[A veces presento libros de otros. Nunca lo hago leyendo. Creo que tengo oficio para hablar sin necesitar un papel por delante. Sin embargo, hace ya un año y pico, cuando Juan José Téllez, que es mi hermano del alma, mi otro yo, me pidió que presentara su último y bello poemario, Los amores sucios, no quise que se me olvidara nada, porque me lo sé tan bien que podríamos irnos, él y yo, charlando, por los cerros de Úbeda. Así que escribí esto y lo leí en la presentación. La primera vez, por cierto, no sé si de dice más abajo, que presentaba un libro suyo, a pesar de que somos hermanos del alma, otros yos cada uno del otro, desde hace muchísimos, muchísimos años. Lo subo aquí ahora para que no se pierda].
Este acto es para mí una temeridad. Y una responsabilidad.
Temeridad, porque presentar a Juan José Téllez es imposible. Si están ustedes aquí, es sin duda porque lo conocen. Y también porque lo quieren, claro. Téllez… olvidemos lo de Juan José, porque Téllez es Téllez, y así lo conoce, como yo decía en el 78, medio Cádiz y lo intuye el otro medio, aunque ahora ya no sea solo medio Cádiz, sino medio mundo. Ya saben que el turista japonés, en la plaza de San Pedro, preguntó quién era el señor de blanco que estaba en el balcón con Téllez… y si no lo dijo, tendría que haberlo dicho…
Téllez, decía, es el hombre, el mito, la leyenda. Una leyenda, un mito, un hombre que se ha hecho a sí mismo desde que lo conozco. Posiblemente desde antes de conocerlo… y lo conocí cuando yo salía del cine Municipal de ver La Trastienda, allá por el 76… O tempora o mores… Lo que les decía, que es imposible presentar a este señor. Una temeridad por mi parte.
Y una responsabilidad, sin duda. Somos amigos desde entonces, y ese entonces es mucho tiempo, aunque se nos haya pasado la vida en un soplo. Hemos reído, bebido, llorado y leído juntos. Ha sido el oh, capitán mi capitán de nuestros sueños juveniles. Nos hemos ilusionado con lo mismo. Nos hemos desencantado de lo mismo. Y nos hemos vuelto a ilusionar con casi lo mismo. Téllez ha presentado varios de mis libros y tebeos, incluso ha sido protagonista de alguno de ellos. Pero, curiosamente, yo nunca había presentado un libro suyo.
Y hoy me toca. De ahí la responsabilidad. Y el honor. Y la ilusión.
Y la temeridad.
Porque, verán, yo leo poca poesía. Qué hago entonces aquí, me digo. Leo principalmente ensayo, novelas, tebeos. Leo poca poesía. Aunque los poetas a quienes leo, creo, me dicen cosas. Me dicen eso que yo no sabría escribir. Y el poeta que mejor sabe escribir eso que yo no sé, eso que yo no puedo, eso que yo quisiera, es Téllez, que es mi alma gemela, mi gemelo escindido. El aventurero que yo imagino y que él vive. O que vive e imagina en los libros.
Téllez es un todoterreno de todo esto de escribir negro sobre blanco. Lo saben bien ustedes: periodista, ensayista, tertuliano, flamencólogo, dios Momo, organizador de eventos culturales, escritor fantasma de pregones carnavalescos, jurado del COAC que salió ileso. Téllez es muchas cosas porque, como buena joya, tiene muchas facetas en su vida y su persona. Ya conocen ustedes la broma: Téllez es capaz de estar en dos o tres sitios al mismo tiempo. Hoy lo ven ustedes aquí, pero seguro que está presentando otro libro en Navalcarnero, o explorando el Orinoco, o partiéndose la crisma por algún callejón de Córdoba.
Y, como es capaz de estar en varios sitios a la vez, porque esa es su persona, es capaz de escribir y sobresalir en varios géneros. Téllez siempre quiso ser periodista y lo consiguió y destacó. Es biógrafo de grandes nombres.
Ha tocado la narrativa con registro excelente. Sigo esperando aquella novela del bandolero exiliado en el lejano oeste americano.
Pero Téllez es más Téllez, es más puro, inigualable, cuando cultiva lo que es no sé si su primer amor, sino su gran amor. Téllez es Téllez cien por cien cuando es poeta. Cuando está solo consigo mismo. Cuando no escribe de cara a la galería, sino para el público más exigente. Y ese público es él mismo.
Con Los amores sucios Téllez vuelve a publicar poesía después de, pásmense, pasmémonos, la friolera de diez años. Lo que no quiere decir, claro, que sea haya pasado diez años sin escribir poesía. Simplemente, no había habido ocasión de publicar, ni ganas, ni está el horno editorial para bollos.
Pero aquí está este libro de nombre aparentemente paradójico. Como si hubiera amores que no son sucios. Como si hubiera amores que no se ensucian y nos ensucian tarde o temprano.
Sé que Téllez me va a contradecir en cuanto le de la palabra, pero no creo que esto sea un libro de amor, ni de amores, aunque el sentimiento amoroso permee la inmensa mayoría de los cincuenta poemas que aquí se presentan. Porque Téllez no canta solo al amor romántico. El amor de Téllez se extiende a la vida.
Verán, Téllez ha forjado su propia leyenda, como les decía. Su propio personaje. Su propio mito. Y lo ha hecho a base de viajes y aventuras, de encuentros y desencuentros, de amores quizás fingidos y desamores sin duda reales. De abandonos y desilusiones y de ilusiones y nuevos reencuentros.
Este libro no es muy diferente a los otros suyos anteriores. Es mejor, claro. Es la consecuencia lógica del paso del tiempo, de la experiencia, de la sabiduría que el poeta ha ido acumulando. Es un libro que rezuma madurez, que destila melancolía, que mira desde lo vivido y perdido, desde lo apetecido y saboreado, aunque lo dulce acabara siendo amargo y la compañía se convierta en soledades.
He leído este libro, sí, como si fuera una novela. Porque en estas páginas se encuentra buena parte de la vida de mi amigo. No me lo tomen ustedes a mal: también leí como novela el Cancionero de Petrarca. Deformación de lector. O de escritor. O deformación a secas.
Con Los amores sucios asistimos a la madurez lúcida del poeta. Ese aventurero que se inventó su propia leyenda como el Corto Maltés se inventó su destino marcándose en la palma de la mano la línea de la fortuna. Porque, verán, en este libro de luces de crepúsculo: si fuera una pintura su color sería, como dicen en México, “entre azul y buenas noches”. Yo imagino a Téllez-Rick Blaine en su café americano, diez años después de la guerra, con un cigarrillo y su copa de whisky, sin Sam, y sobre todo sin Ilsa, recordando lo que no fue y quizá tampoco debería haber sido.
Y veo al Corto Maltés, hijo de una gitana de ese peñasco que animó las pupilas de Téllez cuando era niño, la niña de Gibraltar, en sus años en Argentina, después de la guerra civil española donde se quedó ciego, cebando mate y mirando sin ver al mar que había sido suyo. Téllez, como un Corto Maltés gaditano, también mira hacia lo que fue, pero no solo no está ciego, sino que su mirada es más aguda y más sabia que nunca.
Téllez ha vuelto a casa. Y su casa es el sur. Y es la poesía. Y vuelve la mirada atrás, lejos ya de esos países y esas ciudades de nombre de ensueño o de canción de Miguel Bosé, y le basta un bar, una mirada en un semáforo, una canción oída a lo lejos, un niño que corre en un parque, un mar abierto, la mujer que se parece a otras mujeres, el recuerdo de un amigo, la soledad que recuerda a otras soledades, el fracaso que imita a otros fracasos, para contarnos lo que ve y lo que siente, para que yo o ustedes como lectores veamos y sintamos lo mismo.
Este es un libro de madurez. De un poeta que se sabe de paso, manchado por el tiempo. Es casi unas memorias de cuanto ha querido y ha perdido, de cuanto aún quiere y aún anhela. El poeta legendario vuelve la vista atrás hacia su propia leyenda, hacia los amores pasados perdidos, hacia los amores futuros deseados, como si el mañana no fuera a ofrecerle ya más sorpresa, porque sabe que los suyos, que son los nuestros, jamás tomaron los palacios de invierno.
Es un libro de un poeta de mi generación y me habla desde el punto de partida de mi generación. Eso que nos llevó a este ahora. Es melancólico, porque el amor es melancólico y es sucio. Es, quizás, la aceptación de lo inevitable. Es agrio, en ocasiones. Sarcástico consigo mismo otras tantas: ahí tienen ustedes cómo a partir de lugares comunes, títulos de películas, frases de publicidad o de libros, Téllez hace gran literatura: desde el Nighthawks a los días de fútbol, desde donde el corazón te lleve al amor al primer vistazo, desde el cielo puede esperar a simpatía por el diablo.
Téllez lo confiesa: quiso ser un chico malo, pero solo consiguió ser un hombre bueno.
Este libro es el tempus fugit, el carpe díem más hermoso que he leído en mucho tiempo. Porque arranca de las entrañas y va directo al corazón, como un puñetazo lírico. Leerlo, para mí, ha sido una ventana a mí mismo, asomarme al yo que fuimos, y recalco el plural: fuimos, en un espejo.
Para terminar, el castizo podría resumir este libro, y haría mal, en pocas palabras: Que nos quiten lo bailao.
Pero Téllez, claro, sigue bailando.