ANTÓN

A

Nunca llegué a saber si me reconocía. Es posible que no. A fin de cuentas, durante la infancia, jamás habíamos cruzado dos palabras. Por mi parte, ni siquiera para reírme de él, como hacían tantos otros. Como hacía, quizás, todo el mundo.

No supe entonces su apellido y lo olvidé cuarenta años más tarde, como si su identidad se detuviera en su nombre. Como si ya solo eso bastara para abarcar quién era. Antón. En la delegación de Hacienda donde me lo encontré hace ya para cuatro años, nadie se molestó jamás en llamarlo por sus apellidos. Decir Antón ya era suficiente para saber de quién se trataba.

En el colegio, hace más de cuarenta años, todos sabíamos quién era. Los niños son apenas el esbozo cruel del adulto que serán un día, y antes (quizá también ahora) no existía el sentimiento de culpa, como si fuera verdad aquello que decían los curas y hasta los siete años no tuviera nadie uso de razón. Antón, lo sospechábamos todos, no lo tendría nunca.

Estaba en la clase de mi hermano, cuatro cursos y dos plantas por debajo de donde estudiaba yo. Niños de zapatos Gorila y pantalones demasiado cortos, jerseys con coderas heredados de otros hermanos y rodillas llenas de postillas o espinillas lastimadas de los puntapiés de los otros. Fuimos una generación a la que nos educaron a la fuerza, quizá como a la fuerza habían educado a nuestros maestros: el poder del miedo, la amenaza del castigo corporal, el insulto expresado con voz de trueno.

Eran aquellos maestros hombres pequeños que jamás tuvieron, y alguno bien que lo merecía, el menor reconocimiento por su trabajo. Solterones recalcitrantes muchos de ellos, tímidos cuando no estaban dentro de las aulas que eran sus reinos, oliendo siempre a Celtas cortos y con chaquetas grises donde a veces asomaba el botón negro en el ojal que nos hacía recordar que eran humanos.

En la clase de mi hermano estaba Antón, como estaría en la delegación donde los dos trabajamos cuarenta años más tarde. Calculo que entonces, la primera vez que yo lo vi, tendría seis o siete años. Era difícil no reparar en él. Llamaba la atención incluso entonces. Los niños de los últimos años sesenta éramos unos niños repeinados, algo litris, capaces de saltar como un resorte a la primera oportunidad de trastada y, conforme íbamos creciendo, a aceptar que algún día seríamos personas formales, hombres hechos y derechos. Los tarambanas, entonces como quizá también ahora, destacaban ya con siete u ocho años, empeorarían a medida que se acercaba el bachillerato y la reválida, algunos tirarían la toalla y pasarían a la formación profesional (oficialía, lo llamaban en tiempos) para trabajar en un taller en los Astilleros o en la Bazán, antes de que la primera crisis industrial los dejara en el paro. Otros, entre aquellos niños por los que nadie daba un duro, y menos que nadie sus maestros, sentaron la cabeza de pronto, de la noche a la mañana, en el verano que mediaba entre tercero y cuarto del bachillerato antiguo. De sacar diez suspensos a convertirse en empollón. “Oliva era un golfo y hoy es uno de los listos”, murmuraba asombrado JoseMari, mi compañero y vecino, que era listo y golfo a la vez hasta que dejó de ser listo y abandonó los estudios.

No era el caso de Antón. Quizá porque ya desde pequeñito los profesores que le tocaron en mala suerte vislumbraban que no tenía futuro, su tiempo en el colegio (al menos el tiempo que coincidió conmigo: no sé hasta dónde llegó, porque me marché cuatro años antes que él a estudiar segundo de COU en el instituto), lo comprendo ahora, tuvo que ser una tortura, un fastidio, el día de la marmota instaurado de una semana a la siguiente, de un curso a otro curso.

Antón no era listo.

Era un niño especial, pero niños especiales había alguno: aquel otro chavalín que olía siempre raro muy raro, como imagino que deben de oler las mofetas; el locuelo que se tiraba rodando por las escaleras y no se rompía ningún hueso y se incorporaba sonriendo; el tímido y silencioso que, paradojas de la vida, sería el primero de todos en descubrir los misterios del sexo. Antón era distinto porque se diferenciaba poco de los demás. Iba bien vestido, se mostraba educado y retraído, no tenía amigos (pero en esos tiempos tus amigos eran dos, y punto) y se pasaba los recreos caminando solo de un lado a otro a lo largo de la muralla del patio.

Un poco más alto que la mayoría de los niños de su edad.

Un algo más grande.

Un mucho más lento.

Era la lentitud de Antón lo que sacaba a sus profesores de quicio. Entonces no existía la educación especial, ni la atención a la diversidad, ni había censos de TDA, o de síndromes de hiperactividad, ni se tenía la menor idea de lo que podía ser un síndrome de Asperger.

Antón era lento y cauto. Tenía la cabeza muy grande y andaba muy despacio, como si calzara zapatones para corregir algún defecto de cadera. Mi mujer, que es psicóloga, pone el grito en el cielo cuando le cuento algunas de sus características. Reconoce que no tener, entonces, medios para diagnosticar su diferencia le jugó a la contra.

Nunca he sabido, por cierto, qué le sucedía a aquel niño, qué era aquello que lo hacía diferente y único, qué extraña aflicción sacaba de quicio a sus maestros y hacía que más de uno y más de dos de sus condiscípulos, a lo largo de los años, lo tuvieran como blanco de sus bromas.

Nunca he sido ningún santo, entiéndanme bien. Se han burlado de mí (soy pequeñito) y me he burlado de otros. Me han gastado bromas de mal gusto y las he gastado a mi vez. Sufrí alguna vez el acoso de algún matón que me esperaba para pegarme a la salida de colegio, eso que ahora se llama bullying, y en algún recreo me lie a trompazos con algún amigo por un quítame allá este tebeo de Spiderman.

Antón nunca vivió los dos extremos de la jungla de pizarra y asfalto que era nuestro colegio.

Jamás fue depredador.

Solo presa.

Y no solo por parte de los niños, y eso es lo que hoy me resulta más inconcebible, más duro. La paciencia de los profesores, aquellos hombres tímidos y sin autoridad más allá de los muros de las aulas, encontró en Antón una vía de escape a sus problemas económicos, a sus taras sociales.

Una vez que tuve que acompañar a mi hermano a su clase (veníamos del médico, según recuerdo) me sorprendí al ver cómo aquel maestro que hoy parece un venerable anciano de barba blanca y porte distinguido levantaba a Antón por aquellos zapatones, lo ponía boca abajo izándolo en el aire y comprobaba si la cabeza, aquella cabeza tan grande, cabía en la papelera. Los demás niños reían, Antón lloraba muerto de miedo y el maestro sin duda se sentía muy satisfecho de sí mismo. Lo odié en el acto y agradecí no haber pasado jamás por sus clases. Sonreí, creo que fui el único, cuando muchos años después, en un pregón del Carnaval que todos consideraron fallido, el cantante Pablo Carbonell acusó a aquel maestro, llamándolo por su nombre en vivo y en directo, de ser lo que era: un hijo de puta de marca mayor.

No fue el único. Unos cuantos años después, cuando yo estaba ya a punto de marcharme del colegio, recuerdo a Antón corriendo la prueba de los mil metros lisos. Antón era lento, ya se ha dicho. Se movía siempre en equilibrio precario. Los demás chavales habían terminado la carrera hacía minutos y él seguía el último, solo, dando vueltas al patio. No creí que fuera a conseguirlo.

El profesor de gimnasia (curiosamente, se llamaba igual que el otro, Ángel; me niego a ponerle, hoy, el “don” delante) lo zahería e insultaba mientras el pobre chiquillo intentaba seguir corriendo. Desesperado y comprendiendo que sus burlas no hacían efecto, el profesor se acercó a él, lo acompañó en la carrera y le fue dando latigazos en las piernas con el cordón del silbato. Como si fuera un instructor de marines y Antón una versión infantil de Richard Gere.

Era el signo de los tiempos (ese mismo profesor de gimnasia me quemó adrede una vez en el cuello con un cigarrillo: todavía llevo la marca), pero incluso entonces no resultaba difícil comprender que no era algo bueno.

Me marché del colegio. Antón se quedó rezagado con respecto a su curso natural, el que compartía con mi primo y mi hermano, posiblemente más de un año. Le perdí la pista y solo de vez en cuando, muy de tarde en tarde, lo volví a ver paseando por la calle, acompañando a una mujer mayor que supuse era su madre. Al parecer, Antón no tenía hermanos.

Nos volvimos a cruzar, por decir algo, en el trabajo donde yo era administrativo y él apareció una mañana, con aquellos pasos lentos, aquel equilibrio inestable, aquella cabeza tan grande y las gafas de concha, tan parecidas a las que ya usaba cuando tenía ocho o nueve años.

No me reconoció, lo he dicho al principio. Nunca habíamos cruzado dos palabras y nuestra relación laboral tampoco dio para que entabláramos ningún tipo de amistad: cada uno a lo suyo. Antón era ya, como yo, un hombre maduro, aunque seguía conservando, a pesar de algunas canas en las sienes, el mismo aspecto de alma cándida, de niño encerrado en un cuerpo de adulto: los zapatos siempre marrones, las camisas siempre de cuadros ajustadas hasta el último botón del cuello, el pelo pulcramente peinado, como si hubiera asomado por un portal del tiempo y al hacerlo el niño que un día fue se hubiera convertido de pronto en un señor mayor, educado y un tanto retraído, como educado y retraído había sido en sus años de colegio.

Nunca tuve yo, ni nunca tuvo nadie, la intimidad suficiente con él para preguntar siquiera qué había sido de su vida. Costaba trabajo imaginar que, visto lo visto, hubiera terminado la educación secundaria o una formación profesional. Pero aquí estaba, en la delegación, haciendo de chico para todo, encargado de manejar las fotocopias, concertar las citas, traer los cafés del bar de la esquina o repartir los impresos y atender al teléfono.

Un empleo de cuota.

Lo que Antón hacía lo hacía bien.

Pero lo hacía despacio.

Muy despacio, como quizá vivía la vida, a salvo de las prisas de los demás compañeros de la delegación y los resquemores de quienes venían a consultar sus problemas con el fisco.  Era eficiente porque había aprendido, lo comprendí observándolo, a ser meticuloso. O quizá estuviera dentro de su naturaleza asegurarse de lo que hacía a cada paso: igual que caminaba a trompicones, midiéndose a sí mismo para no tropezar y caer, se aseguraba una y mil veces de que el folio en el cristal de la fotocopia estuviera perfectamente encuadrado, que los cafés que de vez en cuando se veía obligado a servir tuvieran las cucharillas y los azucarillos mirando siempre para el mismo lado, que el teléfono quedaba colgado a la perfección en su horquilla (aunque para eso tuviera que descolgarlo hasta tres veces, hasta estar seguro al cien por cien), y que el ordenador y la impresora estuvieran sincronizados. Donde todo el mundo que conozco se desespera con el arranque de Windows o la descarga del correo, Antón esperaba con paciencia a que los astros del mundo de la informática se conjugaran cuando les diera la gana y entonces, y solo entonces, él intervenía para poder cumplir con su trabajo.

Metía la pata, claro. La metemos todos. No trabajaba bien bajo presión. Una gran oficina estatal puede parecer a veces que es un ejército, pero el sálvese quien pueda es común entre todos. Nadie quiere líos. Nadie quiere enfrentarse a los clientes (iba a decir “contribuyentes” pero me ha parecido demasiado americano), y sobre todo nadie quiere comerse ningún marrón que los jefes de sección puedan detectar.  En ese aspecto, me da en la nariz que más de una vez Antón cargó con el mochuelo de algún formulario extraviado, de alguna fotocopia donde no había salido bien el IBAN o el NIF, meteduras de pata u olvidos que no habían sido cosa de él, sino de algún otro. Siempre es bueno tener, y perdón porque el chiste es involuntario, una cabeza de turco a mano.

No era un hombre que sonriera, desde luego. Pero tampoco se le veía excesivamente apurado. Tenía un cometido, ganaba un sueldo (quizá una miseria, no me cabe duda) y había conseguido eso que hace años habría parecido una entelequia: cierta integración social. O, al menos, cierta integración laboral.

Cierto, había quienes se desesperaban con su cachaza. Ni siquiera los jefes, que sabían que a las cuotas hay que protegerlas porque quedan bien en los currículos y siempre son un referente al que recurrir cuando se quiere subir en el escalafón. No, quienes se desesperaban éramos nosotros. Sus propios compañeros. Eran muchos (no sé si incluirme) a quienes les molestaba aquella meticulosidad de Antón al hacer una fotocopia o conectar con el servicio central de la red para imprimir un formulario. Porque retrasaba a todos los demás, y la hora del bocadillo de media mañana, como la hora de salir por piernas cuando faltaban dos minutos para las dos y media, era algo sagrado, las prebendas del funcionariado.

Había también algunos clientes (o sea, sí, algún contribuyente) que miraban raro a aquel señor de gafas de concha, cabeza grande, sienes plateadas y camisas de cuadros abrochadas hasta el último botón, porque no hacía el más mínimo caso a los comentarios con retranca, ni le importaba que vivieran dominados por la prisa del reloj. Antón iba a lo suyo y marcaba milimétricamente sus movimientos, como un equilibrista en el alambre.  Si el domador quería acercarse demasiado a los leones, era problema suyo.

Su relación con todos nosotros no era ni cordial ni afable. Siempre se movía, y nos movíamos con él, dentro de los parámetros de lo correcto. Ninguno de lo demás compañeros sabía, como sabía yo, por cuánto había pasado este hombre cuando fue niño, así que me escandalicé cuando el primero de todos nosotros le gastó una broma inocente (una postal de San Valentín firmada con el nombre de una de las chicas guapas de la cuarta planta), y formé tal pollo, un día de lluvia cuando Antón no vino a trabajar porque estaba con gripe, las cosas de febrero, que a todos se les quitaron ya las ganas de cachondearse del hombre. No conté nada de su pasado, porque no estaba en mi mano ni descubrirlo ni revelarlo, pero apelé a la cordura y la indefensión del compañero, y cuando la noticia llegó a la muchacha guapa de la cuarta planta tuvo el detalle de enviarle un libro de relatos que se había auto editado, firmado y todo, en recuerdo de su amistad y un refresco que habían compartido en el almuerzo de navidad, el origen de la broma. Ahí acabó la cosa. No sé si Antón se sintió más cohibido que aliviado del final de su historia de amor de diez minutos. No creo, en cualquier caso, que el amor tuviera cabida en su vida más allá de aquella mujer mayor con la que ya no lo había vuelto a ver paseando, o al perrito al que sacaba a hacer sus cosas todas las tardes, cuando salía del trabajo.

Se había convertido en parte del paisaje, Antón. Tuvo una época en que anduvo pachucho y se volvió algo más lento que de costumbre, si tal cosa era posible, y o bien porque su situación laboral era distinta a la de los demás funcionarios en activo, o porque sus achaques le habían conseguido una baja permanente, se pasó seis meses diciendo que iba a jubilarse dentro de poco. Algunos de los que se quejaban de su lentitud en el trabajo vieron el cielo abierto, como si aquello les afectara de algún modo, igual que esos imbéciles que se quejan de que los migrantes vienen a quitarles un trabajo que de todas formas no quisieran.

Antón no sabía, y yo tal vez imaginaba demasiado, lo mucho que iba a aburrirse cuando no tuviera la rutina de nueve a dos y media de lunes a viernes: he visto a muchos prejubilados desdecirse de lo mucho que querían no volver a pisar jamás la oficina. Pero lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible, que dijo el otro, y la cuota se había cumplido con él hasta que nos llegara otro Antón para cubrir su hueco.

Es tradición celebrar una cena con los prejubilados y los jubilados de la empresa. Un detallito (un viaje o una visita a un spa son lo último que está de moda), una cena a escote donde el homenajeado no paga, un after donde luego alguien acaba cantando coplas de carnaval o empina el codo más de la cuenta.

Con Antón hicimos lo mismo.

Hubo que vencer su reticencia inicial, naturalmente. Su meticulosidad y su cachaza se convirtieron de pronto en timidez. Acabó por entrar por el aro, eso sí. Aunque solo bebió agua y apenas tocó los platos, y eso que el menú era bastante asequible, ventajas de los caterings que creen que así se congracian con la mano inflexible del estado que los sangra.

No todos fueron a la despedida oficial de Antón. No siempre acuden todos los compañeros, pero esta vez las ausencias fueron un poco más llamativas. Antón no lo notó, claro: tampoco había ido nunca a ninguna otra. Se le veía un poco superado por la situación, los ojos muy abiertos, incómodo con una chaqueta de pana y una camisa (blanca esta vez) abotonada hasta el cuello, pero sin corbata al uso. Aceptó tímidamente el regalo (una pequeña escultura de un oficinista inclinado sobre una fotocopiadora que había moldeado uno de tantos manitas con ínfulas artísticas como hay en todas partes, aunque el muñeco no se parecía a Antón ni siquiera en las gafas), y balbuceó tres palabras de agradecimiento. Aplaudimos todos. Sé que algunos lo hicieron con sorna.

Luego no hubo copas. Bueno, hubo copas, pero después de que dejáramos a Antón en casa, a eso de las once y media, muy temprano. La fiesta continuó sin él, en uno de los pubs del Paseo Marítimo. El compañero que gastó la broma de la tarjeta de San Valentín intentó ligar con la muchachita guapa de la cuarta planta. Me alegró ver que se quedaba con un palmo de narices.

Así, después de cinco años y medio, Antón desapareció de nuestro puesto de trabajo, que es como decir que desapareció de nuestras vidas, como hacen tantos prejubilados.

Hubo alivio en muchos de todos aquellos que se ponían nerviosos porque Antón nunca se ponía nervioso, que vivían en una prisa que para Antón nunca existía, que no perdonaban en Antón que cometiera en ocasiones unos errores que ellos habrían tratado de escurrir.

El primer lunes de su ausencia, en la oficina, nadie fue capaz de manejar la fotocopiadora, ni de repartir los impresos, el café llegó frío y a todos se nos olvidó dejar bien colgado el teléfono.

 

 

 

 

 

Sobre el Autor

Rafael Marin

RAFAEL MARÍN (Cádiz, 1959) ha publicado más de cuarenta libros en diversos géneros: Lágrimas de luz y Mundo de dioses en la ciencia ficción; La leyenda del Navegante en la fantasía épica; La ciudad enmascarada, Ora Pro Nobis y Memento Mori en el terror; Detective sin licencia, Los espejos turbios, Lona de tinieblas, Elemental querido Chaplin en el policial; El anillo en el agua y El niño de Samarcanda en la memoria biográfica; Las campanas de Almanzor, Juglar, Victoria, Don Juan, Elsinor y Odiseo rey en la novela histórica.

Es autor de antologías como Unicornios sin cabeza, El centauro de piedra, Piel de Fantasma o Son de piedra y otros relatos. Entre sus libros de ensayo destacan Hal Foster: una épica postromántica; W de Watchmen y Marvel: Crónica de una época.

Un Comentario

  • Creo que todos hemos tenido un Antón. El mío particular se apellidaba Coronel, y era incapaz de dar la voltereta de campana, cosa que intentaba una y otra vez mientras el profesor de gimnasia, un militar retirado, lo insultaba.

    No tuve la suerte de volver a encontrármelo. Espero que le fuera bien en la vida.

Por Rafael Marin

Rafael Marin

RAFAEL MARÍN (Cádiz, 1959) ha publicado más de cuarenta libros en diversos géneros: Lágrimas de luz y Mundo de dioses en la ciencia ficción; La leyenda del Navegante en la fantasía épica; La ciudad enmascarada, Ora Pro Nobis y Memento Mori en el terror; Detective sin licencia, Los espejos turbios, Lona de tinieblas, Elemental querido Chaplin en el policial; El anillo en el agua y El niño de Samarcanda en la memoria biográfica; Las campanas de Almanzor, Juglar, Victoria, Don Juan, Elsinor y Odiseo rey en la novela histórica.

Es autor de antologías como Unicornios sin cabeza, El centauro de piedra, Piel de Fantasma o Son de piedra y otros relatos. Entre sus libros de ensayo destacan Hal Foster: una épica postromántica; W de Watchmen y Marvel: Crónica de una época.