[Un relato steampunk. O un relato histórico hasta donde se puede. O más cosas, creo]
Zarpamos de Cádiz. Entre bandas y tambores y suspiros de muchachas enamoradas. La tropa. El lamento de los miserables escondido debajo del ondear de una bandera. Sonrisas de circunstancias, fotografías donde quien no se retrataba con los ojos cerrados era porque sonreía con una mueca que era preludio de la muerte que creía que iba a esquivar. Discursos, ovaciones, el cantar de las sirenas y la carcajada burlona de las gaviotas.
Por la patria. Por el rey niño y la reina regente. Por la unidad del imperio. Por aquellos que en Madrid seguían desayunando churros y café, leyendo sus periódicos, viajando en calesa y cenando en Lhardi. Por el gobierno de unos y la oposición de otros. Por todos aquellos muchachos de nuestra edad que se quedaron en tierra, en sus casas, en sus fincas, con sus novias, porque tuvieron dinero para evitar la leva.
Nosotros no. Nosotros fuimos la carne de cañón, el sacrificio a Baal. El nerviosismo del momento nos hacía confundir el miedo al futuro con el miedo al mar, con la sonrisa de despedida de aquellas muchachas a las que regalamos flores en la Plaza de San Juan de Dios o las prostitutas que, los más osados y experimentados, quienes sabían mejor que otros lo que nos esperaba en la guerra, contrataron en los glacis o las tascas: gitanas, negras, flamencas, carne contra el metal, a la espera de otras carnes que supieran a melaza y a sonido de marimba.
Cruzamos el mar, nosotros, que éramos muchachillos de tierra adentro, desharrapados sin fortuna o, como es mi caso, estudiantes caídos en esa desgracia que sólo la muerte o el heroísmo pueden sanar, aunque ni una cosa ni otra nos pareciera deseable, ni la conseguiríamos nunca.
¿Qué sintió Colón cuando cruzó estas aguas? ¿Qué rezó Cortés? ¿Qué ideó Pizarro? ¿Cuántos cientos de naos habían atravesado el Océano, con rumbo a Cuba, como nosotros, con rumbo a México, con rumbo al sur de América? ¿Y cuántos habían vuelto, henchidos de gloria, heridos de muerte, con oro y chocolate o con harapos y disentería? ¿Y cómo se nos iba perdiendo todo aquello? ¿Qué habían hecho nuestros mayores con el siglo que moría, el siglo que se inició aquí mismo, en Cádiz, cuando creyeron en un mundo nuevo donde la España de Europa seguiría siendo madre o hermana de la España de América?
Nada quedaba ya, menos Cuba y Filipinas. Y solo quedábamos nosotros para resarcirla. Contra el gigante americano que se había ido haciendo dueño de toda la parte norte del continente y ahora seguía, imparable, deseando más, abarcando más, robando más, como el pulpo que se aferra a un pececillo y no lo suelta y lo devora y mientras tanto sigue buscando con sus otros brazos. Cuba era ahora ese pececillo, y nosotros teníamos que romper las tenazas de aquel monstruo.
Pero aquel monstruo, ay, no era de carne. Era metálico. Y en sus redes de hierro cayó el imperio. Aquella explosión que todavía, en La Habana, nos contaban los que la oyeron. El barco que saltó en mil pedazos, la lengua de fuego que quemó el cielo como un desgarrón en la noche. Las culpas cruzadas. Y la guerra.
Si mil naves fueron al auxilio de Troya, pocos destructores navegaron en auxilio de Cuba. Con Cervera al mando, contra lo que ya sabíamos que era la nación más poderosa del mundo.
Nuestros destructores, lo sabía Cervera mejor que nadie, eran viejos. No podían enfrentarse a la armada norteamericana. Cuando nos acercábamos, notamos nuestra inferioridad en carnes. Sí, logramos burlar el bloqueo de las tres flotas que habrían impedido nuestro paso. Pero dejarnos pasar fue, sin duda, fruto de la estrategia del enemigo.
La sorpresa nos esperó en Santiago, al acecho como un lobo que elige cuidadosamente si matar al pastor o contentarse con las ovejas.
Nos llamaron a las armas. A bordo todos, a zarpar contra aquel horizonte de humo y metal que venía en nuestra búsqueda. Y entonces las indecisiones del mando, las luchas internar por hacerse oír, las preocupaciones por las carreras. Nosotros, en nuestras cubiertas, agarrados a nuestros fusiles, sólo teníamos que preocuparnos por nuestras vidas.
Zarpamos de madrugada, un grupo de pigmeos contra una tribu de gigantes. Y qué gigantes eran.
Al alba, el horizonte ya no fue blanco y azul, sino de bronce y acero. Un cañonazo por nuestro lado. El silbido del proyectil que marra el blanco. Un segundo cañonazo y la bala que danza en el aire y empieza a caer, hacia el destructor insignia.
Y la luz roja que surge de las escotas y el proyectil que se borra del cielo como si un niño hubiera limpiado su dibujo con una miga de pan.
El mar se encabritó de pronto. El primer acorazado, el Iowa, inició la maniobra. Pero no nos mostró el flanco, ni disparó en represalia.
Se alzó entre las olas, como si no pesara. Una mole de cientos de toneladas que flotaba como una pluma hacia el sol. Un gigantesco monstruo de hierro para el que la gravedad no existía.
Estupefactos, contemplamos aquel milagro de la técnica que nos era ajena. El acorazado flotó en el aire, una nube de metal. Y escupió fuego.
Nuestros barcos eran criaturas del mar. Estas máquinas eran criaturas del aire y del agua, monstruos de tiempos futuros que adoptaban la forma de bestias de pasados remotos. No disparaban balas, sino haces de luz. No necesitaban luchar contra las olas, sino contra el viento.
Nos aplastaron. Gulliver pudo haber hecho algo parecido en el país de Liliput. Me pregunto si aquel escritor inglés no había visto, en la isla flotante de su libro, cómo se forjaba el misterio de esta maquinaria.
Alguien, quizá Cervera, ordenó la vuelta a puerto. Atrás quedaron el Almirante Oquendo, el Vizcaya, el Furor. Hundidos, o heridos de muerte, tan dañados que nunca podría nadie volver a tripularlos.
Pero la batalla no había terminado. Con pánico creciente que la población civil de Santiago sufrió igual que nosotros, vimos cómo las sombras de los acorazados enemigos avanzaban hacia la costa. Por el cielo, algunos. Por el mar, otros. Y, cuando parecieron a tiro de las baterías de tierra, de aquellos vientres que todavía chorreaban agua surgieron largas patas metálicas que los convirtieron en caballos de hierro que tomaron las posiciones, destruyeron los fuertes, regaron de sangre y muerte el suelo cubano.
Las investigaciones conjuntas de esos dos sabios, Edison y Tesla, nos habían convertido en sus conejillos de indias. Un nuevo concepto de la guerra. Una nueva ciencia para la muerte.
Nos mataron. Oh, sí, nos mataron. Como un niño que aplasta un hormiguero. Sin resquemor, sin conciencia, sin pesar, ni dolor. Como quien continúa, sí, con un experimento donde el resultado se medirá luego en una pizarra, no en una iglesia.
Ese será el futuro. Así vendrá el siglo dentro de dos años. Quien viva para sufrirlo, sabrá que hay máquinas que no pesan, bestias que no nadan, cañones que no retumban. Pero matan.
Algunos huimos isla adentro. Otros cayeron nada más poner los pies en la orilla. Se nos dio caza. De noche, de día, entre la junglas y en las playas. Tras tanto horror, tras tanto miedo, me alegré de mi muerte. Éramos la tropa. Nunca tuvimos dinero para evitar la leva, nunca podríamos resarcir con acciones heroicas aquel error cometido con aquella muchacha a la que deshonramos, aquella deuda de la familia que creíamos poder reparar con nuestra sangre.
Al sol del Caribe nuestros cuerpos esperaron en vano que alguien viniera a enterrarnos, a rezar un tedeum, a implorar por nuestras almas. Habíamos hecho un servicio y nuestros corazones no habían podido contra la frialdad de la mecánica. El hombre no tiene nada que hacer contra el metal.
Sé que no está todo perdido. El imperio nuevo tiene el metal, pero no sabe lo que domina quien menos sabe.
Oigo cómo retumban los tambores. Noto cómo mis miembros agarrotados se levantan. Veo en la noche. No respiro y sin embargo sé que a esto huele la vida. Nos llaman. Por más veces que nos maten, nos levantamos al llamado del santero.
En nombre de los orishás, volvemos para presentar batalla a las máquinas.