Nos pidió Kike Ferrari hace un par de años un relato relacionado con la obra, la persona, la vida o las ficciones de Paco Ignacio Taibo. Yo escribí este relato que creo biográfico hasta donde sé.
Aquí el mar parece más azul, menos fiero. Sigue siendo igual de molesto el viento.
Es una ciudad pequeña que no se parece a su ciudad pequeña. Hay grúas y barcos, y una cúpula amarilla que relumbra como un sol posado entre las azoteas y los edificios.
El niño Paco mira el mar. Lo mira hasta que advierte que no es tan azul como de lejos. Y teme que sea, porque el mar es engañoso, mucho más feroz de lo que parece aquí, encajonado en el muelle.
Este paisaje del sur no se parece a su paisaje del norte. El norte es frío y huele a tierra y monte. El aire es un rastro perenne de carbón. La piedra de las casas es húmeda y gris, y aunque el niño Paco aún no tiene diez años entiende que hay miedos e historias que no se cuentan por miedo.
El niño Paco no sabe si huyen o emigran, ni si las dos cosas no vienen a ser más o menos lo mismo. La familia da un salto sin red. Como han hecho tantos en Gijón, desde que terminó la guerra diez años antes de que él naciera. Los adultos dicen siempre “la guerra”, como si todos supieran de qué hablan, aunque solo ahora empieza el niño Paco a entender que no es la guerra de la Independencia de la que hablan los libros de historia, ni la guerra de Secesión de los vaqueros de las películas, sino la misma guerra de la que hablan con orgullo los curas y maestros, la misma Cruzada que los llena a todos ellos de fervor patriótico y apostólico. Algún niño de la clase llora creyendo que no lo ve nadie cuando se menciona la guerra y lo malos que eran los rojos. Ha perdido a su padre, o a su abuelo, o a su hermano o a su tío. La misma tristeza, o quizá más profunda, que cuando a otros niños se les muere un padre minero.
No se habla en los tabancos de la guerra. En la familia tampoco, o se comenta con tristeza, o con recelo, o con miedo, cuando no está él delante. A veces, los susurros delatan, y en su fantasía el niño Paco llega a pensar que su madre, y su padre, y sus tíos, y su abuelo, tienen cosas que ocultar, que son contrabandistas, o bandidos, o héroes ocultos de la Resistencia. Es pequeño, de edad y de cuerpo. Está todavía lejos el día en que comprenda y desentrañe las verdades que ahora solo cree fantasía.
Están aquí, los tres, tan al sur que ya no hay más España, asomados al océano. Papá, mamá, él. Con dos maletas de cartón con el equipaje. Unas direcciones. Mucha ilusión, mucha incertidumbre.
El niño Paco no sabe si están huyendo. Cree que no. O por lo menos no los persigue nadie. Algún guaje de su clase, cuando le preguntan por su padre, elude responder. Otros comentan que está en Cuelgamuros, construyendo una cruz de piedra que se verá en toda España. Para otros niños, el miedo es la ausencia del padre o del hermano durante los largos turnos en la mina, o cuando los barcos no vuelven a tiempo con su carga de bocartes. Agustín, que era su mejor amigo, emigró también, porque los pulmones de su padre no resistían el polvo de carbón y se fueron todos nada menos que a Alemania, porque ya no quedan nazis y dicen que allí el dinero es bueno.
Ellos no se van Alemania. El padre de Paco, que se llama Paco también, no es minero, ni pescador. Es periodista. Es nervioso, como Paco. Es impaciente pero decidido, como Paco lo será algún día. Ha tomado una decisión y la madre lo apoya. La madre es tierna, pero inflexible. Una mujer de su casa. De momento, solo tienen un hijo, Paco. Si hay que cruzar el mar, se cruza. Si hay que empezar de nuevo en otro sitio, recurriendo a las direcciones del papel, a amistades que huyeron cuando la guerra (la guerra, sí; la guerra, siempre), se empieza.
México está lejos, eso lo sabe el niño Paco. Lo ha estudiado en clase de geografía. Ha consultado en la biblioteca. Sabe que hablan igual que nosotros, pero un poco raro. Los hombres tienen bigote, y sombreros muy grandes, como Jorge Negrete. Y hablan mezclando palabras y hacen mucha gracia, como Cantinflas. Las mujeres son guapas y misteriosas, con trenzas de india y faldas de flores. Al menos no tendrá que aprender alemán. Ni tendrá problemas para leer los libros.
Han bordeado España en barco. Desde Gijón a Cádiz, que es donde están ahora. Muchas horas de viaje, del puerto del Musel a Vigo, de Vigo a Lisboa, de Lisboa a Cádiz, donde por fin perderán de vista tierra durante quién sabe cuántos días. Atrás quedaron las montañas verdes de Asturias, como quedará este horizonte de casas blancas de nubes como pájaros. Para el niño Paco, todo este paisaje es nuevo. Lo mira como si supiera que no lo va a volver a ver. Y, como una paradoja, cruzando este mar se llega a la orilla desde no se ve esta orilla.
Al niño Paco le da un poco de repelús pensar que en ese barco al que se le ven las manchas de óxido van a cruzar el Atlántico, como lo cruzó Cristóbal Colón hace casi quinientos años. No es que no le guste el mar, ni que no sienta un algo de emoción aventurera, pero son muchos días de travesía. Y el mar, lo sabe porque lo ha visto en la playa de San Lorenzo y en el Arbeyal, lo sabe desde que han pespunteado la costa, desde Finisterre al Golfo de Cádiz, es caprichoso y traicionero. El barco se llama Guadalupe, pero el niño no entiende aún la alusión: ya tendrá tiempo. Si el barco se va a pique, no podrá nadar hasta México: sabe que la distancia es grande. Como mucho, y si hay suerte, lo mismo encuentran una isla desierta con una palmera y un loro donde podrá enviar mensajes en botellas.
El niño Paco, como su padre, tiene un exceso de imaginación. Es lo que pasa cuando lees demasiado, cuando juegas tantas veces solo. Con naufragio o sin él, lo ataquen los piratas de Sandokán o el submarino del capitán Nemo, esta mole oxidada de chimeneas blancas los llevará al otro lado del charco, lejos de España, donde todo será diferente y nuevo.
No huyen. Eso lo ve de pronto en la mandíbula tensa del padre, en el brillo fiero de los ojos de la madre. Buscan aire más allá del viento. Van a continuar la pelea en otra parte.
Ninguno imagina qué les espera. Suena la bocina del Guadalupe y suben por una tabla que tiembla como tiembla el futuro.
El niño Paco no lo sabe aún, pero desde el otro lado del mar va a cambiar el mundo.
Nos pidió Kike Ferrari hace un par de años un relato relacionado con la obra, la persona, la vida o las ficciones de Paco Ignacio Taibo. Yo escribí este relato que creo biográfico hasta donde sé.
Enormemente tierno. Compatible, creo, con el universo de “El niño de Samarkanda”.