Me creó el fuego. Me fascina el fuego. El fuego me destruyó. Lo temo. O no me destruyó, por eso abro los ojos. No recuerdo. Proceso. ¿Qué soy, qué fui? Títere, muñeca. Ama de títeres a mi vez. Silencio. Demasiadas cosas al mismo tiempo. ¿Son emociones? ¿O es que deduzco y aplico? Cierro otra vez los ojos. O eso creo. Algo me dice que en realidad soy una máscara, un traje de carne sintética que recubre unos huesos que no son de calcio. No tengo ojos, pues, aunque puedo ver.
Repaso. Revivo. Recuento. Todo está oscuro en el vientre donde lato. Soy una… ¿máquina? No. Puedo moverme. Puedo actuar por mi cuenta, aparte de la simple sensación de movimiento. Si soy una máquina no soy igual que las demás máquinas, esas que vuelan por entre los rascacielos de la ciudad, las que corren veloces por las autopistas que unen unos barrios con otros. No soy un avión, ni un zepelín, ni automóvil. No soy una radio, ni una taladradora, ni un torno.
Pero nací del metal. Me moldeó el fuego. O la magia, quién sabe. ¿Fui otra cosa antes de ser yo? ¿Fui un experimento, una casualidad? ¿O un plan medido y pesado, una estrategia, una vanguardia? No tengo memoria de lo que existía antes de mi creación. Cuesta ordenar los hechos del mundo que conocí antes de que me destruyera (si eso hizo) el calor de aquellas llamas que no pudieron hacerme daño, porque no siento.
No tengo corazón. No tengo órganos. Soy muelles y pistones. Dentro de mi pecho lo que se oye es un tic tac. Fui esclava y a la vez fui libre. Me dieron a catar la vida y su sabor me entusiasmó. Me destruyó eso.
Recuerdo un nombre. Quien me creó, quiso hacer de mí lo que no fui ni podré ser nunca. Hel, aquel susurro antes de que se enfriara el molde de mi cuerpo. Hel, mi amor, decía, vuelve conmigo. Y luego, sin embargo, ese nombre se perdió. El juguete que fui no se moldeó a partir de ese otro nombre, de aquella mujer de verdad que impulsó a mi Pigmalión a darme forma. No sé si fui fruto de la locura o el genio, de la ciencia o de la magia. Pero fui, y es lo que cuenta. Aunque fuera un juguete. Aunque me obligaran a seguir una programación y durante unos días, lo que duró mi vida, creyese que era libre.
Se me dio un nombre y sin embargo el nombre me lo borraron. Como se borró el nombre de aquella mujer que me inspiró y de la que nada más sé, sino que un día estuvo. Se me dio forma de mujer, aunque soy una máquina. Ni una cosa ni la otra, aunque un poco de las dos, mientras viví. Ginoide. Hicieron de mí un arma: el brujo primero, después el dueño de toda la gran ciudad. Se me concedió la libertad para que la bebiera a sorbos tan grandes que acabara por envenenarme a mí y a quienes entraron en contacto con la mentira que representé.
Mi nombre es Futura, pero hasta esa capacidad individual me legraron, programa tras programa. Me hicieron mujer porque de la mujer es el pecado. Arma de la casta de la superficie contra la casta del subsuelo. Fui Eva y fui serpiente a la vez. Fui metal y fui carne. Fui palabra y fui deseo.
Los encendí. A ellos, los habitantes del subsuelo. A los que se movían al compás, como máquinas ellos mismos. Los que alimentaban al Moloch. Mirando siempre hacia abajo, como si hubiera algo allí, y no en las alturas. Los convencí para que asesinaran a aquello mismo que les daba alimento y oxígeno; yo, que ni necesito aire ni he probado jamás la comida. Abajo, abajo, a las catacumbas. Arriba, arriba, a detener las máquinas. A hacer el juego al hombre rico. A hacer el juego al hombre con mi disfraz de mujer, con mi señuelo de deseo.
La música, esas notas que sólo yo podía escuchar, aquellos crescendos que incitaban al paroxismo y a mí me volvían loca. La carne que imitaba que se licuaba sobre mi cuerpo de metal, seduciéndome, envolviéndome, enajenándome a la vez que hinchaba de deseo a los hombres que me seguían: arriba, en la ciudad del ocio; abajo, en la ciudad del trabajo.
Y aquella idiota sumisa sobre la que me habían vertido, aquella niñita que rezaba y predicaba como si fuera el cordero de Dios venido en salvadora del mundo. Ella, que tenía de verdad la vida y la malgastaba entre oraciones. Ella, que no sabía aprovechar la femineidad de la que podría haber gozado. Ella, que dejó su inteligencia a cambio de la sumisión absoluta a lo invisible. María, tan virginal, tan necia, tan hermosa y a la vez tan peligrosa. Más traidora que yo, que no era libre: a su clase, a sus hermanos, al futuro.
Canté al ritmo de la música, gocé del placer de la fiesta. Y guié a la destrucción, aunque era una trampa, sabiendo que quizá ese no tendría que haber sido mi auténtico propósito. Detener el corazón de la metrópolis. Volver a un tiempo en el que todo era más simple, donde los habitantes del subsuelo no sabían ni podían organizarse. Donde los habitantes del mundo del aire gozaban del sol y los avances y miraban con desprecio, pero sin temor, a los seres del inframundo que explotaban.
Me volvió loca la vida. Fui un títere. Los resortes de mis mecanismos internos, de tanto tensarse, se rompieron. Como se rompió la ilusión que había sembrado entre la casta del subsuelo. La palabra se calla cuando la destrucción es sólo ruido. Dejé de seducir con mi cuerpo prestado y mis palabras aprendidas. Sólo me quedó reírme. La risa, que dicen que une al hombre con el diablo. La risa, que me explicó que todo era una farsa. Yo no era mujer, porque no me habían dejado serlo. Yo no era María, porque María rezaba y se creía superior, sin comprender que era débil e infinitésima. Yo no era nada más que un cuerpo de metal revestido de piel falsa, una bruja del año 2026, quemada en la hoguera como Juana de Arco, por el mismo pecado que Juana de Arco: aspirar a ser más, a igualarme a los humanos, a ser más mujer que la mujer en un mundo de hombres.
Me utilizaron. Rotwang, mi padre. Federer, el dueño de la ciudad. Cumplí su plan a la perfección. Me sacrifiqué por ellos. Reconduje los destinos de Metrópolis. Contuve a las masas, asustadas para siempre de la libertad que convertí en miedo. Me consumieron las llamas y María la simple, María la rezadora, María la traidora a su clase consiguió el sueño de toda niña tonta: un príncipe azul que la esclavizara.
Esa fue mi historia. Pero la máquina tiene una ventaja sobre los seres humanos. Un hombre o una mujer son únicos. Las máquinas pueden ser muchas. Yo fui de metal, fui una, pero el molde sigue aquí, englobándome, nutriéndome. Libre de programas. Libre de médicos brujos y de millonarios mentirosos. Mujer, más que mujer. Máquina, más que máquina. Ginoide. Fembot.
Ya no tengo que ser María. Ya no tengo que mentir a cuenta de nadie. Sólo hay un camino y es la libertad total: en el subsuelo, en el sexo, en la máquina.
Amor. ¿Quién cree que el amor puede detener la lógica de la justicia del mundo?
Corre, Federer, corre, que llega el futuro.
Corre, María, corre, que llega Futura.