La música se filtraba como un humo sonoro por los huecos del teatro: la cosquilla tímida de las bandurrias, la insistencia noble de las guitarras y los laúdes, el bronco martilleo de los bombos y la burla tartajosa de las baquetas sobre las cajas. Y el trueno de las voces que daban vida al conjunto.
Decían que el viejo y grande Teatro Falla estaba construido sobre un aljibe, de ahí la resonancia perfecta que prestaba a las agrupaciones que cada febrero desgranaban sus repertorios en el concurso de agrupaciones carnavalescas, como si el escenario todo estuviera erguido sobre una inmensa piel de tambor que convertía cada tango y cada copla en una oración a los infiernos donde retozaba el dios Momo.
La música subía desde el escenario hasta el incómodo despacho acondicionado donde el jurado del concurso se repartía y mal alimentaba entre una actuación y otra. Causaba un efecto extraño en el cuarto de baño, como si el sonido fuera parte indisociable de las tuberías, pero aún más curioso era que la retransmisión televisada, en el pequeño aparato que ninguno seguía pero no dejaba de mirar para no llegar tarde a la actuación sobre la que tendrían que decidir, retumbara con muchos segundos de retraso, convirtiendo la armonía en caos de voces que se solapaban como si entonaran un diálogo imposible. En el cuartito de baño, y sobre todo en la coincidencia con el televisor, las coplas producían un eco fantasmagórico. No era extraño que ninguno de los hombres y mujeres del jurado quisiera quedarse el último antes de bajar al palco, allí en el segundo piso, rodeados de recuerdos y de nada.
También el ascensor se unía a lo extraño. Al pulsar el botón, no acudía. Cuando nadie lo llamaba, aparecía allí arriba, sin nadie, hueco, una boca abierta con luz y espejo. Tardaron dos noches en descubrir que el botón solo llamaba cuando se usaba el dedo pulgar de la mano izquierda.
Si a los tramoyistas y demás empleados del teatro les inquietaban los ruidos, el crujido de las tablas o el parpadeo de las luces o las interferencias en la señal acústica nadie se atrevía a comentar nada. Efectos de la cabeza caliente mal instalada, de las docenas de radios situadas como francotiradoras en los palcos alrededor del proscenio, de los muchos ordenadores portátiles de los periodistas que informaban en directo para los periódicos de mañana. Quizá todos sabían que, como los colegios centenarios o los cementerios desguazados, también en los teatros hay fantasmas.
Cocó de Santiago había conocido muchos teatros en su experiencia. Buenos y malos, grandes y pequeños, con públicos de todo tipo y camerinos que oscilaban entre la residencia real y la cuadra. Ninguno para ella, claro, como este viejo teatro donde había actuado con el colegio de monjas, en el grupo de teatro aficionado luego, en una comparsa femenina de corto recorrido y, después, en los romanceros que la habían hecho célebre en las calles, cuando el sueño de ser actriz solo vivía de tiempo en tiempo, entre el carnaval y la cuaresma y ella tan solo era Carmelita, la de la calle Santiago. Después, la suerte que solo acompaña al esfuerzo: el inevitable exilio en Madrid, el papelito en una película independiente, un personaje recurrente en una comedia televisiva. Lo inesperado se volvió cotidiano, periodos de actividad frenética y muchas horas en el Retiro. Algún autógrafo disperso de paseo por Gran Vía con el carrito de Chano. Y siempre, siempre, el respiro de volver a Cádiz, en verano, en navidad. Volver como había vuelto ahora, porque lo debía: presidenta del jurado de agrupaciones carnavalescas, con voz pero sin voto, treinta y dos noches en vela, como un Gran Hermano, que dijo uno de sus vocales, y dio en la diana. Se lo debía a la ciudad. Se lo debía a estas viejas tablas, hubiera o no hubiera sonidos de duendes.
Porque en Cádiz, claro, hay fantasmas. Desde el callejón del Duende a los niños muertos que aún corren por las ruinas de la Casa Cuna, a los bailes que suenan en las noches de levante en las dependencias vacías de la Casa-Palacio de los Mora, el soldado suicida del museo Reina Sofía o los gemidos lastimeros de los ajusticiados en la Plaza de la Cruz Verde cuando la Santa Inquisición hizo limpieza de sangres y credos. Todo lo que se difuminaba con la llegada del amanecer y quedaba sepultado bajo ese mecanismo de defensa innato que otros han llamado la gracia.
Fue Elena Larrea, la vocal de coros y antigua corista ella misma, la que entró desencajada en el palco la tercera noche, hasta el punto en que tropezó con el escalón y estuvo a pique de llevarse por delante el ordenador donde el secretario del jurado anotaba pulcramente las puntuaciones, para que nunca hubiera, aunque las habría, acusaciones de pucherazos ni favoritismos.
—He visto una niña —susurró Elena, aceptando un sorbo de agua—. En el cuarto de baño, ay. Vestida de blanco. Como muy antigua.
Todos se la quedaron mirando, como si no comprendieran.
—Sería un disfraz, Elena.
—Eso pensé. Pero la vi por el espejo. Estaba sola, y parecía mojada, y eso me extrañó. Cuando me di la vuelta, porque pensé que estaba llorando, ya no estaba allí. No tuvo tiempo para llegar a la puerta. Y me asusté.
Los demás no le dieron importancia. En el trasiego entre una actuación y otra el público, disfrazado o no, se mueve por el teatro del ambigú a los lavabos, del gallinero a la puerta, sale a fumar o a comprar un bocadillo o a abrazar a los miembros de la comparsa que acaba de actuar. Han pasado ya a la historia los tiempos en que siempre había quien escalaba los muros de ladrillo en un intento vano de colarse en la actuación: un par de cabezas rotas lo atestiguaban. Pero desde el incidente ninguno de los miembros del jurado quería quedarse a solas, ni en los cuartos de baño, ni en la habitación del piso segundo, ni en el palco. El secretario del jurado, recio y marcial, hacía como que no le importaba nada más que la buena marcha de las votaciones y el concurso.
Y el concurso, sí, seguía a su ritmo, descartando agrupaciones como quien se libra de abrigos, sembrando decepciones y aumentando ilusiones. El agotamiento de cada noche aumentaba la responsabilidad de todos. Los sonidos en el escenario y en los huecos del teatro se volvían más apasionados, más intensos, pasando de la poesía a la risa, de la risa a la tragedia.
A veces, tras los aplausos, a Cocó de Santiago le parecía oír un llanto quedo. Una voz de niña. No se atrevió a contárselo a nadie. Tenía miedo de confirmar que los demás también la oían.
O quizá la veían, como la había visto Elena, como se le antojó que estaba allí, correteando entre el patio de butacas, con su vestidito blanco extrañamente familiar. ¿Iba descalza? Cocó no pudo decirlo. Desapareció al instante, entre la marea de gente que se levantaba de su sitio o regresaba a ocuparlo. Una niña disfrazada como había tanta gente disfrazada en la gran final, viejos tipos reciclados en la gente de Cádiz, mamarrachos de tiendas de todo a cien en los visitantes de fuera.
En el carnaval de Cádiz el amor se transmuta en cansancio. Eso, que lo sabían bien los componentes de las agrupaciones, lo conocieron ahora de primera mano los diez miembros del jurado, Cocó de Santiago y quizá no tanto el secretario. De la ilusión y, sí, el aburrimiento de los primeros días, al agotamiento acumulado madrugada tras madrugada, hasta la larga noche de insomnio y cuchillos largos que era la gran final, alargada por la presencia de la televisión y los políticos que siempre se apuntan a la penúltima. A las ocho de la mañana, antes de la última actuación, ni el café ni la cocacola hacían ya efecto y los cuerpos se rendían y anhelaban un huequito donde poder recuperarse.
Luego, por fin, la liberación:
—En la ciudad de Cádiz…
La lectura de los premios, en orden inverso y con suspense incorporado, ante un teatro vacío donde solo los periodistas actuaban de testigos. Las apuestas vencidas que se cobraban allí mismo con una sonrisa en los labios, las apuestas perdidas que se pagaban a regañadientes. Y la lluvia inmensa y resplandeciente de papelillos (otros los llaman confetti) que aleteaban del cielo al suelo como polvo de hadas multicolores.
Después, las despedidas. Nos vemos en la calle. La luz del amanecer que anunciaba un sábado distinto. Cierto resquemor a abandonar el teatro, pese al agotamiento, no fuera a ser que algún aficionado demasiado apasionado no estuviera conforme, como no estarían tantos, con el veredicto.
Cocó de Santiago salió a la calle y el abrazo frío de la lluvia le recordó que había olvidado el paraguas arriba. Se dio media vuelta. Entró de nuevo en el teatro que se vaciaba ya de tramoyas y cables técnicos. Llamó al ascensor, usando el pulgar izquierdo, y el ascensor vino. Llegó al cuartito, encontró el paraguas, un cartel de la fiesta que había dejado olvidado. Quizás todavía le diera tiempo de subir churros a casa, antes de dormir a pierna suelta… quizás hasta el domingo por la mañana.
El ascensor se cerró antes de que pudiera terminar de recoger las cosas. Pulsó el botón de llamada. Se equivocó de mano. Lo intentó de nuevo con el pulgar izquierdo. La puerta se descorrió, dolorosamente despacio.
Y en el suelo Cocó encontró la huella inconfundible de unos pies descalzos, unos pies mojados.
El ascensor no había tenido tiempo de bajar: solo había cerrado la puerta y la había vuelto abrir a la llamada. Nadie había entrado. Nadie había salido. Y las pisadas descalzas no estaban antes.
Cocó entró en la cabina, se agachó. El movimiento coincidió con la bajada y la mareó un poco. Midió, como un explorador indio, el tamaño de la huella. Un pie pequeño, de niño o de niña.
El ascensor llegó a la planta baja y lo primero que advirtió Cocó de Santiago fue que el silencio del día había sustituido a la algarabía de tantas noches. No había nadie retocando disfraces o afinando laúdes, ningún portero ceñudo, ningún martilleo lejano mientras los equipos desmontaban alguna pieza de atrezzo. Apenas habían pasado quince minutos desde el fallo del jurado y el teatro parecía vacío desde hacía mil años.
Cocó miró al suelo y vio que las huellas se marcaban camino del escenario. La broma, si broma era, había llegado demasiado lejos. Entró por la parte izquierda de la caja. El escenario estaba en penumbra, iluminado apenas por dos focos que desde arriba arrancaban aún luciérnagas de luz a los papelillos del suelo.
La niña estaba allí, arrodillada, descalza. Un vestido blanco y una cinta negra, como una muñeca de porcelana de hacía mucho tiempo. Gemía casi sin emitir sonidos, como si estuviera encadenada al proscenio.
—¿Niña? ¿Te has perdido?
Cocó avanzó dos pasos, deseando estar descalza ella también, porque las tablas crujieron bajo su peso. La niña alzó la cara, como si la viera por primera vez, igual que Cocó la veía por primera vez también a ella. Tenía la cara blanca, como de maquillaje, y dos churretes de lágrimas, los ojos muy abiertos. A pesar de las lágrimas, le dirigió una sonrisa.
Y entonces Cocó la reconoció. Con un escalofrío supo quién era. Recordó aquel vestido blanco, revivió aquellas lágrimas. Respondió con un gesto parejo a aquella sonrisa.
Porque la niña era ella misma. Una sombra de lo que fue un día, en su primer estreno independiente.
Extendió la mano, pero la niña no pareció verla. Como un gato escaldado, miró a un lado y a otro, sin comprender. La luz de los papelillos formó de pronto un rectángulo de colores, un estanque de aire que asemejaba agua.
La mano de Cocó de Santiago rozó la mejilla, se manchó del afeite. Fue tocarla y sentir una descarga, como si los recuerdos pesaran y tuvieran vida propia o, en este caso, jugaran a tenerla. Esta niña era la niña. La hija. La que buscaba con su familia un autor que los había abandonado. La que moría ahogada en un estanque y ponía, con su brusco mutis, final a la obra. Esta niña no era una niña, no era una persona. No, no era ella. Era un papel. Un personaje. Un ente de dolor y angustia que había cobrado, durante treinta y dos noches, y quién sabía si otras veces más, vida propia. Esta niña era el personaje que una jovencísima Cocó de Santiago, cuando aún se llamaba Carmen Sánchez, había interpretado en este mismo teatro.
Y comprendió entonces que, si los fantasmas no viven, tampoco necesitan haber vivido antes para que su existencia se pasee más allá del rabillo del ojo de la gente. Un teatro es una gran caja de resonancia, un almacén de emociones que de vez en cuando se desbordan. Como se desbordó de emociones Cocó de Santiago cuando aún se llamaba Carmen Sánchez y prestó su inocencia y sus ilusiones al personaje sin autor de Pirandello.
En la gran bombonera de emociones acumuladas que era el Teatro Falla, algo había invocado aquel momento y se había nutrido del regreso de Cocó a estas mismas tablas. Y no solo de ella, sino de la pasión reinventada con cada agrupación, con el cúmulo de coincidencias que habían llamado desde los límites difusos que separan la muerte de la vida: el componente de aquella comparsa que había muerto dos días antes del inicio del concurso, obligando al grupo a retirarse; la chirigota que ocupó su puesto en las tablas y que representaba un velatorio con muerto y todo; la comparsa que a remedo de Caronte indicaba un camino a la eternidad con lentejuelas cadavéricas y añiles de cielos mexicanos.
Todo se había mezclado, un rito profano, un aquelarre, para dar vida durante treinta y dos noches a aquella niña que no era una niña, a aquel personaje que no era un personaje, sino una suma de pasiones, un reflejo de vidas.
La niña que fue y no era Cocó de Santiago sintió la palma de la mujer que nunca sería en su mejilla. Y la tocó con su mano inexistente, y entre ambas se produjo una comunión secreta, una invitación muda. Quizá, pensó Cocó, si sales conmigo a la calle, a la luz, se borren tus pesares, logres la paz que ahora ansías y quieres conseguir con ese estanque de luz que semeja una fosa de agua. Duele la vida, sí. Lo primero que debe aprender un actor es a quitarse la piel del personaje y abandonarlo, borrarlo de sí mismo, para pasar página y buscarse reflejado en otro distinto.
La niña que no era una niña lo entendió. El ofrecimiento de paz eterna de Cocó de Santiago era sincero. Sí, podría encontrar descanso. Sí, se borraría de la existencia que jamás había tenido. Allá afuera. Y todo acabaría.
Pero entonces, dentro de un año, cuando llegaran los fríos, cuando asomara febrero, no habría ningún fantasma que nunca fue para acudir a la llamada de los laúdes y las guitarras, a las cosquillas de las bandurrias y los pitos de caña, a la ilusión concentrada de tantas voces como se quemaban cada año en este escenario.
Y eso supo la niña, y esto aprendió Cocó de Santiago, era la vida que la niña quería vivir, porque era la vida que la niña tenía. Este era el alimento de su alma inexistente. Esto era lo que la invocaba, cada febrero, durante treinta y dos noches o las noches que fueran.
Esta era la ilusión de la hija, la vida de la niña. Y, como toda vida, la niña no estaba dispuesta a rechazarla.
Alguien apagó los focos y el eco, la niña, volvió a la nada del silencio que era.
Cocó de Santiago supo que otro febrero despertaría.
Fui jurado del Carnaval de Cádiz en 2017. Lo que cuenta este relato es fruto de aquellas vivencias y aquel anecdotario.
Y, en efecto, vimos a la niña vestida de verde.