovencita huérfana de nombre deliciosamente cinematográfico, Willow Belinda. El reencuentro con Terry (que ha pasado de ser “oficial de vuelo” a “teniente segundo”) hace que de nuevo salten chispas. Terry ya no es un adolescente confundido, y a pesar de la diferencia de edad entre los dos personajes, la tensión sexual no resuelta es tan fuerte y explícita que dudo mucho que pudiera contarse hoy en día.

Porque estamos leyendo historias de tiempos extremos con situaciones extremas, donde los personajes, como sus reflejos del mundo real, se juegan la vida. Y por tanto adoptan actitudes al límite: sufre hambre, sueño, miedo, deseo. Y no se cortan, ni Milton Caniff con ellos, en expresarlos. Se nota que el autor siente especial predilección por Burma, y hasta quedó en el aire que el gobierno británico le concediera el indulto largamente deseado por los lectores. La historia en sí tiene su gracia: pegada a la realidad de tal manera que muchísimos de los guiños y referentes de la época se nos pierden desde aquí y desde este momento, la serie no duda por ejemplo en incluir la proyección a los soldados de la película Siguiendo mi camino (Going my Way, Leo McCarey, 1944), protagonizada por Bing Crosby (de ahí que los soldados ingleses oigan su voz cantando en la jungla y lo reconozcan, aunque Caniff no lo llame por su nombre: la referencia era clara entonces y no tanto hoy). Otro momento inigualable es cuando Terry, acosado por los pedigüeños de Nueva Delhi, sube a un coche oficial británico a cuyo ocupante no identifica. Se trata nada menos que de Lord Moundbatten, jefe del mando aliado en el sudeste asiático y futuro último virrey de La India. El desconcierto de Terry al no reconocerlo debió levantar carcajadas entre los lectores de su momento. Pues bien, Caniff escribió más adelante una carta solicitando a Lord Mountbatten el perdón para Burma. Pero Mounbatten no la llegó a escribir, diciendo que sí podían mencionar que lo había hecho en la ficción de la serie (realidad y ficción se dan continuamente la mano en Terry y los piratas). Caniff no quiso aceptar esa contrapropuesta y, atención que va spoiler, jamás nos enteramos de si Burma consiguió el anhelado perdón o no.

La guerra, que hemos creído cosa de hombres, se centra también en la participación de las mujeres: el cuerpo WAC (Women’s Army Corp), con la introducción de la sargento Jane Allen, que tendrá su importancia en la recta final de la serie. Y un nuevo personaje se une a la extraordinaria galería de secundarios: “Hotshot” Charlie, pequeño, pelirrojo, temerario y valeroso, pero enormemente irritante y atolondrado, de ahí que en un momento se comente que el coronel Corkin tiene que atarlo en corto para que no conquiste Tokio él solo. “Hotshot” es un nombre de difícil traducción, por lo que implica. En la época era el personaje recurrente de una serie de chistes verdes (el equivalente a nuestro “Jaimito”), y entre las posibles traducciones de su nombre hay una clara alusión a la pequeñez del miembro viril. Como no podía ser de otra manera, Temerario Charlie está basado en una persona real, el teniente segundo David McCallister, que escribía cartas a Caniff llenas de buen humor y que, cuando se presentó en el estudio con la gorra ladeada, un trozo de seda de paracaídas al cuello a modo de pañuelo y un bastón, hizo que Caniff comprendiera que tenía a su personaje delante.

Un par de cosas para despedirnos: los apellidos de los soldados dejan de ser Smith o Jones para abarcar apellidos que reconocen la multiculturalidad de los Estados Unidos. Cada soldado, aunque solo tenga una línea de diálogo, tiene su modo de hablar, su vocabulario específico, su deje de pronunciación que hace que se reconozca su origen étnico.

Y, fíjense ustedes bien porque nadie los ha superado, ¡qué bien vuelan los aviones que dibuja Milton Caniff!

 

ADIÓS A LAS ARMAS

 

Desde la perspectiva de hoy, ya que podemos leer de corrido estas historias como si fueran un todo y no un goteo tira a tira durante días y días seguidos, podríamos llegar a la falsa deducción de que la entrada y la salida de los poderosos Estados Unidos (y de Terry Lee y sus compañeros con ellos) en el escenario oriental de la Segunda Guerra Mundial fue un visto y no visto, puesto que un par de libros hemos visto cómo los “invasores” eran por fin, tras Pearl Harbor, identificados como japoneses, y la crónica de la presentación de personajes tan logrados como Flip Corkin, la enfermera Tuffy Turner y el casi-insoportable Temerario Charlie , la formación de Terry como piloto de caza y sus primeras misiones, al reencuentro en este libro con su mentor y ahora capitán de corbeta Pat Ryan, el naufragio en la isla del Pacífico y el reencuentro con algún viejo enemigo nos conducen… al final de la guerra. Y no nos damos cuenta, pero han pasado tres años.

Y en esos tres años se decidió el destino del mundo.

La guerra es el telón de fondo de estas historias, pero las acciones de guerra son escasas. Quizá escaldado tras su encontronazo previo con los agentes del FBI que pudieron ponerlo en un brete, dado su conocimiento del terreno y de los vericuetos que iban a seguir los ejércitos americanos en su estrategia bélica, Milton Caniff sumerge a Terry en una misión secreta en Indochina donde los recelos de Pat hacia el supuesto patriotismo de Dragon Lady parecen presagiar ya lo que puede ser de la mujer pirata cuando termine la guerra.

Terry se convierte por fin en protagonista de la tira que lleva su nombre, pero no se separa de sus comparsas. Ya es un joven militar de carrera y sigue siendo el mismo enamoradizo de siempre (una curiosa característica de la serie es que todos se enamoran de todas continuamente), y lo mismo pasa de una relación interrumpida con Willow Belinda a estrechar lazos con Hu Shee o recuperar aquella historia de amor adolescente que la entrada de las tropas japonesas en Shanghái interrumpió, de ahí el regreso de la pizpireta April Kane… la chica que ha hecho que todos se enamoren de ella: recuerden cómo casi siendo aún una niña supo poner en un apuro al mismísimo donjuán Pat Ryan. Es imposible reproducir en la traducción el vocabulario y el acento sureño de la bella del sur, pero siendo su modelo Escarlata O’Hara aquí Milton Caniff nos muestra una cara de su personalidad que no habíamos conocido antes: lejos de ser una muchachita ingenua, se nos ha vuelto calculadora y testaruda y ambiciosa. Su paso en off por un campo de concentración para mujeres, del que ha huido para ser capturada por un cruel oficial japonés degradado por borracho, la hacen adoptar poco menos que la filosofía de Escarlata en el famoso juramento “A Dios pongo por testigo” con que se cerraban la primera parte de la monumental Lo que el viento se llevó. Y por si quieren ustedes más claro el referente, Caniff no se corta un pelo y cita casi literalmente el título en el cartucho de texto donde por fin su destino y el de Terry se separan… en una viñeta donde además el cielo tiene el mismo tono rojo que conocemos de la película.

Aunque no pueda narrar la guerra en directo, Caniff no la olvida. Retrata a la perfección los piques entre lo distintos cuerpos de la maquinaria bélica norteamericana, y a veces nos cuesta trabajo entender que haya marines y marinos, pilotos del ejército y de la armada, graduaciones que no se correspondan entre uno y otro estamento militar. Poco importa. Caniff tiene un poco para todos ellos: la burla hacia unos se vuelve en halago poco después. Entra en el juego de la chanza, pero como forma de encubrir el respeto. Qué duda cabe que este retrato fidedigno de los hombres que luchaban tuviera el seguimiento que tuvo entre los lectores en el frente.

El final de la guerra en Europa se comenta de pasada, cuando uno de los soldados se queja de que desde la victoria les faltan municiones. No hay reacción a la victoria contra Japón, ni al terrible precio nuclear que trajo consigo. Cuando se comenta, ya es agua pasada.

Pero, acabada la guerra, Caniff sale a flote una vez más y retrata como nadie el desconcierto de la desmovilización. Ya lo hace al mismo tiempo en su otra serie, Male Call. Sobran soldados, y los soldados que sobran no saben si quieren o no regresar a casa, porque no saben qué les espera allí. Terry Lee es uno de ellos. También lo es el jovial Temerario Charlie, un personaje en el que sin duda Jean-Michel Charlier y Víctor Hubinon basaron a su también pelirrojo Sonny Tuckson en la serie de la B.D. francobelga que es en ocasiones una declaración de amor a Caniff y Terry y los piratas: Buck Danny.

El futuro es incierto y la guerra ha terminado, pero Caniff ya nos cuenta que los enfrentamientos continúan y China es ahora el escenario de una guerra civil. Nosotros sabemos cómo terminó, pero esta crónica del momento aún no. Como no saben que la guerra ha terminado los soldados japoneses que se resisten a entregar las armas y ya no luchan por el emperador y la bandera, sino contra su hambre.

Nos queda un solo volumen para terminar esta obra maestra. Agárrense, que vienen curvas. Y no solo las de Burma o Dragon Lady…

 

ADIÓS A TODO ESO

 

La guerra humilla al vencido y deja descolocado el vencedor. La Segunda Guerra Mundial terminó con la amenaza del Eje, situó al mundo en el peligroso impasse que derivaría en la guerra fría entre las democracias occidentales y la Unión Soviética y sus países satélites, y como todas las guerras fue germen de otras guerras futuras, donde nuevos jugadores o los jugadores de siempre se posicionaron casi desde el principio en situación ventajosa en sus tableros.

Esto se nota, especialmente, en estos años finales de Terry y los piratas, donde Caniff prepara su despedida del título al que dedicó doce años de su vida, y donde no puede evitar hacer un repaso a los personajes que han ido salpicando las aventuras a las que se dedicó en cuerpo y alma, ya fueran “piratas” en la más amplia acepción del término, chicas modositas, femme fatales, comparsas graciosos o modelos de masculinidad y nobleza.

Caniff es consciente de que todo no puede volver a su sitio, porque el sitio ha cambiado. El panorama sociopolítico de esa China que se fue haciendo más real a medida que más se fue sumergiendo en ella ya no podía mostrar un mundo de malos muy malos y buenos algo ingenuos, porque la ingenuidad es otra de las piezas que saltan por la ventana con la cruda realidad de la guerra. La aventura pura y el melodrama que la acompañó siempre en este título tenía que medirse ahora por otras nuevas reglas. Terry y su teatro de secundarios se habían diseminado por el mapa, y una reunión de todos ellos parecía improbable, aunque todavía hoy, tantos años después, el lector desee que tenga lugar.

Caniff es consciente de que no hay marcha atrás. El niño que buscaba un tesoro en China es ya un hombre. Sus dos criados comparsas, Connie y Big Stoop, se han convertido en soldados. Pat Ryan ya no es el modelo de Terry porque ya Terry no lo necesita. Porque Terry es militar. Es aviador, que en aquellos tiempos tenía la consideración que luego, dos décadas más tarde, tendría la de astronauta. Caniff sabe que el destino de la inmensa mayoría del contingente militar norteamericano, tras la contienda, es la desmovilización, como sucede con Temerario Charlie, pero tiene la previsión de guardarse un as en la manga y jugar a convertir a Terence Lee (aquí se incide varias veces en llamar al joven héroe por su nombre completo) en una especie de agente secreto o infiltrado para los servicios de inteligencia del ejército.

Se despide Caniff de sus personajes y lo hace visitando, siquiera brevemente, a los más característicos. Dejen ustedes de leer a partir de aquí porque no puedo garantizar que no haya spoilers: vuelve ese crápula por excelencia, el asqueroso villano Tony Sandhurst, que milagrosamente ha sobrevivido a los vaivenes de la guerra y pretende todavía salir a flote colaborando con los japoneses derrotados en una hipotética revancha. No se menciona a su sufrida esposa, ni a su ¿hija?, quizás porque al mismo Sandhurst ya no le importa. Maquiavélico siempre, no vacila en intentar asesinar con sus propias manos a la pizpireta Fob Cobb para que no revele su colaboracionismo con los japoneses (es decir, su traición a su país). Y está a punto de conseguirlo. Pero Sandhurst no ha contado con el destino. Y el destino es un chino alto, mudo y noble. Ambos se pierden por los tejados y nunca más se sabrá de Sandhurst: el personaje no fue recuperado en la continuación de la serie por George Wunder.

Nos despedimos también de Dragon Lady, empeñada también en reconstruir su imperio ilegal, ahora dedicándose al contrabando. La hermosa mestiza no hace ninguna mención a Pat Ryan. Tampoco lo necesita: tiene un enamorado propio, Slits (“Ranuras”, por las gafas verdes que lleva y cuyo significado conoceremos al correr de las semanas), que acabará por descubrirse como un sádico sicópata, y se fija en Terry, que ya es un hombre. Siendo como es ella, jamás sabremos si su interés por el muchacho es real o, como casi siempre, uno de sus muchos subterfugios.

La aparición sin nombrarlo siquiera del capitán Blaze y el regreso de Deeth Crispin (miren con qué elegancia elude Caniff mostrar su brazo izquierdo), se redondea con la reentrada del gran personaje femenino entre tantísimos grandes personajes femeninos de la serie: la chica sin nombre, la rubia mala de buen corazón, la aventurera que siempre sale a flote, Burma. Y, como no puede ser de otra manera, superviviente de todo y todos, incapaz de ser plato de segunda mesa, Burma no puede sino inmiscuirse en la improbable historia de amor que surge entre el enamoradizo Terry (insisto: ¡qué bien ha aprendido de Pat Ryan!) y la exWAC Jane Allen, que aún trata de recuperarse de la muerte de su enamorado Serpiente Tumblin. Una vez más, sobre todo desde esta sociedad mojigata en la que vivimos, nos parece extraño ese menage a trois sentimental entre dos mujeres maduras y un chico que acaba de salir de la adolescencia, por más zeros japoneses que haya abatido durante la guerra. Caniff es consciente de ello, menudo era, y a las escenas de altísimo voltaje entre Terry y Burma no puede dejar de añadir la coda: ambas mujeres se recriminan mutuamente que son demasiado mayores para el muchacho.

Burma es vengativa y sarcástica. Y contradictoria. Desaparece de la historia tras un gesto que nunca sabremos si es generosidad o venganza, en tanto consigue su objetivo. Se nos pierde en una nueva huida de la policía, una huida irónica como leerán ustedes, llevándose consigo su perfume seductor y su banda sonora propia, ese Blues de St. Louis que es su insignia. Dice mucho de lo redondo del personaje, y del final que Caniff propone para ella en estas últimas páginas, que George Wunder tampoco la recuperara en su larga estancia en el título.

Todo este último número de nuestra serie tiene, pues, un claro regusto a despedida. Caniff ya sabía que tarde o temprano tendría que dejar la serie a la que dio vida y que le labró un nombre en el olimpo eterno de los más grandes del cómic de todos los tiempos.

Porque, siendo una obra netamente de autor, Milton Caniff no era dueño de la serie y tenía que someterse a los dictados del Tribune News, el syndicate propietario y, sobre todo, renunciar a parte de los derechos que su merchandising e incluso las adaptaciones a los seriales cinematográficos potenciaran.

En el reposicionamiento social que los primeros años de posguerra causan en todos los niveles de la sociedad, desde las estrellas de cine a los veteranos que vuelven a casa y tienen difícil incorporarse a su antigua vida, a las mujeres que han conquistado un puesto laboral al que obviamente no quieren renunciar, la aventura exótica ya no tiene cabida. El realismo impera. Quien ha visto y luchado en las junglas de verdad sabe que no se va a encontrar a Tarzan saltando de liana en liana.

El nuevo público exige nuevos personajes, nuevos tratamientos que le ofrezcan evasión y divertimento. Y William Randolph Hearts, zorro viejo al acecho, llamó a la puerta de Milton Caniff ofreciéndole garantías autorales y la posibilidad de iniciar una serie nueva. Y mucha, mucha pasta.

Es muy posible que Caniff sopesara a fondo la propuesta. Pero es evidente que no podía ya hacer otra cosa. Se comprometió a ofrecer lo mejor de sí mismo, tanto al guion con en el dibujo, en los últimos meses de Terry. Y lo cumplió. Hasta el punto de que, viendo que no iba a poder terminar la serie tal como él quería, justo cuando terminaba su contrato, la alargó una semana más, hasta desembocar la trama en esa prodigiosa página dominical final donde Terry se despide de Jane y nosotros y el propio Caniff de su serie. “Que salga lo viejo y entre lo nuevo”, el dicho que se repite siempre cada principio de año que aparece en el cartel de la viñeta final, y que se publicó el 298 de diciembre de 1946.

Lo curioso de todo esto es que mientras estuvo atado por contrato, Caniff no pudo abocetar, ni tomar notas, de la serie que vendría, porque entonces los derechos de esa serie pertenecerían al Tribune News.

Así, con muy poco tiempo de preparación entre la despedida de Terry y la presentación de su nuevo personaje, Milton Caniff agarró los pinceles y se puso manos a la obra para la creación de su nueva serie.

Y esa serie fue Steve Canyon.

Pero eso, como dicen, es otra historia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sobre el Autor

Rafael Marin

RAFAEL MARÍN (Cádiz, 1959) ha publicado más de cuarenta libros en diversos géneros: Lágrimas de luz y Mundo de dioses en la ciencia ficción; La leyenda del Navegante en la fantasía épica; La ciudad enmascarada, Ora Pro Nobis y Memento Mori en el terror; Detective sin licencia, Los espejos turbios, Lona de tinieblas, Elemental querido Chaplin en el policial; El anillo en el agua y El niño de Samarcanda en la memoria biográfica; Las campanas de Almanzor, Juglar, Victoria, Don Juan, Elsinor y Odiseo rey en la novela histórica.

Es autor de antologías como Unicornios sin cabeza, El centauro de piedra, Piel de Fantasma o Son de piedra y otros relatos. Entre sus libros de ensayo destacan Hal Foster: una épica postromántica; W de Watchmen y Marvel: Crónica de una época.

Un Comentario

  • Hace mucho tiempo, Jesús Cuadrado me pidió que escribiera un libro sobre Caniff y/o Terry y los piratas. Le dije entonces que no conocía la obra y el autor lo suficiente como para hacerlo. Hoy ya sí lo habría hecho. Aquí está. Va por don Jesús, esté donde esté.

Rafael Marin

RAFAEL MARÍN (Cádiz, 1959) ha publicado más de cuarenta libros en diversos géneros: Lágrimas de luz y Mundo de dioses en la ciencia ficción; La leyenda del Navegante en la fantasía épica; La ciudad enmascarada, Ora Pro Nobis y Memento Mori en el terror; Detective sin licencia, Los espejos turbios, Lona de tinieblas, Elemental querido Chaplin en el policial; El anillo en el agua y El niño de Samarcanda en la memoria biográfica; Las campanas de Almanzor, Juglar, Victoria, Don Juan, Elsinor y Odiseo rey en la novela histórica.

Es autor de antologías como Unicornios sin cabeza, El centauro de piedra, Piel de Fantasma o Son de piedra y otros relatos. Entre sus libros de ensayo destacan Hal Foster: una épica postromántica; W de Watchmen y Marvel: Crónica de una época.